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– ¿Cómo se las compuso?

– Dije a mi sirviente que me encontraba muy mal, y me las arreglé para tener aspecto de moribundo. No fue difícil, pues tengo experiencia en disfrazarme. Después me agencié un cadáver; en

Londres siempre puedes conseguir un fiambre si sabes dónde buscarlo. Lo traje dentro de un baúl en el techo de un vehículo de cuatro ruedas, y tuvieron que ayudarme a subirlo a mi habitación. Era necesario acumular pruebas para la encuesta. Me metí en la cama y ordené a mi sirviente que me preparara un somnífero, y después le dije que se largara. Quería ir a buscar a un médico, pero yo maldije un poco y le confesé que no resistía las sanguijuelas. Cuando me quedé solo empecé a arreglar el cadáver. Era de mi estatura, y deduje que había muerto por beber demasiado, de modo que puse botellas por todas partes. La mandíbula era lo menos parecido, así que se la destrocé con un revólver. Supongo que mañana habrá alguien que jure haber oído un tiro, pero en mi piso no hay vecinos, y decidí correr el riesgo. Dejé el cadáver en la cama, vestido con mi pijama, con un revólver entre las sábanas y un considerable desorden alrededor. Después me puse un traje que había estado reservando para alguna emergencia. No me atreví a afeitarme por miedo a dejar pistas, y además habría sido absurdo que intentara llegar a la calle. Había estado pensando en usted durante todo el día, y llegué a la conclusión de que era mi única posibilidad. He estado mirando por la ventana hasta que le he visto llegar, y entonces he salido a su encuentro… Eso es todo, señor, ahora ya sabe casi tanto como yo sobre este asunto.

Empezó a parpadear igual que un búho. Tembloroso a causa del nerviosismo, pero desesperadamente decidido. A estas alturas yo estaba convencido de que había sido sincero conmigo. Era una historia increíble, pero a lo largo de mi vida había oído muchos cuentos aparentemente falsos que después resultaron ciertos, y había adquirido la costumbre de juzgar al hombre en vez de la historia. Si hubiera querido introducirse en mi piso para después cortarme el cuello, habría escogido un cuento menos absurdo.

– Déme su llave -dije-, y echaré una ojeada al cadáver. Disculpe mis precauciones, pero es lógico que quiera verificar todo lo que pueda.

El meneó tristemente la cabeza.

– Suponía que querría hacerlo, pero no la tengo. Está colgada de mi cadena en la mesilla de noche. No podía llevármela y dejar una pista que levantara sospechas. Los caballeros que me persiguen son muy listos. Tendrá que confiar en mí por esta noche, y mañana no le quedará ninguna duda sobre la existencia del cadáver.

Yo reflexioné unos instantes.

– Está bien. Confiaré en usted por esta noche. Le encerraré en esta habitación y me guardaré la llave. Quiero decirle una cosa, señor Scudder. Creo que es usted sincero, pero si no lo es debo advertirle que soy un buen tirador.

– Desde luego -dijo, levantándose con cierta brusquedad-. No tengo el honor de conocer su nombre, señor, pero permítame decirle que es usted un hombre honrado. Le agradecería que me prestara una navaja de afeitar.

Le llevé a mi dormitorio y le dejé solo. Al cabo de media hora vi salir a una persona que apenas reconocí. Sólo sus penetrantes ojos azules eran los mismos. Se había afeitado la barba, llevaba el cabello peinado con raya en medio, y se había recortado las cejas. Además, se comportaba con marcialidad, y era la viva imagen, incluso por la tez morena, de un oficial británico que hubiese pasado una larga temporada en la India. También tenía un monóculo, que se colocó en el ojo, y habló con voz de la que había desaparecido todo vestigio de acento americano.

– ¡Increíble! Señor Scudder… -balbuceé.

– Nada de señor Scudder -corrigió-; capitán Theophilus Digby, del Cuarenta de los gurkas, actualmente de permiso en la patria. Le agradeceré que lo recuerde, señor.

Le preparé una cama en mi salón de fumar y después me fui a acostar, más alegre de lo que había estado durante el último mes. Al parecer sí que ocurrían cosas de vez en cuando, incluso en esa ciudad olvidada de Dios.

A la mañana siguiente me despertaron los ruidos de mi criado, Paddock, al intentar abrir la puerca del salón de fumar. Paddock era un tipo al que había hecho un favor en Sudáfrica, y le tomé a mi servicio en cuanto llegué a Inglaterra. Tenía tanta facilidad de palabra como un hipopótamo y carecía de las dotes necesarias para ser un buen criado, pero yo sabía que podía confiar con su lealtad.

– No haga estruendo, Paddock -dije-. Un amigo mío, el capitán… el capitán… -(no pude recordar el nombre)-. Está durmiendo ahí dentro. Prepare desayuno para dos y después venga a hablar conmigo.

Expliqué a Paddock la historia de que mi amigo era un personaje muy influyente, con los nervios alterados por el exceso de trabajo, que quería descanso y quietud absolutos. Nadie debía saber que estaba aquí, porque entonces le asediarían con mensajes del Ministerio de la India y del primer ministro, y su cura de reposo se vería desbaratada. He de decir que Scudder desempeñó su papel a la perfección cuando salió a desayunar. Miró fijamente a Paddock con su monóculo, igual que un oficial británico, le hizo varias preguntas sobre la Guerra de los Bóers y me mencionó a toda clase de amigos imaginarios. Paddock nunca había aprendido a llamarme «señor», pero dio ese tratamiento a Scudder como si su vida dependiera de ello.

Le dejé con el periódico, y una caja de cigarros, y fui a la City hasta que se hizo la hora de comer. Cuando volví, el ascensorista tenía una expresión solemne.

– Mal asunto el de esta mañana, señor. El del número quince se ha pegado un tiro. Acaban de llevárselo al depósito. La policía aún está arriba.

Subí al número quince, y encontré a un par de agentes y un inspector ocupados en hacer un registro. Hice unas cuantas preguntas tontas, y no tardaron en echarme. Después encontré al criado de Scudder, y le sondeé, pero vi que no sospechaba nada. Era un tipo quejumbroso con cara de sepulturero, y media corona sirvió para consolarle.

Al día siguiente asistí a la encuesta.

Un socio de cierta casa editorial declaró que el difunto le había llevado varios artículos para publicar y añadió que, al parecer, era agente de una empresa americana. El jurado decidió que había sido un suicidio, y las escasas pertenencias del muerto fueron entregadas al cónsul americano. Hice a Scudder un relato detallado de la sesión, que le interesó mucho. Dijo que le habría gustado asistir a la encuesta, pues opinaba que debía ser tan divertido como leer la propia esquela mortuoria.

Los dos primeros días que estuvo conmigo en aquella habitación trasera se mostró muy sosegado. Leía y fumaba un poco, y tomaba muchas notas en una libreta, y por la noche jugábamos una partida de ajedrez, que él ganaba invariablemente. Creo que estaba recuperando el equilibrio psíquico, pues había pasado una mala época. Sin embargo, el tercer día observé que empezaba a mostrarse inquieto. Hizo una lista de los días hasta el quince de junio, y los iba tachando con un lápiz rojo, haciendo observaciones en taquigrafía junto a ellos. A veces le encontraba sumido en profundas meditaciones, con una mirada abstraída en sus penetrantes ojos, y después de estos intervalos de reflexión parecía muy abatido.

Después observé que empezaba a ponerse nervioso otra vez. Se sobresaltaba al oír el menor ruido, y continuamente me preguntaba si Paddock era digno de confianza. Una vez o dos llegó a mostrarse agresivo, y se disculpó por ello. Yo no le culpaba, Era indulgente con él, pues me hacía cargo de su difícil situación.

No era su propia seguridad lo que le preocupaba, sino el éxito de los planes que había hecho. Aquel hombrecillo poseía una fuerza de carácter poco común, y no se daba fácilmente por vencido. Una noche se mostró muy solemne.

– Escuche, Hannay -dijo-, creo que debo revelarle algo más sobre este asunto. No me gustaría irme sin dejar a alguien que siguiera ofreciendo resistencia. -Y empezó a explicarme con detalle lo que me había esbozado a grandes rasgos.