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Es preciso hacer una consideración. Hubo una época problemática y caótica hace unos dieciocho siglos, y tras la que César Augusto nos concedió el gobierno imperial que tan útil nos ha sido desde entonces. Cuando la sangre de los primeros cesares era débil y hombres como Calígula y Nerón, desafortunadamente, llegaron al poder, la redención se presentó con rapidez en la persona del primer Trajano y, después de él, en la de Adriano, seguidos por los igualmente capaces Antonino Pío y Marco Aurelio.

Diocleciano corrigió un período ulterior de conflictos. Su trabajo fue completado por el gran Constantino.Y cuando, inevitablemente, volvimos a entrar en decadencia, setecientos años más tarde, cayendo en lo que los historiadores modernos denominan la Gran Decadencia y fuimos tan fácil y vergonzosamente conquistados por nuestros hermanos orientales helenoparlantes, surgió al fin de entre nosotros un Flavio Rómulo para devolvernos nuestra libertad una vez más. Y no mucho después, llegó Trajano VII, para llevar a nuestros exploradores por todo el mundo trayendo riquezas incalculables y activando el excitante período de expansión que conocemos con el nombre de Renacimiento. Y ahora, ¡ay!, estamos otra vez en decadencia, viviendo lo que supongo que algún día se bautizará con la expresión de Segunda Gran Decadencia. El ciclo parece inexorable.

Me gusta considerarme un hombre del Renacimiento, el último de mi especie, nacido por algún triste e injusto accidente del destino dos siglos después de su época natural, y obligado a vivir en esta era decadente e imbécil. Es una fantasía agradable, y existen muchas pruebas, a mi entender, de que es cierto.

Que ésta es una era decadente, es algo que no ofrece ninguna duda. Un síntoma que define esa degeneración es el gusto por las extravagancias sin mesura ni sentido y ¿qué mejor ejemplo de ello puede haber que el que nos facilita César con su estúpido e imprudente programa para reformar Sicilia como un monumento a su propia grandeza? El hecho de que las estructuras que él quiere que yo le construya sean, casi sin excepción, imitaciones de construcciones de eras pretéritas y menos fatuas, no hace sino reforzar la tesis.

Pero, además, estamos experimentando una crisis del gobierno central. No sólo las provincias distantes como Siria y Persia van alegremente a su aire la mayor parte del tiempo, sino que también la Galia, Hispania, Dalmacia y Panonia, que son prácticamente la propia patria del emperador, se están comportando casi como naciones independientes; y también están las nuevas lenguas. ¿Qué ha sido de nuestro puro y hermoso latín, columna vertebral de nuestro Imperio? Ha degenerado en un maremágnum de dialectos locales. Cada lugar tiene ahora su propio y chirriante idioma. Nosotros, los hispanos, hablamos hispano, los narigudos galos hablan ese graznido nasal que llaman galo, y en las provincias teutónicas han arrinconado el latín completamente para recuperar esa lengua primitiva y embarullada conocida como germánico, y así más y más. Incluso en la propia Italia puede verse cómo el latín cede paso a ese producto bastardo al que llaman romano. Éste, al menos, posee una dulce música para el oído, pero ha desaprovechado toda la profundidad y versatilidad gramatical que hace del latín la lengua madre del mundo entero. Si el latín se elimina completamente, lo que no ha sido el destino del griego en el este, ¿cómo se hará entender un hombre de Hispania por otro hombre de Britania o un teutón por un galo o un dálmata por otro cualquiera?

Seguramente, esto es decadencia: destructivos elementos centrífugos que echan por tierra nuestra sociedad.

Pero ¿es cierto realmente que soy un hombre del Renacimiento encallado en esta época miserable? No es tan fácil de decir. Coloquialmente, empleamos la expresión «un renacentista» para calificar a alguien de logros diversos y trascendentes. Es evidente que yo lo soy. Pero ¿me habría sentido realmente a gusto en la era de capa y espada de Trajano VII? Tengo la amplitud mental del humanista, pero ¿poseo también el temperamento exuberante del Renacimiento o, por el contrario, soy tan tímido, aburrido e insignificante como todos los que veo a mi alrededor? No debemos olvidar que ellos procedían de la Edad Media. ¿Podría yo haber llevado una espada por las calles y haberme peleado como un legionario ante la mínima provocación? ¿Habría tenido veinte amantes y cincuenta hijos bastardos? ¿Habría anhelado encaramarme a bordo de un diminuto y chirriante navio y navegar más allá del horizonte?

No, probablemente no me parezco mucho a ellos. Sus espíritus eran excepcionales. El mundo era más grande, más luminoso y mucho más misterioso para ellos de lo que lo es para nosotros, y ellos respondieron a sus misterios con un fervor romántico y una demostración brutal de energía con los que no es posible que ninguno de nosotros pueda reaccionar. He aceptado este encargo de César porque suscita en mí algo de ese fervor romántico y me hace sentir un renovado parentesco con mi gran y épico ancestro Trajano VII, Trajano el Dragón. Pero ¿qué es lo que voy a hacer en realidad? ¿Descubrir nuevos mundos como hizo él? No, no. Construiré pirámides y templos griegos y la villa de Adriano. Pero todo eso ya ha sido hecho de forma totalmente satisfactoria, y no hay necesidad de volver a hacerlo. En consecuencia ¿soy tan decadente como cualquiera de mis contemporáneos?

Me pregunto también qué habría pasado con el granTrajano si hubiera nacido en la era presente de Ludovico Augusto y su chiflado hijo, Demetrio. Los hombres de gran espíritu se hallan en gran peligro en una época en la que las almas mediocres gobiernan el mundo.Yo he descubierto astutas maneras de encajar en él para salvaguardar mi propia seguridad, pero ¿habría hecho él lo mismo? ¿O habría deambulado por ahí, entre gran alboroto y arrogancia, como el verdadero hombre del Renacimiento que era hasta que, finalmente, se hiciera necesario eliminarlo de forma discreta en algún oscuro callejón por suponer una amenaza para la casa real y para el reino en general? Quizá no. Quizá, como yo prefiero pensar, se habría elevado como una flecha incandescente desde la tenebrosa noche de esta época adocenada, como hizo él en su propio tiempo, y habría irradiado su esplendente luz sobre el orbe entero.

En cualquier caso aquí estaba yo, innegablemente inteligente y supuestamente cuerdo, vinculándome por voluntad propia al proyecto de nuestro trastornado César, sólo porque era incapaz de sustraerme al maravilloso desafío técnico que representaba. ¿Un gran gesto romántico o simplemente excéntrico? Era muy probable que Espináculo tuviera razón al decir que, aceptando el trabajo, yo demostraba estar más chiflado que Demetrio. Cualquier hombre en su sano juicio habría huido entre gritos de espanto.

No hacía falta ser la Sibila de Cumas para prever que pasaría un largo tiempo antes de que Demetrio me mencionara de nuevo el proyecto. El cesar siempre está revoloteando de una cosa a otra. Es un síntoma de su enfermedad. Dos días después de nuestra conversación en el teatro, partió de Tauromenium para pasar unos días de descanso en las dunas de África, y permaneció más de un mes ausente. Como todavía no habíamos ni siquiera elegido una ubicación para el palacio colgante del acantilado (y para qué hablar de los aspectos relativos al diseño y el presupuesto de construcción), dejé de pensar en el asunto a la espera de su regreso. Supongo que mi esperanza era que se hubiera olvidado de todo por completo una vez estuviera de vuelta en Sicilia.

Aproveché su ausencia para reanudar lo que había sido mi labor prioritaria de la temporada: mi estudio sobre la vida deTrajano VII.

Eso era algo que me había estado ocupando intermitentemente durante los pasados siete u ocho años. Dos cosas me habían hecho volver a ello ahora. Una era el descubrimiento, en las polvorientas profundidades de los archivos marítimos de Sevilla, de un paquete de diarios desde hacía mucho sepultados, que, según parecía, era el propio relato de Trajano alrededor del mundo. La otra, era el percance a caballo mientras cazábamos jabalíes, que me había dejado con muletas: un período de obligada inactividad que me proporcionó, a falta de cualquier otra opción, una buena razón para asumir el papel de historiador una vez más.