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Aunque siempre le habían desconcertado tanto la hostilidad que los demás polis manifestaban contra él como las sospechas que despertaban en ellos los motivos que le habían conducido a ese trabajo. Al fin y al cabo también sus colegas habrían podido ganar más dinero con otros empleos, pero eligieron ser polis. Lo mismo que él, y su amor por esa profesión era aún más puro que el de ellos. Pero no logró nunca convencerlos. Eran incapaces de fiarse de un tipo que no necesitaba el sueldo que cobraba a fin de mes. Y aquella lozana jovencita era igual que los demás. Necesitaba su ayuda, o creía necesitarla. Pero cuando terminara todo, se reiría de él como los demás, a su espalda. Qué más daba. Haría lo que le pedían por Dave. Y por Miriam. Se preguntó qué tal habría envejecido Miriam, si su cabello moreno tendría o no muchas canas, si México habría agrietado su preciosa piel de tono oliváceo.

Capítulo 29

Las hojas de su pasaporte, tan vacías de toda clase de sellos e inscripciones, le recordaron a Miriam lo poco que se había movido en los últimos dieciséis años. Casi no había salido de San Miguel y, desde luego, no había prácticamente cruzado la frontera mejicana. No había tomado ningún vuelo desde mucho antes del US, pero estaba bastante segura de que no habría notado apenas los cambios si no hubiese tratado de fijarse. Las aduanas del aeropuerto de Dallas Fort Worth no debieron de ser nunca una experiencia muy agradable, ni siquiera en tiempos mejores. Pero lo cierto es que ni le sorprendió ser tratada con tanta rudeza ni que la mirasen con tanto recelo, primero su rostro y luego la foto del pasaporte, que iba a caducar al año siguiente. En 1963 obtuvo la nacionalidad estadounidense porque simplificaba mucho todas las cosas.

Contra lo que muchos creían, no te daban la nacionalidad por el simple hecho de casarte con un estadounidense. Si no hubiera sido por las niñas, tal vez no habría tratado de conseguir la nacionalidad. Todavía en 1963 no había tenido nunca el serio propósito de llegar a ser «americana», como solían decir de sí mismos, con actitud gratuitamente presumida, los residentes en Estados Unidos, como si ése fuera el único país de todo el continente americano. Pero adoptó la nacionalidad por ellas y su familia.

– ¿Cuál es el motivo de su viaje a Estados Unidos? -preguntó en tono aburrido la agente de inmigración. Era una mujer negra, de cuarenta y tantos años, y su trabajo le resultaba tan extremadamente tedioso que parecía que le representara un esfuerzo enorme incluso apoyar su considerable peso en el alto mostrador de la pequeña cabina en la que trabajaba.

– Eeeeh…

La duda duró apenas una fracción de segundo, pero pareció constituir la clase de diversión que la agente de inmigración llevaba horas esperando, la vaga respuesta que sus oídos estaban entrenados para captar. De repente se enderezó y la miró con ojos penetrantes.

– ¿Cuál es el motivo de su viaje a Estados Unidos?

– Pues…

De repente Miriam recordó que no tenía necesidad alguna de contar toda su vida ante la oficial de inmigración. No tenía por qué contarle a esa mujer que sus hijas fueron dadas por desaparecidas y asesinadas hacía muchísimos años, y mucho menos que de repente, ahora, y contra toda esperanza, cabía la posibilidad de que una de ellas estuviera viva. No tenía por qué contarle sus amoríos con Baumgarten, el divorcio, la mudanza a Texas, la mudanza a México, la muerte de Dave. No tenía por qué explicarle qué motivos la indujeron a adoptar la nacionalidad estadounidense, ni por qué había vuelto a usar su apellido de soltera tras el divorcio, ni mucho menos qué razones la habían impulsado a decidir instalarse a vivir en San Miguel de Allende. Su vida le pertenecía, al menos de momento. Esto último podía cambiar; en cuestión de veinticuatro horas, podía convertirse de nuevo en propiedad pública.

De modo que se limitó a decir:

– Motivos personales. Un asunto familiar. Un pariente sufrió un accidente de coche.

– ¡Cuánto lo siento! -dijo la mujer-. ¡Qué horror!

– No ha sido grave -la tranquilizó Miriam, recogiendo sus bolsas y avanzando hacia la terminal de vuelos nacionales, donde tendría que matar horas, hasta la salida del vuelo a Baltimore.

– No ha sido nada grave -le dijo el sargento por teléfono la tarde anterior, cuando Miriam comenzó a recuperarse de la conmoción. Como una persona a la que tiran de golpe a unas aguas profundas y heladas, Miriam tuvo momentos de aturdimiento y desconcierto, y quedó completamente abrumada. Tardó un poco en volver a centrarse, reaccionar, salir de nuevo a la superficie, buscar el modo de respirar profundamente otra vez.

– Me refiero al accidente de coche -dijo el hombre-. Naturalmente, las acusaciones que ha formulado son muy graves.

– Tendré que pasarme un día entero volando, pero si salgo a primerísima hora podría estar de regreso mañana por la noche -dijo Miriam. Sollozaba, pero su llanto no le impedía articular palabras, no le impedía pensar. Su cabeza repasaba vertiginosamente a todos sus conocidos de San Miguel, la gente que le debía favores, que podía hacerle alguno. Había un hotel especialmente bueno cuyos empleados estaban acostumbrados a tener alojada gente rica y por tanto caprichosa. Ellos sabrían la manera de reservarle un vuelo. El dinero no representaba un problema.

– Seguramente sería mejor que esperase usted… De hecho no estamos seguros…

– No, no, sería incapaz de esperar. -Y en ese momento lo entendió-: ¿Cree que podría estar mintiendo?

– Creemos que es una persona la mar de rara, pero sabe algunas cosas que solamente una persona que conozca a fondo el caso podría saber. Y estamos siguiendo algunos indicios nuevos, pero es todavía muy prematuro.

– Bueno, eso quiere decir que aunque no sea mi hija ha de saber cosas sobre ella. ¿Y Sunny? ¿Ha dicho algo de su hermana?

Hubo una pausa, una de esas pausas cargadas de tensión, y que permitieron a Miriam deducir que el hombre de la llamada telefónica tenía hijos.

– La mataron, según esta mujer, muy poco después de habérselas llevado a las dos.

En dieciséis años que llevaba viviendo en México, a Miriam no se le habían retorcido las tripas como en ese instante. Pero justo al oír esas palabras notó esa puñalada que suelen padecer los turistas cuando llegan a México. Durante treinta años se había permitido pensar algunas cosas: el descubrimiento de una tumba, una detención, el desenlace de la historia y, también, en algún reducto secreto de su alma, incluso la improbable posibilidad de volver a verlas. Todo, menos lo que acababan de decirle. Que hubiesen asesinado a una de sus hijas, pero no a la otra. Sus sentimientos eran tan contradictorios en ese momento que sintió como si su cuerpo pudiera derrumbarse de repente bajo el peso de aquella contradicción. Que Heather pudiese estar viva, con la promesa de encontrar las respuestas después de tantísimo tiempo. Y que Sunny hubiese muerto, y que el horror de las respuestas la alcanzara después de tantísimo tiempo. Contempló la expresión de su rostro en el espejo con marco de hojalata que coronaba el tosco mueble de pino, y pensó que iba a encontrar una cara bifurcada, la mitad con la máscara de la comedia, la otra con la máscara de la tragedia, todo en el mismo rostro. Pero su aspecto no difería mucho del de siempre.

– Iré. Y llegaré lo antes que sea humanamente posible.

– Por supuesto, nadie va a discutirle su decisión. Pero tal vez preferiría usted que averiguásemos adonde nos conducen las nuevas pistas. He enviado a un inspector a Georgia, a ver si puede comprobar algo. Detestaría la idea de hacerla venir a usted desde tan lejos…

– Mire, sólo hay dos posibilidades. Una es que se trate de mi hija, en cuyo caso desearía estar allí ahora mismo. Y la otra es que sea alguien que sabe algo de mi hija y que, por el motivo que sea, trata de sacar partido de esa información. Si fuera esto último, quiero enfrentarme a ella. Lo sabré. En cuanto la vea, saldré de dudas.