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El autobús avanzaba por una carretera que serpenteaba bajando desde un puerto de montaña. Miriam se fijó en las diminutas cruces blancas a los lados del asfalto. Pensándolo bien, ¿no era lo más normal del mundo que los autobuses se despeñaran todos los días en los precipicios de las carreteras mejicanas? Esta clase de noticias salían con frecuencia en los telediarios. Accidentes de autobús, desprendimientos que cerraban carreteras, tifones, terremotos. Yendo en taxi desde el aeropuerto a la estación de autobuses vio edificios que habían sido abandonados a raíz del terremoto que sufrió México D.F. en 1987. Aún no se había podido decidir qué hacer con ellos. La mayor parte de sus amistades adoraban la cadena CNN, pensaban que ver un canal de pago con tantas noticias del extranjero constituía todo un honor intelectual. Siempre hablaban de crisis, aquí o allá. Miriam pensaba más bien que esa cadena propiedad de Ted Turner lanzaba un solo mensaje: «Alégrate de vivir en este país.» Hablaban siempre del resto del mundo como si se tratara de lugares imprevisibles y salvajes, expuestos a desastres naturales, contiendas y guerras civiles. Si pasabas suficiente rato conectado a CNN terminabas pensando que Estados Unidos era un sitio tranquilo y estable.

El autobús llegó por fin al centro de Cuernavaca. Miriam tenía una habitación reservada en un hotel, cuyas señas llevaba escritas en el bolsillo, pero para llegar tenía que saltar una valla lingüística adicional. Según las informaciones facilitadas por la escuela de idiomas, había que pelear por conseguir un taxi, y una vez en él negociar la tarifa. ¿Cómo iba a negociar nada si no sabía español? Cuando llegó al primer lugar de la larga cola de los taxis, ofreció al taxista mil pesos, después mil quinientos, y luego incluso llegó a los dos mil, pero el taxista siguió negándose a llevarla. Estaba a punto de ofuscarse y cabrearse cuando comprendió que discutían por una cantidad que, al cambio, no eran más que unos pocos centavos.

El taxi se lanzó por las calles congestionadas, y los ojos de Miriam se embriagaron tratando de absorber todo lo que veían: un castillo, uno de los de Hernán Cortés, decorado con un mural de Diego Rivera, y luego el Zócalo, atestado de gente aquel domingo por la tarde, y un grupo de hombres que iban vestidos con algún tipo de ropa indígena. Al final el taxista se metió en una calle estrecha y vulgar. A Miriam le entró una profunda decepción. La reserva era en el hotel Las Mañanitas, y por un precio escandalosamente elevado para los niveles mejicanos; en proporción, por lo mismo que hubiese costado un Marriott de aeropuerto en Estados Unidos. Era su último gran dispendio, la última vez que se consentía una extravagancia. Supuso que el precio sería garantía de calidad, y se llevó una decepción enorme cuando el taxista paró delante de un edificio muy vulgar.

– ¿Es aquí? -preguntó en inglés y luego, acordándose, lo repitió en español-. ¿Es aquí?

El taxista soltó un gruñido, tiró sin miramientos su equipaje a la acera, subió al coche y se fue. De repente se abrió una gran puerta de roble y un peripuesto señor rubio apareció, acompañado por dos mejicanos que, sin decir nada, cogieron sus maletas y las entraron. Una vez dentro comprendió que la idea era que aquel hotel maravilloso permaneciera oculto como un secreto. Visto desde la calle tenía mal aspecto, pero una vez dentro veías que estaba construido en torno a un grandísimo patio central y que las habitaciones formaban un círculo en torno a un césped verde esmeralda por el que paseaban ni más ni menos que unos cuantos pavos reales. Se sintió igual que si hubiera sido Dorothy en El mago de Oz, cuando abandona el blanco y negro de Kansas para entrar en el mundo en tecnicolor de Munchkinland.

Y la película le recordó a sus hijas, que cada año cumplían el ritual de ver la versión televisada de la película, cubiertas por una vieja colcha con la que se tapaban hasta la cabeza cada vez que empezaban los momentos de miedo: los árboles belicosos, los monos voladores. En cambio no les daba miedo la bruja, nunca se lo dio, aunque en su anterior reencarnación como Elvira Gulch les daba cierto temor. Sin embargo, la actriz Margaret Hamilton había malogrado toda su capacidad de dar miedo porque la reconocían de sus apariciones en unos anuncios de la tele.

A Miriam se le doblaron un poco las rodillas, y se le humedecieron los ojos, un poquito. ¿Cómo explicar, fuera en el idioma que fuese, por qué se había decidido a actuar de aquella manera? En realidad, había ido a México con la intención de no tener que dar nunca explicaciones a nadie. Había ido a México huyendo de las llamadas telefónicas, esas en las que al descolgar sólo se oía el silencio. («Dave, ¿eres tú?», le decía Miriam al vacío. «¿Quién es? ¿Quién me llama?» Una vez, una sola vez, se confió y llegó a decir «Cariño…», aunque sólo para oír a alguien que aspiraba profundamente.) Había ido a México para empezar de nuevo, y ahí estaba, atrapada en su vida de antes, en el mismo pasado de siempre. Era sorprendente que, tras más de diez años, se notara todavía el dolor, sus variaciones sutiles. En la vida de Miriam había un dolor casi físico permanente, como si hubiese sufrido cierta afección que le había dejado huellas imborrables en el sistema nervioso, y que había aprendido a soportar porque no podía ser extirpada quirúrgicamente. El dolor estaba ahí, sordo y constante, hasta que, de repente, por muy cuidadosa que fuese, por mucho que tratara de proteger aquellos tendones tan frágiles, aquellas articulaciones afectadas, estallaba de forma rabiosa, repentina, abrasadora. Cualquier cosa podía despertar de nuevo los recuerdos, incluso una experiencia tan nueva como aquélla, algo que había buscado confiando en que en ese contexto diferente no resultara fácil que las niñas se insertaran. Miró los pavos reales blancos que paseaban por el césped del hotel de Cuernavaca, en el lejano México, y lloró acordándose de unas niñas que habrían disfrutado de esa visión.

La maravilla de aquel hotel de primera, que era la justificación para estar pagando setenta y cinco dólares la noche cuando con treinta dólares ya se hubiera sentido cómoda, consistía sobre todo en que el personal había sido adiestrado para tratar a los huéspedes con una amabilidad insuperable. «La señora debe de estar fatigada después de un viaje tan largo», dijo el hombre rubio dirigiéndose al personal que revoloteaba a su alrededor. Lo dijo en español, pero incluso Miriam podía comprender ese español más lento, cuyas palabras no chocaban las unas con las otras hasta entremezclarse. La acompañaron a su habitación, un lugar deslumbrante, y una doncella le llevó al instante un zumo de naranjas recién exprimidas. Enseguida la misma doncella la guio por la habitación para mostrarle todas sus ventajas. No había nada demasiado insignificante o trivial para no merecer una explicación. La doncella señaló la alfombrita situada junto a la cama. «Para sus piececitos», le dijo en español. Le mostró una bandeja de fruta. «Por si tiene usted hambre.» Luego colocó una almohada sobre la cama, blanca como la nieve, y le dijo que se acostara. «Para su cabecita», tradujo mentalmente Miriam.

Miriam indicó con ademanes que quería un vaso de agua, que incluso en un lugar tan impoluto como aquél tenía que ser destilada o purificada. Después intentó preguntar si para la cena tenía que vestirse de gala o algo así, si podía ir al comedor poniéndose unos pantalones, y abrió la cremallera de una maleta y señaló los pantalones de seda anti arrugas que estaban justo encima de todo. «Cómo no», respondió la doncella. No dijo «¿Por qué no?» sino «Cómo no», y Miriam pensó que tenía que aprender esas frases hechas del nuevo idioma.