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– ¿Tiene sueño? -le preguntó la doncella, siempre en español.

Miriam se sobresaltó. Pensó primero que le preguntaban si solía tener sueños cuando dormía. Luego comprendió el significado de las amables palabras.

Se entregó al descanso en la cama y cuando despertó ya había caído la noche y en el césped del hotel había mucha gente tomando copas, cenando. Se tomó un combinado, mordisqueó unos piñones tostados, y trató de descifrar las palabras en español que empezaba a recordar, tratando de no permitir que ningún otro idioma se filtrara en su cerebro o en su corazón. Había ido a México para aprender nuevas palabras, una nueva forma de hablar, y una nueva forma de ser. Era el primer día y había logrado aprender algunas cosas, y recordado poco a poco las que ya sabía. A partir de entonces todo iba a cambiar. Aprendería a usar los pronombres personales de otra manera, y dejaría de usar el «por qué» para sustituirlo por el «cómo».

Capítulo 35

– ¡Barb, he perdido la noticia que estaba escribiendo!

El grito de alarma, demasiado corriente a esa hora de la tarde, procedía del mismo lugar de siempre, el rincón más caótico de la redacción, aquella mesa con exageradísimas montañas de papeles y recortes cuya ocupante habría resultado por completo invisible de no haber sido porque solía lucir un peinado también de mucha altura. La señora Hennessey era tan pequeñita como elegante, y acostumbraba perder todo lo que había estado escribiendo justo en el momento del cierre, aunque casi nunca porque se cayera el sistema informático o por un fallo de los programas. Lo que solía ocurrirle era, más bien, que trabajaba con dos pantallas y se olvidaba que cómo abrir la segunda, o bien porque copiaba el texto, apretaba la tecla «guardar» y luego le desaparecía de la pantalla que ella veía en ese momento.

– Vamos a ver, señora Hennessey -dijo Barb, intentando hacer que la pantalla de su compañera de redacción diese la vuelta sobre la plataforma giratoria cuya función consistía en permitir que dos redactores trabajaran alternativamente con la misma pantalla.

Pero la señora Hennessey había obrado con astucia y bloqueado el giro amontonando libros de referencia y diccionarios a ambos lados de la plataforma, con la intención de que la perezosa Susan no pudiera utilizarla. Barb se acercó al puesto de Hennessey, tocó unas cuantas teclas, y comprobó que esta vez no era el problema de siempre, sino que de hecho había perdido todo lo que había escrito. Cuando al final Barb localizó en el sistema de respaldo el documento en el que su compañera estaba trabajando, todo lo que apareció fue una página en blanco en la que apenas figuraban un título y la fecha de inicio del trabajo, nada más.

– ¿Se acordó de ir guardando mientras escribía? -preguntó Barb.

– Claro, al final de cada párrafo he pulsado la tecla de tabulación.

– Ya, claro, pero esa tecla no sirve, ha de pulsar «guardar». Tiene usted que ejecutar donde dice «guardar», señora Hennessey.

– ¿Y eso qué significa exactamente?

La señora Hennessey andaba por allí «desde que Cristo era un chaval», por usar una frase hecha de uso común en la zona. Llevaba treinta y cinco años como empleada de la Fairfax Gazette , primero en las páginas para mujeres, que es como se llamaban en aquel entonces, y poco a poco había ido abriéndose paso hacia la sección de noticias, donde llevaba dos decenios encargándose de los temas de educación. No había nadie más veterano en todo el periódico, entre otras cosas porque la mayoría de los buenos periodistas no pasaban allí más de dos años. Se rumoreaba, además, que era superviviente del Holocausto, aunque las anchas ajorcas doradas que llevaba siempre ocultaban los tatuajes que pudiese llevar en los brazos. Era, en fin, una mujer muy dura, pero cada vez que el ordenador le jugaba alguna mala pasada actuaba de manera infantil y se mostraba sumamente desamparada. Aunque en realidad lo que ocurría más a menudo no era que su ordenador le jugase una mala pasada sino al contrarío, que era ella quien se la jugaba al ordenador, por ejemplo al negarse a tomar las medidas más sencillas con vistas a proteger su trabajo.

– Mire, basta con que pulse la tecla «F2» al final de cada párrafo, más o menos, para que el ordenador guarde una copia de lo que ha hecho hasta ahora, y lo vaya actualizando cada vez. Si esto que estaba escribiendo se ha perdido es porque no lo había guardado y, desde el punto de vista informático, no existía aún. El ordenador guarda lo que ve, sólo eso.

– ¿Lo que ve? ¿Qué quiere decir con eso? Está ahí, lo estaba escribiendo ahora mismo -dijo la señora Hennessey señalando la pantalla con sus dedos llenos de anillos-. Estaba, mejor dicho, estaba ahí hasta ahora mismo -se corrigió, ya que ahora tenía la pantalla en blanco-. Desde luego, yo sí que lo estaba viendo. Estas máquinas son de una inutilidad…

Barb se ponía siempre a la defensiva cuando se trataba del sistema informático, por mucho que supiera que tenía imperfecciones. El periódico para el que trabajaban, y que formaba parte de una pequeña cadena periodística, era paradójicamente tan liberal en sus puntos de vista editoriales como tacaño en sus gastos, y esa combinación resultó en que tuvieran que utilizar un sistema informático de la era de los dinosaurios, y que no servía para el trabajo periodístico.

– Es una herramienta como otra cualquiera -dijo Barb-. Cuando utilizaba usted la máquina de escribir, no había copia si no le ponía otra hoja y papel carbón. El operario que le echa las culpas a sus herramientas no es muy buen operario.

Se le ocurrió usar esa frase, que solía decir el padre de Barb, sin pensarlo. Y, tal como solía ocurrirle, al punto se sintió mal, inquieta, triste y melancólica, todo a la vez, como si ese leve eco fuese la puerta que se abría a toda su vida.

– ¿Se puede saber qué ha osado insinuar? -dijo la señora Hennessey pasando de la vocecita de gatito al rugido de los leones-. ¡Menuda impertinencia…! -Y añadió algunas palabras en alemán o en yiddish, Barb no logró adivinar cuál de los dos idiomas-. Voy a hacer que la despidan, voy a…

Se levantó, irguiéndose entre las montañas de informes que había erigido a modo de muralla a su alrededor, y salió corriendo hacia la mesa del director, ágil a pesar de los altos tacones que usaba, temblando de furia, como si Barb la hubiese amenazado de manera violenta. Se le estremecía hasta el alto moño que coronaba su cabeza, perfectamente teñido y retocado cada dos semanas para que ni la más mínima raíz delatara una sola cana en medio de aquel fiero color castaño rojizo.

Barb se habría sentido profundamente preocupada si no hubiera visto la misma actuación como mínimo dos veces al mes desde que el verano anterior comenzara a trabajar en esa redacción. Al otro lado de los cristales del despacho del director, la señora Hennessey iba y venía agitada, mostrando sus diminutos puños cerrados y en alto, exigiendo el despido de Barb. Salió por fin del despacho, muy enfurruñada, y al instante Barb fue convocada al mismo despacho por medio de un correo electrónico.

– Le agradecería que tratase de actuar y hablar con mucho más tacto cuando tenga que dirigirse a ella… -comenzó a decir Mike Bagley, el director.

– Lo intentaré -dijo Barb-. Lo intentaré. Pero me parece que no le está usted pidiendo a ella que tenga más tacto conmigo y, la verdad, me trata como si yo fuera su criada. Es cierto, de vez en cuando el ordenador se come todo lo que acaba de escribir, pero la mayor parte de los problemas de los que se queja son culpa de ella, y de su manía de no tomar las medidas más elementales. No tengo por qué andar vigilándola todo el rato.

– La señora Hennessey es una… -miró a su alrededor, como si temiera que alguien pudiese oírle- es una mujer mayor. Acostumbrada a hacer las cosas de una manera. A estas alturas, ¿de verdad espera que la hagamos cambiar?