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Esta parte de los diarios es de una lectura insufrible. Por un lado, está llena de detalles fascinantes sobre las costumbres de los isleños: cómo las mujeres ancianas sacrificaban a los cerdos y bailaban tocando una especie de corneta y embadurnaban la frente de los hombres con la sangre de la bestia sacrificada, y cómo los varones de todas las edades tenían perforados sus órganos sexuales de un lado a otro con un perno de oro o estaño tan grande como una pluma de oca, y así innumerables detalles que parecían proceder de otro mundo. Pero intercalado con todo esto aparece la carnicería de los isleños, su destrucción implacable bajo un pretexto u otro. En su viaje de isla en isla, los romanos siempre eran recibidos pacíficamente, pero las cosas degeneraban pronto en violaciones, asesinatos y saqueos.

Sin embargo, Trajano, no parece ver nada malo en ello. Página tras página, con el mismo tono sereno y uniforme, describe estos horrores como si fueran la consecuencia natural e inevitable de la colisión de culturas extrañas entre sí. Mientras leía, mis propias reacciones de asombro y consternación me hicieron comprender con sorprendente claridad qué diferente es nuestra era de la suya, y qué poco digno soy en verdad yo de llamarme hombre del Renacimiento. Trajano entendió los crímenes de sus hombres como necesidades desafortunadas en las peores circunstancias; yo los veo como monstruosos. Y he acabado concluyendo que un profundo y complejo aspecto de la decadencia de nuestra civilización es nuestro desprecio hacia esta clase de violencia.Y sin embargo, somos romanos. Detestamos el desorden y no hemos perdido el dominio de las artes de la guerra; pero cuando Trajano Draco habla con tanta indiferencia de responder con cañones a un ataque con flechas o del incendio de aldeas enteras en castigo por un nimio hurto en uno de sus navios o de cómo saciaban nuestros hombres su lujuria con niñas pequeñas porque no querían tomarse siquiera la molestia de buscar a sus hermanas mayores, no puedo evitar sentir que algo tenemos que decir en favor de nuestra decadencia.

Durante estos tres días y noches de continua lectura del diario no vi a nadie: ni a Espináculo ni a César ni a ninguna de las mujeres con las que aplaco el aburrimiento de mis años en Sicilia. Seguí y seguí leyendo hasta que mi cabeza daba vueltas.Y no podía parar, por horrorizado que me sintiera a menudo.

Ahora que la parte desierta del Pacífico quedaba a sus espaldas, aparecían una isla detrás de otra, no sólo la miríada de las Augustinas, sino otras más lejos, hacia el oeste y el sur, multitud de ellas. Y aunque no hay ningún continente en ese océano, hay largas cadenas de islas, muchas de ellas mucho más grandes que nuestras Britania y Sicilia. Una y otra vez leía sobre botes adornados con oro y plumas de gallo que transportaban a los caciques isleños, quienes ofrecían hermosos presentes, o acerca de peces astados u ostras del tamaño de una oveja y árboles cuyas hojas, al caer al suelo, se aupaban sobre patitas y se marchaban arrastrándose, y reyes que se llamaban rajas, a los que no se podía hablar mirando a la cara, sino sólo a través de tubos parlantes que había en las paredes de sus palacios. Islas de especias, islas de oro, islas de perlas… maravilla tras maravilla… y todas ellas tomadas y reclamadas por el invencible emperador romano en nombre de la eterna Roma.

Después, finalmente, esos extraños reinos insulares cedieron paso a territorio familiar. Asia estaba a la vista, la costa de Catay. Trajano desembarcó allí, intercambió presentes con el soberano de Catay y consiguió de él algunos maestros catayanos en las artes de la impresión, la elaboración de pólvora y la manufactura de porcelana fina, cuyos conocimientos, una vez de vuelta en Roma, confirieron un ímpetu sobresaliente a aquella nueva era de prosperidad y desarrollo que ahora llamamos Renacimiento.

Trajano continuó hasta la India, y después hasta Arabia, cargando de tesoros sus navios allí por donde pasaba. Y descendió por un lado de África y subió por el otro. Por la misma ruta que nuestros viajes anteriores de larga distancia, pero esta vez recorrida a la inversa.

Trajano, una vez franqueado el cabo más meridional de África, supo que la circunnavegación del mundo había sido llevada a término y se apresuró hacia Europa, llegando primero al extremo sudoccidental de Lusitania y luego, siguiendo la costa, hasta el sur de Hispania, hasta que regresó con sus cinco navios y su tripulación superviviente hasta la desembocadura del río Betis y poco después, hasta el punto de partida en Sevilla. «Éstos son marineros que con toda seguridad merecen fama eterna», concluye, «con más justicia que los argonautas de antaño que navegaron junto a Jasón en busca del vellocino de oro. Con estos maravillosos navios nuestros, navegamos hacia el sur a través de la mar Océana en dirección al polo Antartico y, después, pusimos rumbo hacia el oeste, siguiendo durante tanto tiempo esa misma ruta que vinimos a dar, dando la vuelta, al este y, de aquí, nuevamente continuamos hacia el oeste, pero no navegando hacia atrás, sino yendo siempre hacia adelante, dando la vuelta entera al globo del mundo, hasta que prodigiosamente arribamos a nuestra tierra patria, Hispania, y el puerto del que partimos, Sevilla».

Había un curioso colofón. Trajano había escrito una anotación cada día del viaje. Según sus cálculos, la fecha de su regreso a Sevilla fue el nueve de enero de 2282. Pero cuando desembarcó, le informaron de que era diez de enero. Al navegar continuamente hacia el oeste alrededor del mundo, perdieron un día en algún momento. Esto quedó como un misterio, hasta que el astrónomo Macrobio de Alejandría señaló que la hora de amanecer varía en cuatro minutos cada grado de longitud; de manera que la variación de un circuito completo global de trescientos sesenta grados sería de 1.440 minutos, es decir, un día entero. Si alguien hubiera osado dudar de la palabra de Trajano, ésta era la prueba más firme de que la flota había dado una vuelta entera alrededor del mundo y había llegado a aquellas extrañas nuevas islas de ese mar desconocido. Y al hacer eso había abierto un arcón lleno de maravillas que el gran emperador explotó a conciencia durante las dos décadas de poder absoluto que le quedaban, antes de su muerte, a la edad de ochenta años.

¿Y yo qué hice? Habiendo accedido finalmente al documento clave del reino deTrajano VII, ¿me puse de inmediato a acabar la tarea de acabar mi relato de su vida extraordinaria?

No. Y ésta es la razón.

En el transcurso de los cuatro días en los que acabé de leer el diario, y mientras la cabeza aún me daba vueltas con todo lo que allí había descubierto, llegó un emisario de Italia con la noticia de la muerte del emperador Ludovico en Roma, a causa de una apoplejía, y de que su hijo el cesar Demetrio le sucedería en el trono como Demetrio II Augusto.

Dio la casualidad de que yo estaba con el cesar cuando llegó el mensaje. No mostró ni pena por el fallecimiento de su padre ni alegría por su propia ascensión al poder máximo. Simplemente esbozó una tenue sonrisa con un mínimo fruncimiento de la comisura de los labios y me dijo:

—Bueno, Draco, parece que debemos preparar nuestro equipaje para otro viaje. Qué poco tiempo ha pasado desde el último.

Ni yo ni ninguno de nosotros quisimos creer que llegaría el día en que Demetrio se convirtiera en emperador. Todos confiábamos en que Ludovico encontrara algún medio que no lo hiciera necesario: quizá descubriera algún hijo ilegítimo hasta la fecha, que hubiera vivido en Babilonia o Londinium todos esos años, y pudiera sacarlo del anonimato y darle preferencia. Después de todo, Ludovico se había interesado tan poco por las payasadas de su hijo y heredero, que lo había mandado a Sicilia aquellos tres años, prohibiéndole poner el pie en el continente, aunque consintiéndole cualquier cosa que se le ocurriera en su exilio en aquella isla.