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– Pues bien ha recordado con detalle el reloj de Snoopy, por ejemplo.

– Ocurrió hace treinta años. Todos olvidamos muchas cosas. Yo no me acuerdo ni siquiera de qué tomé para comer ayer al mediodía.

– Era de tela vaquera con un pespunte rojo -dijo la mujer con firmeza, alzando la voz por encima de la de su abogada-. Con unas asas de madera a las que la bolsa estaba unida con unos botones blancos. Por dentro había una base de tela fina y le podías poner varios forros por encima y así cambiaba de aspecto.

– ¿Y dentro, qué llevaba?

– Pues llevaba dinero, claro. Y un peine pequeño.

– ¿No llevaba llaves, lápiz de labios?

– La llave la tenía Sunny, y mis padres no me permitían pintarme todavía, sólo usar una crema para los labios.

– ¿Y ése es el inventario completo del contenido del bolso?

¿Qué?

– Un peine, crema para los labios, y dinero. ¿Cuánto?

– Casi nada. Quizás unos cinco dólares, menos lo que me costó la entrada del cine. Y no estoy segura de haber llevado en el bolso la crema de labios. Le he dicho que era lo único que me permitían usar mis padres. No me acuerdo de todo. Dios mío, ¿acaso sabe usted todo lo que lleva en el bolso hoy mismo?

– Un rollo de billetes de banco -dijo Nancy Porter-. Pastillas de menta. Un pañal… tengo un crío de seis meses. Lápiz de labios. Recetas…

– Bien, usted lo recuerda todo. Yo no. Mire, cuando me pararon en la carretera el martes por la noche, ni siquiera sabía por qué no llevaba el billetero en el bolso.

– Ya llegaremos a eso.

9.10 de la noche

– Bien, una vez en la furgoneta…

– Se puso a conducir. A conducir y conducir. Me pareció que conducía muchísimo tiempo, pero tal vez mi sentido del tiempo se había desconectado. Al final paró y bajó. Tratamos de abrir la puerta…

– ¿No estaba usted atada, como su hermana?

– No, el hombre tenía prisa. Me agarró y me echó dentro de un empujón. No tenía ni idea de cómo había engañado a Sunny.

– Sin embargo, acaba de decir «tratamos de abrir la puerta…»

– Porque la desaté, naturalmente. No iba a dejar que siguiera atada. Así que el hombre paró, tratamos de abrir la puerta, pero estaba cerrada por fuera. Y dentro de la furgoneta había una malla que separaba la parte trasera de la del conductor, así que por ese lado tampoco podíamos salir.

– ¿Gritaron?

Ella dirigió a Nancy una mirada inexpresiva.

– Me refiero a que si, mientras él había bajado de la furgoneta, se pusieron a gritar, trataron de avisar de que estaban allí.

– No. No sabíamos dónde estábamos ni si había ahí fuera alguien que pudiera oírnos. Y el hombre nos había amenazado, había dicho que nos pasarían cosas terribles… Así que no gritamos.

Nancy se quedó callada, mirando la grabadora. «Muy bien hecho», pensó Willoughby. Utilizaba el silencio como cebo, esperando a que esa mujer hablara.

– Estábamos en pleno campo. Se oían grillos.

– ¿Grillos? ¿En el mes de marzo?

– O algún ruidito extraño. Ruidos desconocidos para nosotras. Tal vez era la falta de sonidos. -Volvió los ojos hacia Gloria-. ¿Tengo que contar esta parte con detalle? ¿Es verdaderamente necesario? -Y a continuación, sin esperar la respuesta, comenzó a contar la historia que necesitaba, según ella, contar como fuera-: Nos llevó a una casa perdida en un rincón deshabitado del mundo. Una granja. El hombre quería… quería hacer cosas. Sunny se resistió, peleó, y él la mató. Creo que no pretendía matarla. Pareció sorprendido cuando se dio cuenta de lo que había pasado. Como si le entristeciera su muerte. ¿Es posible? ¿Es posible que le entristeciera? Quizás había tenido desde el principio intención de matarnos, a las dos, hasta que mató a Sunny y puede que en ese momento comprendiera que no estaba preparado para una cosa así. La mató, y luego me dijo que no permitiría jamás que me apartara de su lado. Que tendría que vivir con él y su familia, formar parte de ella. Y que si me resistía… bueno, dijo que si me resistía le obligaría a hacerme lo mismo que le había hecho a Sunny. «Está muerta», me dijo. «No puedo devolvértela. Pero sí puedo darte a ti una nueva vida, si no te resistes.»

Willoughby tuvo una visión, la de una carretera sobre la que reverbera, pesado y ondulante, el aire de un crepúsculo dilatado al final del verano. La historia contada por aquella mujer tenía algo que no le encajaba del todo, aunque no sabía qué. Las dudas habían comenzado con lo de los grillos, aunque ella había acabado echándose atrás. Willoughby sólo sabía una cosa, que el relato entraba y salía de la verdad, que mientras en algunos aspectos era de una gran precisión, en otros no lo era, más bien sonaba a inventado. Preparado para cumplir con ciertas expectativas. ¿Cuáles? ¿Con qué fin?

– ¿Le habló de su familia? ¿Hubo otras personas implicadas en todo eso?

– Ellos no lo supieron todo. No estoy segura de qué les contó a su esposa y a su hijo, quizá les dijo que yo había huido de casa, que andaba perdida por las calles de Baltimore, que, por la razón que fuera, yo no podía volver a mi casa. Todo lo que sé es que se fue a la hemeroteca y estuvo viendo periódicos antiguos hasta que encontró lo que necesitaba. La historia de un incendio que se produjo una vez en Ohio, unos cuantos años atrás. Murió en él toda una familia. Cogió el nombre de la niña pequeña y pidió un número de la Seguridad Social a ese nombre. Y así consiguió que me aceptaran como alumna de la escuela parroquial de York.

– ¿No necesitó más que un número de la Seguridad Social?

– Era una escuela parroquial, ya se lo he dicho, y les contó que eso era todo lo que yo tenía, que el incendio lo había destruido todo, que tardaría muchos meses en conseguir un certificado de nacimiento. Recuerde que había sido agente de la policía, una persona respetada. La gente trataba de caerle bien.

– De manera que le apuntó en ese colegio, y usted fue todos los días a clase, ¿y ni siquiera intentó contarle a nadie quién era usted y la clase de vida que tenía que llevar?

– No me llevó inmediatamente al colegio. Esperó al comienzo del curso siguiente, en otoño. Habían pasado unos seis meses, durante los cuales viví bajo su techo sin ningún tipo de libertad. Para cuando comencé a ir al colegio yo ya estaba rota. Durante seis meses había tenido que oírle decir que yo no le importaba a nadie, que nadie me buscaba, que dependía completamente de él. Era una persona mayor, y además era un policía. Y yo una niña. Le creí. Además, me violaba cada noche.

– ¿Y su esposa aguantaba esa situación?

– Cerró los ojos a todo lo que pasaba, suelen hacerlo muchas familias en casos así. O a lo mejor pensó que la culpa era mía, que yo era una prostituta infantil, que seducía a su marido. Qué sé yo. Con el tiempo te acabas insensibilizando. Era como un trabajo pesado que tienes la obligación de hacer. Una cosa que se esperaba de mí. La granja estaba a mitad de camino entre Glen Rock y Shrewsbury, y eso me sonaba como si estuviéramos a un millón de kilómetros de Baltimore. Nadie habló nunca de las niñas Bethany en aquel lugar. Era un suceso ocurrido lejos, en la ciudad. Y ya no quedaban dos niñas Bethany, sólo una.

– ¿Es ahí donde vive usted ahora? ¿Ha pasado todos esos años ahí?

– No, inspectora. -Sonrió-. Me fui hace mucho, al cumplir los dieciocho años. Me dio dinero, me metió en un autocar, y me dijo que tenía que valerme por mí misma.

– ¿Y por qué no regresó a Baltimore, por qué no buscó a sus parientes, por qué no empezó a contar lo que le había pasado?

– Porque yo ya no existía. Había sido todo ese tiempo Ruth Leibig, la única superviviente de un incendio ocurrido en Ohio, en la ciudad de Columbus. Adolescente normal de día, consorte de noche. Heather Bethany no existía. Nadie me esperaba en ningún lado.