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No le presté demasiada atención. La verdad es que estaba más interesado en sus propias aventuras que en la alta política. Consideraba que Karolides y sus problemas no eran asunto mío, y se los dejé todos a él. Así pues, mucho de lo que dijo se borró de mi memoria. Recuerdo que subrayó el hecho de que Karolides no correría peligro hasta que llegara a Londres, y que éste vendría de las esferas más altas, donde nadie sospecharía nada. Mencionó el nombre de una mujer, Julia Czechenyi, en relación con el peligro. Deduje que ella sería el señuelo para alejar a Karolides de sus guardianes. También habló de una Piedra Negra y de un hombre que ceceaba al hablar, y describió minuciosamente a alguien al que nunca se refería sin un estremecimiento, un anciano con voz de joven que parpadeaba como un halcón.

También habló mucho sobre la muerte. Estaba mortalmente ansioso de triunfar en su empeño, pero su vida no le importaba nada.

– Supongo que es como quedarte dormido cuando estás muy cansado, y despertarte una hermosa mañana de verano con el olor a heno entrando por la ventana. Solía dar gracias a Dios por tales días cuando estaba en Kentucky, y me imagino que también lo haré cuando me despierte en la otra orilla del Jordán.

Al día siguiente estaba mucho más alegre, y pasó varias horas leyendo la vida de Jackson. Yo salí a cenar con un ingeniero de minas al que debía ver por asuntos de negocios, y volví hacia las diez y media para jugar nuestra partida de ajedrez antes de acostarnos.

Recuerdo que tenía un cigarro en la boca cuando abrí la puerta del salón de fumar. Las luces no esta- han encendidas, lo que me pareció muy extraño. Me pregunté si Scudder ya se habría acostado.

Apreté el interruptor, pero allí no había nadie.

De repente vi algo al otro extremo de la habitación que me hizo soltar el cigarro y estremecerme de pies a cabeza.

Mi huésped estaba tendido boca arriba. Un enorme cuchillo le atravesaba el corazón y le mantenía clavado en el suelo.

2. El lechero emprende sus viajes

Me senté en un sillón porque la cabeza me daba vueltas. Eso duró cinco minutos, y fue seguido por un acceso de terror. La blanca cara con ojos vidriosos a poca distancia de mí era más de lo que podía resistir, y conseguí coger un mantel y taparla. Después fui tambaleándome hasta la mesa de las bebidas, encontré el coñac y engullí varios tragos. No era la primera vez que veía un cadáver; yo mismo había matado a unos cuantos hombres en la guerra de Matabele; pero ese asesinato a sangre fría era diferente. Sin embargo, logré dominarme. Consulté mi reloj, y vi que eran las diez y media.

De pronto me asaltó una idea, y registré el piso de arriba abajo. No había nadie, ni el rastro de nadie, pero bajé todas las persianas y puse la cadena de la puerta.

Cuando terminé había recobrado mis cinco sentidos, y pude volver a pensar. Tardé una hora en aclarar mis ideas, y no me apresuré, pues a menos que el asesino regresara, tenía hasta las seis de la madrugada para reflexionar.

Me encontraba en un apuro; eso era evidente. Cualquier duda que hubiese podido tener sobre la verdad de la historia de Scudder ya se había desvanecido. La prueba estaba debajo del mantel. Los hombres que sabían que él sabía lo que sabía le habían localizado, y habían tomado medidas drásticas para asegurarse de su silencio. Sí, pero había estado cuatro días en mi piso, y sus enemigos debían haber supuesto que había confiado en mí. Así pues, yo sería la siguiente víctima. Podía suceder aquella noche, o al cabo de un día o de dos, pero de todos modos estaba sentenciado.

De repente se me ocurrió otra posibilidad. ¿Qué pasaría si ahora saliera a la calle y llamara a la policía, o me fuera a acostar y dejara que Paddock encontrase el cadáver y les llamara a la mañana siguiente? ¿Qué historia les contaría sobre Scudder?

Había mentido a Paddock acerca de él, y toda la situación resultaba desesperadamente inverosímil. Si lo confesaba todo y revelaba a la policía todo lo que él me había contado, se limitarían a reírse de mí. Lo más probable era que me culparan de asesinato, y las pruebas circunstanciales eran suficientes para ahorcarme. Pocas personas me conocían en Inglaterra; no tenía ningún amigo verdadero que pudiera responder de mí. Quizá fuese esto lo que pretendían aquellos enemigos secretos. Eran muy listos, y una cárcel inglesa constituía un medio tan efectivo para quitarme de en medio hasta el quince de junio como un cuchillo en mi pecho.

Además, si revelaba toda la historia y por algún milagro me creían, estaría siguiéndoles el juego. Karolides se quedaría en su país, que era lo que ellos deseaban. De un modo u otro la visión del lívido rostro de Scudder me había convertido en un apasionado partidario de su plan. Él había desaparecido, pero después de haber depositado su confianza en mí, y yo estaba destinado a llevar a cabo su trabajo.

Quizá les parezca algo ridículo para un hombre en peligro de muerte, pero yo lo veía así. Soy un tipo normal y corriente, no más valeroso que otras personas, pero no me gusta ver a un hombre derrotado y aquel cuchillo no significaría el fin de Scudder si yo podía jugar la partida en su lugar.

Tardé una o dos horas en llegar a esta conclusión, pero entonces ya me había decidido. Tenía que desaparecer de algún modo, y no dejarme encontrar hasta finales de la segunda semana de junio. Entonces tendría que hallar la manera de ponerme en contacto con alguien del gobierno y decirle lo que Scudder me había contado. Deseé que me hubiera contado algo más, y haber escuchado con más atención lo poco que me había revelado. Sólo conocía las líneas generales de la confabulación. Corría el riesgo de que, aunque lograra sobrevivir a los demás peligros, al final no me creyeran. Tenía que arriesgarme y confiar en que sucediera algo que confirmase mi relato a ojos del gobierno.

Lo primero que debía hacer era mantenerme con vida durante las tres semanas siguientes. Estábamos a veinticuatro de mayo, por lo que debería mantenerme oculto durante veinte días antes de entrar en acción. Comprendí que dos grupos de personas harían todo lo posible para encontrarme: los enemigos de Scudder para liquidarme, y la policía que me buscaría por el asesinato de Scudder. Sería una cacería vertiginosa, y es extraño lo mucho que me confortó la perspectiva. Había estado inactivo tanto tiempo que recibía con agrado cualquier clase de actividad. Si hubiera tenido que quedarme sentado junto a aquel cadáver y confiar en el destino, habría reaccionado con abatimiento, pero mi vida dependía de mi propio ingenio y esto me hizo reaccionar con animación.

Después pensé que quizá Scudder tuviera algún papel que me revelara algo más sobre el asunto. Retiré el mantel y le registré los bolsillos, pues ya no me asustaba acercarme al cadáver. Tenía la cara maravillosamente serena para ser un hombre que había fallecido de modo tan violento. No encontré nada en el bolsillo del pecho, y sólo unas cuantas monedas y un estuche de cigarros en el chaleco. En los pantalones llevaba un pequeño cortaplumas y varios billetes, y el bolsillo lateral de su americana contenía una vieja petaca de piel de cocodrilo. No había rastro de la pequeña agenda negra en la que le había visto tomar notas. Seguramente el asesino se la había llevado.

Pero cuando hube terminado el registro y miré a mí alrededor, vi que algunos cajones del escritorio estaban abiertos. Scudder no los habría dejado en este estado, pues era el más ordenado de los mortales. Alguien debía haber buscado algo; quizá la agenda.

Di una vuelta por el piso y descubrí que todo había sido registrado a fondo: el interior de los libros, cajones, armarios, cajas, incluso los bolsillos de mis trajes y el bufete del comedor. No había rastro de la agenda. Lo más probable era que el enemigo la hubiese encontrado, pero no la había hallado en el cuerpo de Scudder.