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Sin embargo, Trajano, no pasaba mucho tiempo en la nueva capital, ni tampoco en Roma, en realidad. Estaba constantemente de viaje, presentándose en Constantinopla para recordar a los griegos de Asia que tenían un emperador, visitando Siria, AEgyptus o Persia o apareciéndose, de repente, en el lejano norte para cazar las bestias greñudas que pueblan aquellos territorios hiperbóreos, o volviéndose a visitar su Hispania natal, donde transformó la antigua ciudad de Sevilla en el principal puerto de embarque con destino al Nuevo Mundo. Era un hombre infatigable.

En el vigésimo quinto año de su reinado (2278 a. u. c.) inició el que sería el más grande de todos sus viajes, la soberbia proeza por la que su nombre será recordado siempre: su viaje alrededor del mundo entero, empezando y finalizando en Sevilla, y abarcando casi todas las naciones, tanto civilizadas como bárbaras, que contiene este globo.

¿Había existido alguien antes que él que concibiera siquiera semejante audacia? Yo no he encontrado nada parecido en ningún libro de historia.

Naturalmente, nadie puso nunca en duda que el mundo es una esfera y, en consecuencia, permitiría su circunnavegación. Sólo el sentido común ya nos muestra la curvatura de la Tierra cuando miramos el horizonte en la distancia, y la idea de que hay un borde en alguna parte por el que los imprudentes marineros se precipitan es un cuento de niños, nada más. Tampoco hay razón para temer la existencia de una zona infranqueable de llamas en algún sitio de los mares del sur, como algunos pueblos ingenuos suelen creer. Hace 25 siglos que el primer navio rebasara el extremo de África, y nadie ha visto aún ninguna pared de fuego.

Pero ni siquiera al más bravo de nuestros marineros se le llegó a ocurrir circunnavegar el globo (y mucho menos intentarlo), antes de que Trajano Draco zarpara de Sevilla para hacerlo. Viajes a Arabia y la India e incluso Catay a través de la ruta africana, sí, y viajes al Nuevo Mundo también. Primero se llegó a México y después, por la costa occidental de éste a lo largo de la franja estrecha de tierra que conecta los dos continentes que forman el Nuevo Mundo hasta el gran Imperio de Perú. Por eso supimos de la existencia de una segunda mar Océana, una que era quizá incluso mayor que la que separaba Europa del Nuevo Mundo. En la parte oriental de este vasto océano se encontraban México y Perú; en la parte occidental, Catay y Cipango, y la India más allá. Pero ¿qué había en medio? ¿Había otros imperios, quizá, en medio del mar occidental… imperios más poderosas que Catay, Cipango y la India juntos? ¿Qué ocurriría si existiera un imperio en alguna parte de allí que pudiera hacer sombra incluso al Imperio romano?

Para la gloria imperecedera de Trajano VII Draco, él se había propuesto averiguarlo aunque perdiera la vida en el empeño. Debía de sentirse totalmente seguro en el trono si iba a abandonar la capital en manos de sus subordinados durante un período de tiempo tan largo. O era esto o le importaba un bledo el riesgo de la usurpación de poder ante las enormes ansias que tenía de hacer el viaje. Su expedición de cinco años alrededor del mundo fue —creo yo—, una de las más importantes conquistas de toda la historia, rivalizando quizá con la creación del Imperio llevada a cabo por César Augusto, y su expansión por la casi totalidad del mundo conocido, que acometieron Trajano I y Adriano. Es lo que, por encima de todas sus conquistas, me llevó a emprender mi investigación sobre su vida. No encontró imperios que pudieran desafiar a Roma en aquel viaje, pero sí descubrió la miríada de reinos insulares del mar de Occidente, cuyos productos han enriquecido tanto nuestras vidas; y lo que es más, la ruta que él abrió a través de la estrecha franja inferior del continente sur del Nuevo Mundo nos ha dado acceso permanente por mar a los territorios de Asia desde la dirección contraria, pese a alguna oposición que encontramos de los siempre conflictivos mexicanos y peruanos por una parte, y, por la otra, de los belicosos cipangos y los increíblemente multitudinarios catayanos. Sin embargo, aunque estamos familiarizados con las líneas generales del viaje de Trajano, el diario que escribió, abundante en detalles muy concretos, ha permanecido perdido durante siglos. Razón por la cual sentí tanta dicha cuando uno de mis investigadores, husmeando en un rincón olvidado de la Oficina de Asuntos Marítimos en Sevilla, me informó a principios de año de que se había tropezado casi accidentalmente con ese diario. Durante todo este tiempo, había permanecido almacenado entre los documentos de un reinado ulterior, enterrado discretamente bajo una pila de albaranes y documentos de pago. Hice que me lo enviaran aquí, a Tauromenium, con un emisario imperial, en un viaje que duró seis semanas, ya que el paquete hizo por tierra todo el recorrido desde Hispania hasta Italia (no arriesgaría tan preciosa cosa en un viaje por mar) y después hacia abajo, recorriendo toda la longitud del país hasta el extremo de Bruttium, atravesando el estrecho con ferry hasta Messina, y de allí hasta mí.

No obstante… ¿sería aquello el relato pródigo en detalles que yo ansiaba o simplemente se limitaría a una lista árida de señales náuticas, longitudes, latitudes, ascensiones y lecturas de brújula?

Bien, no lo sabría hasta que lo tuviera en mis manos. Y la suerte quiso que el día en que llegó el paquete fuera el mismo día en que César Demetrio volvió de su estancia de un mes en África. Apenas tuve tiempo de desprecintar el voluminoso paquete y deslizar mi «pulgar por el borde del grueso fajo de páginas de vitela ennegrecidas por el tiempo que contenía, cuando llegó un mensajero informándome de que era requerido de inmediato ante la presencia de César.

El cesar, como ya he dicho, es un hombre impaciente. Me de moré sólo lo justo para mirar más allá de la página del título, al principio del texto, y sentí un profundo estremecimiento al reconocer la caligrafía inclinada hacia atrás deTrajano Draco ante mis asombra dos ojos. Me permití una mirada fugaz a la página cien, más o me nos, y hallé un pasaje en el que hablaba de un encuentro con el rey de alguna isla. ¡Sí! ¡Sí! ¡Era el auténtico diario de viaje!

Confié el paquete al mayordomo de mi villa, un liberto siciliano bastante honrado de nombre Pantaleón, y le dije exactamente lo que le sucedería si una sola página del libro sufría el más mínimo daño.

A continuación me marché al palacio del cesar, situado en lo alto de una colina, y lo encontré en el jardín, inspeccionando un par de camellos que había traído con él desde África. Llevaba una especie de túnica del desierto con capucha y ceñía una espléndida cimitarra curva. En las cinco semanas de su ausencia, el sol le había ennegrecido tanto la piel del rostro y las manos que, fácilmente, podría haber pasado por un árabe. «¡Pisandro!», gritó en seguida. Ya me había olvidado de aquel estúpido nombre durante su ausencia. Me sonrió y sus dientes brillaron como faros en contraste con aquel rostro recién oscurecido.

Le hice los cumplidos de rigor, que si había tenido un viaje agradable y todo eso, pero me indicó que me ahorrara las palabras con un gesto de su mano.

—¿Sabes en qué he estado pensando durante todo mi viaje? ¡En nuestro gran proyecto! ¡En nuestra gloriosa empresa! ¿Y sabes qué? Creo que no hemos ido suficientemente lejos. Me parece que voy a hacer de Sicilia mi capital cuando sea emperador. No tengo necesidad de vivir en el norte frío y tempestuoso cuando aquí tengo África tan cerca, un lugar que, ahora me doy cuenta, me gusta enormemente. De manera que deberemos construir una cámara del Senado aquí también, en Panormus, y grandes villas para todos los dirigentes de mi corte, y una biblioteca. ¿Sabes, Pisandro, que no hay una sola biblioteca digna de ese nombre en toda la isla? Podríamos dividir los fondos de Alejandría y traer la mitad aquí cuando haya un edificio digno de albergarlos.Y después…