– E incluso participando en él…
– ¿No sería ilegal?
– Hay ocasiones en las que se permite a policías retirados trabajar para el departamento. Como asesores externos, claro. Podemos organizarlo de esa manera.
– Mire…
– ¿Por qué no me tutea?
– No creas, Nancy, que soy un machista. Mira, de repente no me acordaba de tu nombre propio… A veces me pasan cosas así… Soy un sesentón. Se me olvidan algunas cosas. Antes era más rápido que ahora. No voy a servir de gran cosa. Tú misma conoces mejor el caso que yo, a estas alturas.
– Su sola presencia bastaría para desengañarla antes de tratar de colarnos algún engaño. Infante está aún en Georgia, y su madre llegará esta noche…
– ¿Va a venir Miriam? ¿La habéis encontrado?
– Está en México, tal como dijo usted. Tenía una cuenta abierta en un banco de Texas, que nos dio los datos que nos permitieron ponernos en contacto con ella. Lenhardt la localizó ayer noche, pero no pensábamos que fuera posible traerla inmediatamente. En realidad el sargento intentó convencerla de que no viniera. Se pasará el día entero viajando, pero en cuanto llegue no habrá modo de mantenerla al margen. Tampoco queríamos tener hoy mismo la sentada con esa mujer, pero el sargento dijo que había que aprovechar la oportunidad.
– Quieres decir que esa mujer podría no ser quien es, pero la veis capaz de engañar incluso a Miriam, sacarle información, casi sin que ella misma se entere. -Negó con la cabeza-. No. A Miriam no la engañará. No hay nadie capaz de engañar a Miriam.
– No nos preocupa tanto eso como… Podemos analizar las células del epitelio, como último recurso. Pero iría bien eliminar las dudas, hacerla caer en alguna trampa hasta conseguir que se delatase, y librarnos de ella.
– ¿Epi qué?
– El ADN, disculpe que haya usado un término científico, que ni siquiera he empleado adecuadamente.
– Claro, el ADN. El mejor amigo de los polis, hoy en día.
Tomó otro sorbo de té frío. Eso quería decir que ni Miriam les había dicho nada, ni ellos habían sido tan listos como para preguntarlo. Nancy y todos los demás habían hecho sus deducciones, por supuesto, dando algunas cosas por sentadas, asumido cosas evidentes. Claro. Pensó que era culpa suya, por haber callado, tuvo muchísimos años para aclararlo. Pero no lo hizo, se lo debía a Dave.
Apartó los papeles, y lo hizo con tanta fuerza que algunos resbalaron hasta caer de la mesa baja de caoba. Una mesa, sólo ahora lo notó, en presencia de aquella mujer vibrante y joven, cubierta de polvo y con exceso de cera.
– Seguro que ella no se imagina lo que supone pasar por semejante ordalía. Seguro que piensa que va a resultar fácil. El tópico dice que los caballos de guerra reaccionan a la que huelen el humo. Lo que no se sabe es si eso significa que los caballos quieren ir a la guerra o huir en dirección contraria. Yo he pensado siempre que debía de significar lo segundo. Como inspector hice algunas cosas bastante bien, no era del todo malo. Y cuando me retiré hice las paces con el hecho de que este caso permanecería abierto, que hay cosas que nunca llegan a averiguarse. Incluso pensé, y no te rías de mí, en que habría alguna explicación sobrenatural. Una abducción de extraterrestres. ¿Por qué no?
– Pero si se pueden obtener respuestas…
– Mi instinto me dice que al final resultará que se trata de un testigo falso, que todo habrá sido una espantosa pérdida de tiempo y energías para todo el mundo. Lo siento por la pobre Miriam, tener que hacer un vuelo larguísimo, la necesidad inevitable de contemplar algo que nunca se permitió creer. Era Dave el que se agarraba a la esperanza, y eso le mató. Miriam en cambio era capaz de aceptar la realidad, encontró el modo de sobrevivir y seguir viviendo, aunque sin ninguna plenitud.
– Su instinto… eso es lo que necesitamos. Que esté en la sala conmigo, mirándole a los ojos. Dice el comisario en jefe que quiere hablar detenidamente con usted de toda esta situación, cree que su presencia cambiará todo.
Willoughby se levantó y caminó hasta la ventana. Estaba nublado y hacía frío, mucho frío incluso para los temperamentales marzos que solía hacer en la ciudad. Pero si le apetecía, podía irse a jugar al golf. El golf, un juego en el que nunca se alcanza la perfección, un juego que siempre te está recordando que eres humano, limitado. Aunque había dicho toda su vida que no quería jugar, que jamás se dejaría arrastrar a esa vida de club de campo que era la suya debido a la familia en la que había nacido, en los días vacíos del retiro había terminado empezando a jugar, y ahora estaba enganchado. Se había retirado con sólo cuarenta y cinco años. «¿Quién se retira a esa edad?»
«Un fracasado.»
Nunca quiso hacer carrera como policía. Ingresó en el cuerpo con la idea de permanecer apenas unos cinco años, más o menos, y saltar luego a la Oficina del Fiscal de Distrito, y tratar luego de obtener el puesto de fiscal general como alguien que conocía el mundo de las leyes en todos sus niveles, y tal vez presentarse a las elecciones de gobernador algún día. De joven, recién licenciado en Derecho por la Universidad de Virginia, trazó planes precisos para su futuro, armado de una especial confianza en sus fuerzas: planes a cinco años vista, a diez años, a veinte. Al cumplir la treintena ingresó en Homicidios y decidió quedarse algún tiempo más, investigar un caso importante para adquirir fama. Se encontraba todavía en su primer año cuando tropezó con el caso Bethany. Se quedó cinco años, y luego acabaron siendo diez.
No fue a causa del asunto de los Bethany, no exactamente. Pero la justicia fue perdiendo importancia para él. Las respuestas no se encontraban en los tribunales. Ése era un universo de epílogos, un escenario en el que los actores aportaban los datos, los hacían encajar. ¿Qué había dicho la joven? «Ah, sí. "Como si fueran piezas de una caja de Lego."» «Ésta es mi versión, ésta es su versión. ¿Cuál le gusta más?» Piezas de Lego. Podían combinarse en un número infinito de formas distintas. Recordó la biblioteca del centro de Baltimore durante las navidades, diversos estudios de arquitectura construían en sus vitrinas magníficos edificios con piezas de Lego. Y él, de muy joven, había pensado que algún día pasearía con sus hijos, y más tarde con sus nietos, ante esas vitrinas. Luego resultó que su mujer no podía tener hijos. «Puedes adoptar algún niño», dijo Dave un día. Y Willoughby, sin pensar, comentó: «Claro, pero no sabes qué te llevas a casa.»
A lo cual Dave respondió, y fueron unas palabras muy meritorias para alguien con su historia, «Nadie lo sabe nunca, Chet, nadie.»
Aún le pesaba a Willoughby la deuda contraída con Dave, una deuda que permanecía impagada, que nunca podría saldar. El esfuerzo que realizó por saldarla había terminado ahora con ese disparate: Miriam volando, los inspectores suponiendo que la ciencia estaba de su lado, creyendo que si todo lo demás fallaba obtendrían una orden del juez y que así demostrarían fácilmente que esa mujer era una mentirosa, y que podrían demostrarlo con su sangre, o la dentadura… o con el ADN de su madre. Sí, lo mejor sería que alguien desmontara la historia que estaba contando esa mujer, y que eso ocurriese antes de que el avión de Miriam aterrizase esa misma noche en Baltimore.
– Te acompañaré -dijo por fin-. No voy a entrar, pero miraré y escucharé, y puedes consultarme cuando quieras. Tendré que tomar algo de comer, y será mejor que me metas un poco de cafeína en el cuerpo. Será una tarde larga, y estoy muy acostumbrado a echar una cabezadita después del almuerzo.
Sabía que la gente joven ya no usaba palabras como «almuerzo», que Nancy les contaría a sus colegas que en lugar de decir «después de comer» como todo el mundo, hablaba como en los libros. Pero siempre había sido así. Siempre había provocado las burlas de sus colegas, siempre había tenido problemas para apearse de su solemnidad y sus palabras redichas, siempre les había dado motivos para reírse de él.