– La pregunta es interesante. Y la cuestión es que sí, sí que estaba preocupada por Sunny. Entiendo que pueda parecer extraño, siendo yo la pequeña. Pero Sunny era… no sé cómo decirlo, ¿ingenua? No es una palabra que yo hubiese conocido siquiera en aquel entonces. Pero sí sé que me sentía obligada a protegerla, y cuando vi que no regresaba me sentí preocupada. No se me ocurrió la posibilidad de que hubiese comprado la entrada para ver una película y decidiera no verla.
– Habría podido usted salir y pedir que le devolvieran el dinero.
Frunció el entrecejo, como dándole vueltas a esa posibilidad.
– Sí, claro. No se me ocurrió siquiera. Sólo tenía once años. Además, averigüé enseguida por qué había salido. Se había colado en la sala vecina, donde ponían Chinatown, una película para menores acompañados. No era sencillo colarse, porque había un solo hall para los dos cines y había vigilancia. Pero si te ibas al baño del otro lado y te colabas deprisa, no era difícil escapar a las miradas del acomodador. Lo habíamos hecho otras veces, para ver dos películas por el precio de una, pero nunca para ver una película no apta. Bueno, eso era algo que jamás se me había pasado por la imaginación. Yo era una buenaza.
Willoughby consideró la idea de colarse para ver una película para menores acompañados… ¿todavía lo hacían los críos actualmente? Por otro lado, ninguno lo haría en la actualidad para ver algo como Chinatown, una película sin desnudos ni nada parecido. Se preguntó si una niña de once años, en 1975, habría sido capaz de captar el tema del incesto, de enterarse bien de la complicada trama de compraventa de terrenos que era el núcleo de la historia.
– Total, que la encontré en la última fila, viendo Chinatown. Y se puso furiosa conmigo, me dijo que me largara. Y acabó llamando la atención del acomodador, que nos echó a las dos. Sunny estaba furiosa. Tan furiosa que me dio miedo. Y luego dijo que ya estaba harta de mí, que ni siquiera iba a comprarme caramelos como me había prometido, y que no quería volver a verme hasta que papá pasara a recogernos a las cinco y media.
– ¿Y qué hizo usted entonces?
– Pasear, mirar cosas.
– ¿Vio a alguien, habló con alguien?
– No, no hablé con nadie.
Willougby anotó algo en el bloc que le habían proporcionado. Ésa era la clave. Si Pincharelli se acordaba de ella, ella habría tenido que acordarse de Pincharelli. Era uno de los escasos detalles que el profesor de música acabó contando, y le costó bastante soltarlo. Dijo haber visto a Heather entre el público que le escuchaba.
Por fortuna, Nancy Porter también captó el detalle.
– Así que no habló con nadie, bien. Pero ¿vio a alguien, a alguna persona que conociese?
– No lo recuerdo.
– ¿Nadie cuyo rostro le resultara familiar, un vecino, algún amigo de sus padres?
– No.
– Así que no hizo más que andar por ahí, sola en el centro comercial, durante tres horas…
– Hace siglos que las niñas hacen precisamente eso cuando están solas en un centro comercial. Rondan por ahí. ¿No lo hizo usted nunca, inspectora?
Esta pregunta le ganó una mirada crítica por parte de Gloria, a la que no le estaba gustando la actitud combativa de su cliente. La inspectora Porter sonrió, sonrió de una manera luminosa, relajada, sincera, un tipo de sonrisa como su cliente jamás pudo esbozar, jamás en toda su vida.
– Claro que sí -dijo Nancy Porter-. Sólo que yo habría hecho eso mismo en White Marsh, y me habría acercado a la zona de los restaurantes, a la pizzería de Mamma llardo.
– Me gusta el nombre.
– Y hacían buenas pizzas.
Nancy se inclinó sobre su cuaderno y tomó muchísimas notas apresuradamente. «Puro espectáculo -pensó Willoughby-. Puro espectáculo.»
6.20 de la tarde
– Cuénteme otra vez lo que ocurrió al final de la tarde, cuando ya era la hora de encontrarse otra vez con su hermana.
– Ya se lo he dicho.
– Dígamelo otra vez.
Nancy tomó un sorbo de agua. Había invitado repetidas veces a la mujer a que tomara un refresco, hiciera un descanso para ir al baño, pero ella se había negado todas las veces. Mala suerte, porque de haber podido sacar sus huellas de un vaso, las habrían metido enseguida en la base de datos y en unos minutos habrían sabido si correspondían a alguien que estuviera fichado por alguna razón.
– Eran casi las cinco y regresé paseando a la zona central, bajo la gran claraboya verde, allí estaban las tiendas de comida. Karmelkorn, BaskinRobbins. Pensé que a lo mejor Sunny decidía finalmente comprarme alguna golosina. Decidí que, si no me compraba nada, les diría a mis padres que había intentado ver una película no apta. Como fuera, iba a conseguir lo que yo quería. En aquella época… en aquella época era muy lista, sabía cómo conseguir lo que yo quería.
– ¿Y luego?
– No se imagina hasta qué punto la esclavitud sexual acaba quebrando la voluntad de cualquiera.
A Willoughby le gustó el modo en que la inspectora asintió con la cabeza al oír estas palabras, mostrándole su simpatía, pero al mismo tiempo no permitiendo que esta afirmación la apartara de su camino.
– Eran ya las… ¿Qué hora era cuando llegó a Karmelkorn?
– Ya se lo he dicho, casi las cinco.
– ¿Cómo supo la hora?
– Tenía un reloj con un Snoopy. -Lo dijo en tono de «ay, señor, lo que me aburro con todo esto…»-. Un reloj con la esfera amarilla y una correa ancha de cuero. Había sido de Sunny, en realidad, pero ella había dejado de ponérselo. A mí me hacía mucha gracia. Pero indicaba la hora con los brazos, y no permitía saber la hora con mucha precisión. Por eso sólo sé que eran cerca de las cinco.
– ¿Y dónde estaba Karmelkorn?
– Si me pregunta si estaba al sur o al norte, ni idea. Security Square tenía forma de signo más, pero uno de los brazos era mucho más largo que el otro. Y la tienda de Karmelkorn se encontraba en el brazo más corto, el que daba al sitio donde iban a inaugurar J.C. Penney, sólo que aún no lo habían abierto. Era un sitio perfecto para sentarse, aunque no comieras nada, el aroma era fantástico, olía a mantequilla…
– De modo que estaba sentada.
– Sí, al borde de una fuente. No era de esas que dicen que te trae suerte, pero la gente había echado monedas. Me acuerdo de que pensé qué podía ocurrir si yo trataba de pescarlas, si me buscaría problemas.
– ¿No me dijo que era usted una buenaza o algo así?
– Incluso a las niñas buenas se les ocurren esas cosas. Yo diría incluso que eso es lo que nos define. Siempre estamos pensando en las cosas que no nos atrevemos a hacer, pensando en dónde está la frontera, de manera que podemos acercarnos hasta el borde mismo, y luego declarar que somos inocentes hablando en términos estrictamente técnicos.
– Y Sunny, ¿era también una niña buena, una buenaza?
– No, era algo mucho peor que eso.
– ¿Qué cosa?
– Quería ser mala, y no sabía cómo.
7.10 de la tarde
Tras haber terminado Jane Eyre -«Me casé con él, lector. Estaba ciego, ¿qué otra oportunidad le quedaba?»-, Kay se dio cuenta de que no tenía ningún libro más. Seguramente guardaba alguno en el portamaletas del coche, pero no estaba segura de que la dejaran entrar otra vez en el edificio si salía. Podía preguntarle a alguien, pero le asaltó la timidez adolescente que nunca la había abandonado. Se quedó leyendo las notas del tablón de anuncios, los folletos que encontró sueltos por ahí. Los había que hablaban de cómo ayudar a la gente a combatir las drogas.