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– ¿Y qué significaban esas palabras?

– Le aseguro que no tengo ni idea. Nunca volvimos a hablar de eso. ¿Cree que yo tendría que haber hecho algo? ¿Haber avisado a alguien? ¿Tal vez haberla convencido de que tenía que pedir ayuda? Pero es que era una persona adulta, incluso mayor que yo. No veía la manera de ayudarla.

– No se preocupe, hizo lo que tenía que hacer -dijo Infante, y aprovechó la oportunidad y le dio unos golpecitos en el brazo. El instante se prolongó, no había en ella ninguna clase de rechazo.

– ¿Quiere que le sirva alguna cosa? ¿Comida, una copa? -La chica había bajado la voz un poco, el tono era casi insinuante.

– Será mejor que no beba. Dentro de una hora tengo que regresar al aeropuerto, y conduzco yo. He de pillar un vuelo de regreso a Baltimore.

Infante sorprendió a la chica lanzando una mirada disimulada a su muñeca izquierda.

– Hay muchos vuelos desde Jacksonville. Podría salir en el primer vuelo de la mañana, total, llegaría a la misma hora. Da lo mismo llegar a las 9 de la noche que a las 9 de la mañana.

– Sí, pero ya he dejado la habitación del hotel.

– Eso sería fácil, encontrar habitación no es complicado. En esta ciudad la gente es amable. Y St. Simons es divertido. Seguro que nadie le ha contado nada.

Se lo pensó. Desde luego que se lo pensó. Ahí tenía a una preciosa mujer que prácticamente le estaba prometiendo que le echaría un polvo en cuanto terminara su turno. Podía quedarse en el bar, tomarse una cervecita, disfrutar con antelación de lo que pasaría después mientras la veía ir y venir entre las mesas vestida con aquellos shorts de color caqui. Seguro que le perdonaría la cuenta del bar, o al menos escondería alguno de los tiquetes de las copas que se tomara. Y total, ¿cuál era la diferencia entre llegar el sábado por la noche o el domingo por la mañana? Según sus cálculos, a esa misma hora más o menos Nancy comenzaba a interrogar a la mujer que decía llamarse Heather Bethany. Le habían escamoteado el momento importante, y no era por su culpa. Bien, no había sido culpa de nadie, y desde luego que suya no lo era. En tales circunstancias, y las circunstancias comenzaban a configurarse en su mente, podía hablar de un pequeño accidente, una nadería en realidad, justo cuando salía hacia el aeropuerto, una minucia que fue suficiente para atraparle en la isla de St. Simons y le hizo perder el último vuelo de Jacksonville a Baltimore, ¿y quién iba a poder demostrar que no había ocurrido? A nadie le importaría que Infante no llegara de regreso hasta el día siguiente. Y no hacía ninguna falta que fuese un inspector como él quien recogiera en el aeropuerto a la mamá. Que se encargara un agente cualquiera de ir a buscarla, llevarla al Sheraton y hacerle compañía hasta que llegara el momento. ¡Seguro que a Lenhardt le gustaría que le contase más adelante su aventura con esa súper belleza sureña! «¿Te sirvieron una buena cena en el hotel?» «No, ¡pero me dieron una buena ración de chochito!»

Acarició la muñeca de la chica con la yema de los dedos, notó su vitalidad juvenil, la fuerza procedente del hecho de que jamás le hubiese ocurrido nada malo. A Kevin no le gustaban las vírgenes, pero aquella clase de inocencia nacida del hecho de que esa chica pensaba de verdad que gozaba de alguna clase de garantía, de un seguro gracias al cual su vida sería siempre maravillosa, un simple deslizarse sin obstáculos… Y a lo mejor sería así para Heather, esa Heather del sur. Quizá todas las personas a las que ella amaba o llegaría a amar morirían en la cama, mientras dormían, y a la edad apropiada. Quizá nunca tendría que sentarse a la mesa de la cocina con su marido, llorando al pensar en la cantidad de facturas que no les alcanzaba para pagar, o discutiendo sobre las decepciones que él le había hecho sentir. Quizás algún día llegaría a tener unos hijos que solamente le proporcionarían orgullo y alegrías. Quizás. Alguien tenía que vivir una vida así. ¿O no? En su trabajo no estaba especializado precisamente en las vidas de esa clase de personas, pero seguro que existían.

Deslizó la mano por su muñeca, la dejó caer, estrechó su otra mano pequeñita y le dijo adiós, cuidando de que ella notara, en su voz y en su expresión, cuánto lamentaba no quedarse.

– Oh -exclamó ella, sorprendida, pues sin la menor duda estaba acostumbrada a salirse siempre con la suya.

– Tal vez en otra ocasión -dijo Infante, y de hecho quería decir: «Mañana, la semana que viene, probablemente volveré a casa con una mujer a la que habré encontrado en un bar, pero esta noche voy a meterme en el coche de alquiler y me portaré como un auténtico jugador de equipo.»

Cuando ya iba saliendo de la ciudad se paró en un restaurante barbacoa de la ciudad y compró una camiseta para Lenhardt. En el pecho llevaba un dibujo de un cerdo muy musculado que doblaba los brazos para mostrar el volumen de sus bíceps: LA MEJOR CARNE DEL MUNDO. Incluso haciendo esa parada en la que además se tomó un bocadillo de carne de cerdo, llegó tan tempranísimo al aeropuerto de Jacksonville que consiguió colarse en un vuelo anterior al suyo y en el que quedaban plazas vacías, un vuelo directo que le dejaría en Baltimore en la mitad del tiempo previsto.

Capítulo 32

– ¿Quiere una silla más cómoda?

– No, no hace falta.

A Willoughby le resultó embarazosa incluso la solicitud del sargento. No era ni lo bastante viejo ni tenía suficiente categoría como para ser digno de tantísima atención.

– Puedo buscar alguna mejor que ésa.

– Estoy bien.

– Será largo, y en esa silla acabará doliéndole todo.

– Mire, sargento -dijo el inspector retirado, tratando de parecer digno y estoico, aunque con la voz algo quebrada-, déjelo, estoy bien como estoy.

No era el mismo edificio en el que había trabajado durante casi toda su carrera, y lo agradeció. No había ido allí para visitar los pasillos del recuerdo. Era el árbitro, el juez de línea, estaba allí para decir si se jugaba bien o alguien cometía una falta. Tenía a sus pies un sobre de color ahuesado, y ligeramente polvoriento, esperando que llegara su momento. Eran las 4.30, una hora curiosa para comenzar un interrogatorio que prometía ser largo. A esa hora Willoughby notaba cierta modorra, le bajaba el azúcar en la sangre, y mucha gente de Baltimore comenzaba a pensar que ya se aproximaba la hora de la cena, o al menos la de ir a tomar unas copas, si tenían esa costumbre. Un rato antes, Willoughby había visto a la policía guapa comerse una manzana y unos trocitos de queso, que fue tragando con la ayuda de una botella de agua.

– Proteínas -dijo ella a modo de explicación al fijarse en que la observaban-. No te proporcionan una cantidad repentina de energías, pero te ayudan a aguantar durante mucho rato.

Willoughby deseó haber tenido una hija. Un hijo le habría gustado también, pero las hijas suelen cuidar de sus padres cuando éstos se hacen mayores, a diferencia de los chicos, a quienes, según había oído contar, solía absorberles por completo la familia de sus esposas. Si hubiese tenido una hija todavía tendría una hija. Y nietos. No se sentía solo, qué va. Y hasta hacía poquísimo tiempo había vivido felizmente. Disfrutaba de buena salud, buenos amigos, tenía el golf, y en caso de que hubiese deseado la compañía de una mujer, había en Edenwald unas cuantas que se habrían mostrado muy bien dispuestas. Un par de veces al mes se veía con sus viejos amigos, los compañeros de Gilman, en el Starbucks de York Road, situado donde antiguamente se encontraba la estación de tren, y hablaban de política y de los viejos tiempos. Hombres retirados que se reunían para comer, y cuya conversación era de lo más animada. Lo único que le entristecía era pensar que Evelyn había estado tantos años tan enferma y tan frágil que en realidad no la echaba de menos. Mejor dicho, se había pasado muchos años echándola de menos, toda la última década de su vida, y ahora que se había ido de verdad era más fácil lamentar su pérdida.