Выбрать главу

– Así que ése es el nombre que ha utilizado, Ruth Leibig.

La mujer sonrió, esta vez una sonrisa muy ancha.

– No va a sonsacarme tan fácilmente, inspectora. Stan Dunham me adiestró muy bien. Aprendí a rastrear noticias en periódicos antiguos, a encontrar identidades que nadie iba a reclamar, a apropiarme de ellas. Ahora ya no es tan fácil como entonces, claro. Ahora la tarjeta de la Seguridad Social te la dan cada vez más y más temprano. Pero una persona de mi edad encuentra todavía muchísimos nombres de niñas fallecidas que puede utilizar sin grandes problemas. Y le sorprendería lo sencillo que resulta obtener certificados de nacimiento con tal de que poseas ciertas informaciones, muy básicas, y algo de… técnica.

– ¿Qué clase de técnica?

– ¿Y a usted qué le importa?

Gloria asintió.

– Mira, Nancy, te ha contado la historia. Ahora ya sabes lo que querías saber.

– Pues la cuestión es que no estoy segura -dijo Nancy-. Todos los indicios que nos ha proporcionado conducen a callejones sin salida. Esa granja donde ocurrió todo hace tantos años… Pues bien, los terrenos han sido parcelados hace tiempo para construir casas unifamiliares, y no se registró en ningún lugar que se encontrara ninguna tumba al hacer las excavaciones.

– Podéis hacer comprobaciones en la escuela parroquial, en las Hermanas de la Florecilla. Estará registrada Ruth Leibig.

– Stan Dunham se encuentra internado, se está muriendo…

– ¡Vaya! -dijo la mujer.

– Y su esposa murió hace al menos diez años. Ah, sí, y el hijo… El hijo murió en un accidente, un incendio, hace sólo tres meses. En Georgia. Por cierto, vivía allí con una tal Penelope Jackson.

– ¿Ha muerto? ¿Tony ha muerto?

De haber sido más joven, Willoughby habría saltado de la silla como impulsado por un resorte. Infante y Lenhardt, que estaban de pie en ese momento, tensaron sus cuerpos, se inclinaron hacia el altavoz a través del cual escuchaban la conversación.

– ¿Lo han oído…? -comenzó a decir Lenhardt.

Al mismo tiempo, pisando sus palabras, Infante hablaba también:

– Lo del padre no la ha sorprendido, y ni lo de Penelope Jackson ni la mención de Georgia parecen haberla afectado en lo más mínimo, pero lo del hijo no se lo esperaba. Y, aunque Nancy no lo haya pronunciado, ella conoce el nombre del hijo.

– Tranquila, Heather -decía Gloria al otro lado-. Por favor, Nancy, déjanos hablar un minuto.

– Claro, todo lo que necesites.

Nancy salió de la habitación, y prácticamente estaba pegando brincos cuando se reunió con los demás policías. Estaba orgullosa de sí misma, tenía motivos para estarlo, pensó Willoughby. Había hecho un buen trabajo. El olvido de Pincharelli era una omisión clave. Además, Miriam siempre había dicho que Heather se llevó esa tarde al centro comercial una cantidad bastante grande de dinero, porque la caja donde solía guardarlo en su habitación estaba vacía.

Pero con eso no bastaba. Él era el único de los presentes que sabía que no habían conseguido demostrar que esa mujer no era Heather Bethany. Hubiera apostado hasta su propia vida a que la mujer mentía, pero no lo podía demostrar.

– ¿Y bien? -dijo Nancy a los tres inspectores.

– ¿Qué piensa usted? -dijo Lenhardt, mirando a Willoughby.

El policía retirado se agachó, cogió el sobre que tenía a sus pies y lo abrió, aunque ya sabía qué contenía. Un bolso de tela vaquera de color azul, con un pespunte rojo. Dentro del sobre no se veía bien el color, los años lo habían desteñido un poco, pero era exactamente tal como ella lo había descrito. Todo, excepto el contenido. Pero eso era solamente porque no había nada dentro. Encontraron el bolso cerca de un contenedor, le habían dado la vuelta y en un lado quedó grabada la marca de un neumático. Siempre dieron por supuesto que Heather lo perdió en el momento de ser secuestrada, y que algún pillastre lo encontró tirado, sacó todo lo que había dentro, se quedó el dinero o las cosas que contenía y lo tiró.

Sin embargo, no podían contradecir el recuerdo de su contenido, ya que nunca lo conocieron. El bolso sí, era exactamente tal como ella lo había descrito. Ahora bien, si esa mujer era Heather Bethany, ¿por qué no recordaba haber visto al profesor de música de su hermana? ¿Cabía la posibilidad de que fuese Pincharelli el que había mentido? En los interrogatorios de Willoughby, ¿había dicho eso, lo que el inspector quería oír, a modo de tapadera para no contarle otra cosa que prefería que permaneciese en secreto? Pincharelli también había fallecido. Daba igual hacia donde miraran, los testigos habían muerto o estaban agonizando. Habían transcurrido treinta años, eso formaba parte del orden natural de las cosas. Dave ya no estaba allí. Evelyn, la esposa de Willoughby, tampoco estaba a su lado. La mujer de Stan Dunham, al igual que su hijo, ya no estaba. Penelope Jackson, fuera quien fuese, había desaparecido, y no había dejado tras de sí ningún rastro, sólo un Valiant de color verde. Y lo único que habían sido capaces de probar más allá de toda duda era que la mujer que se encontraba en la sala de interrogatorios no era Penelope Jackson. Pero esa mujer les había dado una descripción perfecta del bolso. ¿La convertía eso en Heather Bethany? Volvió a recordar el aire reverberando en un crepúsculo veraniego, el instante en el que supo que la mujer mentía.

– Hay que joderse -dijo Lenhardt.

– En fin, la madre estará muy pronto aquí-dijo Infante-. Habría sido mucho mejor no tener que someterla a esto, decirle, nada más aterrizar, que esta mujer miente, o que no. Pero al menos el ADN será concluyente. Cuando por fin lo tengamos. E incluso dándole la máxima urgencia, tardará uno o dos días.

– Ya… -dijo Willoughby-. Acerca de esa cuestión…

10.25 de la noche

El avión parecía roncar tan dormido como los pasajeros, la mayoría de los cuales estaban rotos y agotados debido al retraso de dos horas que llevaba aquel vuelo. En su butaca de primera clase, un lujo provocado por la necesidad de adquirir el billete en el último momento, Miriam no lograba conciliar el sueño, y contemplaba la alfombra de nubes que había debajo del avión. Tardaron bastante rato en atravesar la capa nubosa, pero al final vio Baltimore a sus pies, por vez primera en casi veinte años. Le pareció mucho más grande de lo que recordaba, que las luces se extendían hasta abarcar un área mucho mayor que antaño, pero la última vez que había tomado un vuelo que aterrizaba en la ciudad fue en 1968. En aquel entonces el aeropuerto ya se llamaba Friendship, y ese día Miriam regresaba de Canadá vía Nueva York. Era el verano posterior a los graves disturbios urbanos, y le había parecido buena idea llevarse a sus hijas a Ottawa, permitirles que disfrutaran de unas vacaciones especialmente prolongadas junto a sus abuelos. Iban muy elegantes para ese vuelo de regreso, les pusieron a las niñas unos vestidos iguales que la madre de Miriam compró en Holt Renfrew, unos trajecitos con estampado a listas y un cuello al que se sujetaban con presillas sendos pañuelos de seda artificial. Apenas llevaban veinte minutos de viaje cuando Sunny ya estaba hecha un guiñapo, mientras que Heather pisó el aeropuerto sin una sola arruga. En aquel entonces la gente que iba a recogerte se reunía con los viajeros en la puerta al lado mismo de la pista. Recordó que vio a Dave esperándolas, pálido y fornido de hombros, cansado de trabajar. Al cabo de unos años, cuando Dave le dijo que iba a dejar su empleo de funcionario para montar una tienda, Miriam le contestó que le parecía muy bien. Quería que estuviese contento. Aunque ella estuviera pasándolo mal, quería que Dave disfrutara de algún tipo de paz.

De repente, bajo el avión no había nada, una especie de abismo vacío, sin luces. A Miriam le dio un vuelco el estómago, algo parecido al «mal de Moctezuma» que padecían los turistas en México, y que ella no había padecido ni una sola vez viviendo allí. Buscó a tientas la bolsa para vomitar, pero no la encontró. Tal vez las compañías aéreas habían dejado de suministrarlas, tal vez se suponía que la gente ya no se mareaba en los aviones, al menos los pasajeros de primera. O tal vez otro pasajero anterior se la había llevado sin que las azafatas, generalmente muy atareadas, se hubiesen dado cuenta. De modo que Miriam hizo lo único que, en aquellas circunstancias, podía hacer. Tragar.