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Cuando hube terminado de leerlos saqué la pequeña agenda negra de Scudder y la estudié. Estaba llena de garabatos, en su mayor parte números, aunque de vez en cuando había algún nombre intercalado. Por ejemplo, encontré las palabras «Hofgaard», «Luneville» y «Avocado» con cierta frecuencia, y especialmente la palabra «Pavía». Ahora sabía que Scudder nunca hacía nada sin una razón, y estaba seguro de que había una clave en todo aquello. Éste es un tema que siempre me ha interesado, y yo mismo lo había estudiado un poco cuando fui oficial del Servicio de Inteligencia en Delagoa Bay durante la Guerra de los Bóers. Tengo facilidad para cosas como el ajedrez y los acertijos, y me considero bastante dotado para descifrar claves. Ésta se parecía a la clave numérica donde series de números corresponden a las letras del alfabeto, pero cualquier hombre medianamente astuto puede encontrar la solución a ese tipo de clave tras una o dos horas de trabajo, y yo no creía que Scudder se conformara con algo tan fácil. Así pues, me concentré en las palabras, ya que se puede hacer una clave numérica bastante buena teniendo una palabra determinada que dé el orden de las letras.

Lo intenté durante horas, pero ninguna de las palabras servía. Después me quedé dormido y me desperté en Dumfries justamente a tiempo para apearme y subir al lento tren de Galloway. En el andén había un hombre cuyo aspecto no me gustó, pero ni siquiera me dirigió una mirada, y cuando me vi en el espejo de una máquina automática no me extrañó. Con mi cara morena, mi viejo traje de tweed y mi andar desgarbado era la viva imagen de uno de los granjeros que abarrotaban los vagones de tercera clase.

Viajé con media docena de ellos en una atmósfera de tabaco y pipas de arcilla. Venían del mercado semanal y su conversación estaba llena de precios. Oí relatos sobre cómo el ganado había subido por el Cairn y el Deuch, y por otra docena de ríos misteriosos. Más de la mitad de los hombres habían almorzado abundantemente y estaban saturados de whisky, pero no se fijaron en mí. Nos internamos lentamente en una zona de valles con poca vegetación, y después en un enorme páramo con algunas lagunas y altas colinas hacia el norte.

Hacia las cinco el vagón se había vaciado, y me quedé solo tal como esperaba. Me apeé en la siguiente estación, un lugar pequeño en cuyo nombre apenas reparé, enclavado en pleno corazón de un pantano. Me recordó a una de esas pequeñas estaciones olvidadas del Karroo. Un anciano jefe de estación cavaba en su jardín, y con la azada al hombro se encaramó al tren, se hizo cargo de un paquete y volvió a sus patatas. Un niño de diez años recogió mi billete, y yo salí a un camino blanco que zigzagueaba a través del páramo.

Era una maravillosa tarde primaveral, y las colinas se veían tan claramente como una amatista tallada. El aire portaba el característico olor de las marismas, pero era tan fresco como en pleno océano y causó el más extraño de los efectos sobre mi estado de ánimo. Me sentí alegre y despreocupado. Podría haber sido un joven excursionista, en vez de un hombre de treinta y siete años perseguido por la policía. Me sentí como cuando iniciaba una larga jornada a través de la estepa. Aunque les parezca increíble, eché a andar por aquel camino silbando una melodía. No tenía ningún plan de campaña; sólo seguir adelante por esta aromática y montañosa región, ya que cada kilómetro me ponía de mejor humor.

Me detuve un momento para coger un palo de avellano que había a un lado del camino, y después giré por un sendero que seguía el valle de un turbulento riachuelo. Supuse que aún llevaba mucha delantera a mis perseguidores, por lo que aquella noche podría hacer lo que se me antojara. Hacía muchas noches que no probaba bocado, y estaba hambriento cuando llegué a una granja ubicada junto a una cascada. Una mujer de tez curtida estaba junto a la puerta, y me saludó con la afable timidez de los páramos. Cuando le pedí alojamiento para la noche, me dijo que podía utilizar «la cama de la buhardilla» y no tardó en poner sobre mí una sabrosa cena de huevos con jamón, panecillos y una jarra de espesa leche.

Al oscurecer regresó de las colinas su marido, un enjuto gigante que con un paso cubría tanto terreno como tres pasos de los mortales comunes. No me hicieron preguntas, como es costumbre entre los habitantes de los páramos, pero vi que me tomaban por una especie de comerciante y me esforcé en confirmar su suposición. Hablé mucho de ganado, asunto del que mi anfitrión sabía muy poco, y recibí toda clase de explicaciones sobre los mercados locales de Galloway, las cuales almacené en mi memoria para utilizarlas en el futuro. A las diez empecé a cabecear en mi silla, y «la cama de la buhardilla» acogió a un hombre cansado que no abrió los ojos hasta que, a las cinco de la madrugada, se reanudó la actividad en la pequeña granja.

Rehusaron cualquier pago, y a las seis había desayunado y me dirigía nuevamente hacia el sur. Mi intención era regresar a la línea férrea, tomar el tren una o dos estaciones más lejos de donde me había apeado el día anterior, y volver atrás. Consideré que esto sería lo más seguro, pues la policía supondría que continuaba alejándome de Londres en dirección a algún puerto de la costa oeste. Deduje que aún les llevaba bastante delantera, pues tardarían varias horas en culparme del asesinato y algunas más en identificar al hombre que abordó el tren en Saint Paneras.

El tiempo se mantenía soleado y cálido, y yo no podía sentirme inquieto. No me había sentido tan animado desde hacía meses. Al poco rato tomé el camino principal que bordeaba la falda de una colina y que el granjero había llamado Cairnsmore of Fleet. Los chorlitos y frailecillos gorjeaban por todas partes, y las franjas de verde pasto existentes junto a los riachuelos estaban salpicadas de carneros jóvenes. Toda la languidez de los últimos meses desapareció de mis huesos, y alargué el paso como un niño de cuatro años. Al fin llegué a un terreno yermo que descendía hasta el valle de un arroyo, y desde allí vi el humo de un tren entre los brezales.

La estación resultó ser ideal para mis propósitos, l os arbustos se levantaban a su alrededor y sólo dejaban espacio para la única vía, una sala de espera, una oficina, la casita del jefe de estación y un minúsculo jardín de grosellas silvestres y claveles. No se veía ningún camino que condujera a ella y, para aumentar la desolación, las olas de un pequeño lago bañaban su playa de granito gris a un kilómetro de distancia. Esperé entre los brezales hasta ver en el horizonte la humareda de un tren que iba hacia el este. Entonces me acerqué a la minúscula oficina y tomé un billete para Dumfries.

Los únicos ocupantes del vagón eran un viejo pastor y su perro, un animal de ojos fieros que me hizo desconfiar. El hombre estaba dormido, y junto a él vi el Scotsman de aquella mañana. Lo cogí ansiosamente, pues me imaginé que habría alguna noticia de interés para mí.

Había dos columnas sobre el «asesinato de Portland Place», como lo llamaban. Paddock había dado la alarma y hecho arrestar al lechero. El pobre diablo parecía haberse ganado su corona; pero para mí el precio había resultado barato, pues había mantenido a la policía ocupada durante la mayor parte del día. En las últimas noticias encontré otra nota acerca del suceso. El lechero había sido puesto en libertad, y el verdadero criminal, cuya identidad permanecía en secreto, parecía haber huido de Londres por una de las líneas del norte. Había unas palabras sobre mí como el propietario del piso. Deduje que esto era obra de la policía, una torpe estratagema para convencerme de que no era sospechoso.