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Me ahorraré el resto. Baste decir que su locura había entrado en una nueva fase de grandiosidad desbordante. Y yo era la primera \ víctima de ella, ya que me informó de que íbamos a partir aquella misma noche de viaje de un extremo a otro de Sicilia en busca de nuevos sitios para todas las milagrosas estructuras nuevas que tenía en mente. Iba a hacer con Sicilia lo que César Augusto había hecho con la ciudad de Roma: transformarla en la maravilla de la época. Ya había quedado olvidado el plan de acometer el programa constructivo del nuevo palacio de Tauromenium. Primero debíamos caminar desde Tauromenium hasta Lilybaeum en la costa opuesta y regresar pasando por Erice y Siracusa, deteniéndonos en cada lugar del camino.

Y eso fue lo que hicimos. Sicilia es una isla grande; el viaje nos llevó dos meses y medio. El cesar era un compañero de viaje bastante alegre. Después de todo es ingenioso, inteligente y simpático y que esté loco, sólo en ocasiones supuso un estorbo. Viajamos rodeados de lujos y el hecho de que yo aún tuviera mi tobillo en vías de recuperación hizo que me desplazara la mayor parte del tiempo en litera, lo cual me hizo sentir como todo un personaje mimado de la antigüedad, un faraón quizá, o Darío de Persia. Pero una consecuencia de esta impuesta y repentina interrupción en mis estudios fue que se me hizo imposible examinar el diario deTrajanoVII durante muchas semanas, lo que era exasperante. Llevarlo conmigo de viaje y estudiarlo subrepticiamente en mi habitación resultaba demasiado arriesgado; el cesar puede tener arrebatos de celos y, si se le ocurría llegar sin anunciarse y me encontraba ocupando mis energías en algo que no estuviera relacionado con su proyecto, sería perfectamente capaz de quitarme el diario de las manos y arrojarlo a las llamas. Así que dejé el libro, y se lo entregué a Espináculo pidiéndole que lo custodiara con su vida. Durante muchas noches, mientras íbamos de aquí para allá por la isla con un clima cada vez más tórrido (pues ya había llegado el verano a Sicilia, acompañado, como suele, de su inclemente sol del sur), mientras yo estaba acostado agitándome con inquietud, mi mente enfebrecida me hacía imaginar los contenidos del diario, y concebir yo mismo una serie de aventuras que sustituyeran a las auténticas que el cesar Demetrio, con su egoísmo despreocupado, me había impedido leer del diario recién hallado. Sin embargo, yo sabía incluso entonces que la realidad, cuando tuviera la oportunidad de descubrirla, rebasaría con mucho cualquier cosa que yo pudiera imaginar.

Y cuando por fin regresé a Tauromenium y le pedí el libro a Espináculo y leí cada una de sus palabras en tres asombrosos días con sus noches, sin apenas dormir un momento… hallé en él, junto con numerosos relatos hermosos, maravillosos y extraños, muchas otras cosas que, de hecho, no había imaginado, y que no era tan agradable descubrir.

Aunque estaba escrito en el rudo latín de épocas medievales, el texto no me presentó problemas. El emperador Trajano VII era un escritor admirable, cuyo estilo directo, llano y enormemente fluido me recordaba, más que el de ningún otro, al de Julio César, otro gran líder que era capaz de manejar una pluma tan bien como una espada. Según parecía, había llevado el diario como un registro privado de su circunnavegación, sin intención de que viera nunca la luz pública, y probablemente su supervivencia en los archivos había sido por completo fortuita.

Su relato se iniciaba en los astilleros de Sevilla. Allí se prepararon cinco navios para el viaje, ninguno de ellos grande, siendo el mayor de ellos de tan sólo 120 toneladas. Proporcionaba información detallada sobre sus provisiones. Armas, naturalmente: sesenta ballestas, cincuenta arcabuces (esta arma acababa de ser inventada), piezas de artillería pesada, jabalinas, lanzas, picas, escudos. Yunques, piedras de afilar, fraguas, fuelles, faroles, instrumentos con los que los albañiles y los picapedreros de su tripulación podían construir una fortaleza en las islas recién descubiertas, fármacos y medicinas, bálsamos, seis cuadrantes de madera, seis astrolabios de metal, treinta y siete brújula de agujas, seis pares de compases de medición, etcétera. Como moneda de cambio para negociar con los príncipes de los reinos recién descubiertos: un cargamento de frascos de azogue y barras de cobre, balas de algodón, terciopelo, satén y brocados, miles de pequeños cascabeles, anzuelos de pesca, cuchillos, abalorios, peines, brazaletes de latón y de cobre y cosas similares. Todo estaba inventariado con un cuidado escrupuloso, propio de un actuario. La lectura de todo esto me mostró una faceta del carácter de Trajano Draco que yo no había sospechado.

Por fin llegó el día de zarpar. Por el río Betis, desde Sevilla a la mar Océana. Pronto llegaron a las Islas de Canaria, en las que, sin embargo, no vieron ninguno de los enormes perros por los que reciben su nombre. Pero encontraron el admirable Árbol de la Lluvia, cuyo gigantesco tronco hinchado producía todo el suministro de agua que una isla necesitaba. Creo que este árbol debe de haber muerto, pues nadie lo ha vuelto a ver desde entonces.

Después vino el salto al otro lado del mar hasta el Nuevo Mundo, un viaje que se vio dificultado por los flojos vientos. Cruzaron el Ecuador y dejó de verse la Estrella Polar. El calor derretía la brea de las junturas de los navios, convirtiendo sus puentes en auténticos hornos. Pero después pudieron navegar con comodidad y, rápidamente, alcanzaron el litoral occidental del continente meridional, por donde sobresale apuntando hacia África. El imperio de Perú no ejercía su dominio en ese lugar, que estaba habitado por gentes desnudas y alegres que practicaban el canibalismo, «pero sólo», advierte el emperador, «con sus enemigos».

La intención de Trajano era navegar rebasando totalmente el extremo inferior del continente, una meta asombrosa teniendo en cuenta que nadie sabía lo lejos que estaba ese sur y con qué condiciones climáticas se encontrarían allí. En realidad, podía no acabar en un extremo, de forma que no existiera ninguna ruta hacia el oeste, sino tan sólo una masa de tierra que llegara hasta el mismo Polo Sur, impidiendo todo avance por mar. Y siempre cabía la posibilidad de encontrarse con alguna interferencia de tropas peruanas en alguna parte a lo largo de la ruta. No obstante, se dirigieron en dirección al Polo Sur, inspeccionando cada ensenada con la esperanza de que pudiera indicar la terminación del continente y una conexión con el mar que había al otro lado.

Varias de estas ensenadas resultaron ser desembocaduras de caudalosos ríos, cuyas riberas estaban habitadas por tribus salvajes y hostiles, lo que hizo peligrosa la exploración. Trajano temía también que estos ríos únicamente los condujeran hacia el interior, hasta el territorio bajo dominio del Perú, sin llevarles hasta el mar, en el lado occidental del continente. Y así siguieron y siguieron, siempre hacia el sur a lo largo de la costa. El tiempo, que había sido caluroso, empeoró rápidamente a medida que bajaban. Los cielos se oscurecieron y los vientos eran gélidos. Pero ellos ya sabían que las estaciones son inversas a las nuestras por debajo del Ecuador, y que el invierno llega allí en nuestro verano, de modo que no se sorprendieron por el cambio.

A lo largo de la costa se encontraron con unos singulares pájaros blancos y negros que podían nadar pero no volar. Eran rollizos, y resultaron ser un buen alimento. De momento, no había indicio alguno de una ruta abierta hacia el oeste. La costa, yerma ahora, parecía no tener fin. El granizo y la aguanieve les asaltaron, montañas de hielo flotaban en el mar picado, la lluvia fría se congelaba en sus barbas. Los alimentos y el agua comenzaron a escasear. La tripulación empezó a protestar. Aunque tenían a un emperador entre ellos, empezaron a hablar abiertamente de regresar. Trajano se preguntó si su vida podría verse en peligro.