OCTAVA PARTE
Capítulo 34
El último tramo del viaje de Miriam a la escuela de idiomas lo complicó una circunstancia: que todavía no hablaba prácticamente ni una palabra de español. «Una auténtica paradoja», pensó mientras aguardaba en la cavernosa y caótica estación de autobuses donde al final consiguió comprar un billete para Cuernavaca, superando las enormes dificultades que suponía entenderse en un idioma casi completamente desconocido para ella. Para llegar hasta allí había tenido que pasar la aduana y lograr hacerse una idea de cómo funcionaban los taxis en Ciudad de México, y había llegado a sentirse incluso orgullosa de sí misma cuando por fin estuvo ante la ventanilla y salió de allí con el billete de primera para Cuernavaca agarrado en su mano temblorosa.
Ahora bien, ¿cómo localizar el autobús que iba a esa ciudad en medio de las interminables hileras de vehículos estacionados en el exterior, todos con el motor zumbando al ralentí y expulsando negras humaredas por el tubo de escape? En el sistema de altavoces sonaban avisos constantes, que no eran más que una serie de ruidos de electricidad estática, incomprensibles en cualquier idioma. No logró encontrar ningún mostrador de información, no había aparentemente nadie que hablara inglés, y los rudimentos de español que había aprendido en la escuela de Texas no servían de nada. Cuando se dirigía a la gente y tartamudeaba lo que se le ocurría, la miraban con cara de no entender, y replicaban con un torrente de palabras que para ella no eran más que ruidos. Todos pretendían ayudarla. La miraban con rostro amable y ademanes afectuosos y cálidos. Pero nadie entendía nada de lo que ella decía. Se puso a examinar el billete, vio que era azul, y comenzó a mirar los billetes que llevaban los demás. Una mujer llevaba otro billete azul, parecía muy cansada y tenía un perfil que recordaba al de los rostros del arte maya: una nariz noble, aguileña; una frente plana.
– ¿Cuernavaca? -preguntó Miriam.
La mujer reflexionó sobre la pregunta de Miriam con cierta cautela, como si llevase toda una vida en la que las preguntas más sencillas habían acabado siendo siniestras y peligrosas.
– Sí -repuso en español, y añadió sin cambiar de idioma-: Ya me voy.
Y dio media vuelta como si la pregunta de Miriam hubiese sido en realidad una orden que la obligaba sutilmente a irse de allí. Volvió un instante la vista atrás y, al comprobar que Miriam la estaba siguiendo, aceleró el paso, aunque no le resultaba fácil, ya que cargaba con un par de voluminosas bolsas de compras. Pero todavía le costó más a Miriam, que tiraba de su maleta, sujeta a un sistema de ruedecillas, y acabó rezagándose. La mujer miró de nuevo atrás, vio a Miriam peleando por no perderla de vista, y entonces se fijó en el billete que la extranjera llevaba en la mano, y que era azul, como el suyo.
– Cuernavaca -dijo, comprendiendo al fin.
Esperó a que Miriam la alcanzase, y la condujo al autobús que iba a esa ciudad. «Cuernavaca», repitió la mujer mientras subía al vehículo, sonriendo a Miriam como si fuese una niña que estaba aprendiendo a hablar. Ocupó un asiento y repitió, «Cuernavaca». Y decidió lanzarse a enseñarle más vocabulario, pronunció palabras que Miriam supo que llegó a aprender, pero que por alguna razón ya no sabía qué significaban. La mujer lo intentó de nuevo, pronunciando cada palabra más despacio. Miriam se rio y abrió las manos, burlándose de su propia ignorancia. La mujer también sonrió y acabó con una carcajada, aliviada al parecer de no verse forzada a darle conversación a esa extranjera gringa durante la hora entera de viaje hacia el sur. Se recostó en el respaldo de su asiento, rebuscó en el fondo de una de las bolsas y sacó algo envuelto en papel de cera. Quitó el papel y apareció un mango clavado en un palo. La fruta tenía por encima algo que parecía pimienta espolvoreada en abundancia. Sintiéndose por fin segura en el autobús, a punto de alcanzar su destino, Miriam estaba tan relajada que se maravilló ante la visión. Cinco minutos antes, cuando todavía se encontraba perdida, le habría parecido repugnante.
«¿De dónde es?», le había preguntado en español la mujer. Creyó entenderlo por fin, pero era ya tarde para contestarle. Además, ¿qué podía decir Miriam? Esa mañana había tomado un avión en el aeropuerto de Austin. Lo cual no necesariamente hacía de ella una tejana. Podía tal vez responder que era canadiense, pues había nacido en ese país. Desde la muerte de sus padres, no tenía lazos con aquella tierra. Acostumbraba pensar que era de Baltimore, pero apenas había vivido quince años en esa ciudad, y llevaba en Texas trece años. «¿De dónde soy?»
Sólo sabía una cosa con seguridad, que se estaba largando de Texas justo a tiempo, huyendo de la recesión como si fuese una ola salvaje que estaba a punto de barrer toda la arena de la playa.
No es que hubiera sido lista, pero había tenido suerte. Hacía dieciocho meses había vendido su casa, antes de que el mercado comenzara a caer en picado. Al mismo tiempo, se había librado de las antiguas inversiones heredadas de sus padres. Pero en absoluto porque hubiese adivinado que en 1987 iba a producirse una caída en el precio de los valores en Bolsa ni porque hubiese intuido que el mercado inmobiliario de Texas estaba a punto de hundirse. Llevaba algún tiempo jugando con la idea de retirarse pronto, antes de que le tocara por la edad, y por eso transformó todo su dinero en bonos del Tesoro y otras inversiones igualmente conservadoras. Y no se había comprado otra casa porque no estaba segura de querer quedarse a vivir en Texas. El dinero que había sacado por la venta, en cualquier otro lado le iba a rendir muchísimo más. En los últimos meses eran muchísimas las personas que ya no querían vivir en Texas y pasaban por la oficina de Miriam para llorar amargamente. «¿Cómo es posible que estemos en deuda? -sollozó una mujer muy joven-. Primero compramos la casa y pagamos lo que teníamos que pagar, y ahora la vendemos… ¿cómo es posible que les debamos siete mil dólares a ustedes?» Había otros vendedores que se negaban a pagar comisiones a las agencias inmobiliarias si la venta no les producía beneficios. Eran tiempos cada vez más espantosos.
Sin embargo, aunque el negocio inmobiliario hubiera sido floreciente, las decisiones de Miriam habrían sido las mismas. Sus socios, gente patológicamente optimista, pensaban que estaba chiflada cuando decidió tomarse cuatro semanas de vacaciones justo cuando la temporada de primavera comenzaba a cobrar fuerza. «¿Cómo se te ocurre irte ahora?, ¡pero si el negocio empieza a animarse!», le dijeron. De haber sabido que no pensaba volver nunca al trabajo habrían pensado que estaba aún más loca. Decidió ponerse a estudiar español en un curso de inmersión lingüística, y luego comenzó a buscar un sitio donde vivir. Un sueño así no se podía llevar a cabo en Estados Unidos con el dinero del que disponía, habría tenido que esperar diez años más. Pero en México, donde con un dólar te daban seiscientos pesos, era factible. Tampoco estaba empeñada en México. Belice podía servir, o Costa Rica.
Con todo el jaleo de los preparativos para la primera etapa del viaje, no se fijó en la fecha. Hubo mucho que hacer, muchos documentos que firmar, más incluso que si se hubiese tratado de una liquidación. Cheques de viaje, el contrato de subarriendo de su piso, la venta del coche. (Esto último habría bastado para que sus compañeros de trabajo comprendieran cuáles eran sus verdaderas intenciones. ¿Podía alguien vivir en Texas sin coche?) Pero tres semanas atrás, cuando hizo la reserva de los billetes de avión, la fecha, el 16 de marzo, se quedó mirándola desde la agenda. Y decidió que era una buena señal, que era una buena idea irse del país antes de que llegara otro 29 de marzo.