Por eso, después de un rato, y aunque siempre había tenido demasiados juguetes como para encariñarse demasiado con uno solo, acabó arrebatándole la muñeca a Socorrito para llevarla en brazos todo el día, y no estuvo tranquila hasta que logró depositarla de nuevo en su sillita, junto al baúl en el que guardaba toda su ropa, muy cerca de la cabecera de su cama, en la misma posición en la que permanecería durante las dos o tres semanas siguientes, hasta que una tarde se le ocurriera volver a jugar con ella.El caos sentimental que la desbarataba por dentro estrujaba su ánimo como si fuera una pelota de miga de pan, cualquier cosa blanda y quebradiza que pudiera desmenuzarse sin querer entre los dedos o endurecerse de pronto para volverse sólida, seca, insensible a la presión. Casi nunca sabía bien lo que quería, pero se sentía culpable de su indecisión, y seguía adelante, siempre adelante, y los sábados por la noche no dormía bien, pero los domingos sentía el calor de los brazos de su padre, y las lágrimas de su madre temblaban en sus propios párpados, pero le repugnaba el arroz con pollo que ponía siempre para comer, y se lo comía todo diciendo que estaba buenísimo, pero le gustaba que Sebastiana la reclamara para sentarla sobre sus rodillas después del postre, y le daba asco encontrarse una barra de pan tirada de cualquier manera encima de la mesa, pero se cortaba su propio pedazo con los dedos como todos los demás, y sus dos hermanos, Arcadio y Pablo, le parecían unos paletos y unos brutos sucios y maleducados, pero hacía cuanto podía por caerles simpática, y su hermana Sebastiana era fea y estaba ya tan gorda como su madre, pero se ponía muy contenta cuando la dejaba entrar en el baño para ver cómo se pintaba los párpados de azul turquesa, y sabía que iba a aburrirse cuando todos ellos se marcharan a la vez vestidos de domingo, pero apoyaba la cabeza en el brazo de su padre y se quedaba dormida en el sofá, y se cansaba de dar vueltas por la Plaza Mayor, pero se sentía bien al apretar una mano distinta en cada una de sus manos, y estaba deseando que dieran las siete, pero le daba miedo que dieran las siete, y suspiraba de alivio al echar a andar hacia el metro de Sol, pero no quería llegar al metro de Sol, y abrazaba a su madre con lágrimas propias y todas sus fuerzas cuando la despedía al pie de la escalera, pero la tranquilizaba no tener que volver averla hasta el domingo siguiente, y le pesaba cada estación que el tren iba dejando atrás, pero contaba con ganas las estaciones que le quedaban, y su padre le parecía más oscuro que nunca cuando volvía a verlo sobre la acera de la calle Velázquez, pero nunca estaba tan segura de querer a su padre como entonces, y no podía tener más ganas de volver a casa, pero no podía tener menos ganas de volver a casa, y al divisar a lo lejos los
barrotes de su portal, comprendía con una cegadora claridad que los Gómez Morales eran unos extraños para ella, pero los barrotes de su portal se empeñaban en gritarle con una claridad ensordecedora que ella era una Gómez Morales como los demás, y separarse de Arcadio la dolía, pero separarse de Arcadio la curaba, y los leones de mármol que flanqueaban la escalera la miraban como viejos amigos, pero ella no lograba reconocer a los leones de mármol, y seguía adelante, pero seguía adelante, de la mano de su padre a la de la doncella que la estaba esperando, sin mirar hacia atrás, siempre adelante, porque ella nunca habría sabido a qué casa volver.
—Los niños siempre son del último que llega –solía decir su madrina al recuperarla, cuando acertaba a leer en su rostro las huellas de su tristeza y su desconcierto, el hueco que abría esa grieta que la estaba partiendo por la mitad. Y durante un tiempo, ella llegó a pensar que tenía razón, porque durante el resto de la semana apenas se acordaba de Arcadio, de Sebastiana, de sus hermanos. Doña Sara la acompañaba hasta el baño y la desnudaba en silencio junto a la bañera, como si supiera que la cálida compañía del agua y de la espuma templaría su corazón hasta equilibrarlo con la temperatura de su piel, y así ocurría. Cuando su madrina regresaba para ponerle el camisón, y peinarla y perfumarla con más colonia de la cuenta, comoa ella le gustaba, ya podían hablar y bromear sobre cualquier cosa, en la reconfortante intimidad que habían compartido siempre. Luego, sobre la mesa de la cocina, siempre encontraba un plato con croquetas recién fritas, o un gran trozo de tortilla de patatas, o una sopa de cocido con fideos y picadillo, sus manjares favoritos. Los domingos nunca tenía que cenar judías verdes con tomate, ni menestra, ni sopas de ajo, esos sabores que detestaba, porque su madrina sabía bien que los niños siempre son del último que llega.
Pero ni siquiera la cena de los domingos lograba borrar del todo la intensidad de un solo instante de estupor, el que la paralizaba en el umbral de la única casa que podía considerar suya, cuando la puerta se abría para revelar la figura de doña Sara, tan flaca, tan arreglada, con sus dos collares gemelos de perlas sobre el cuello redondo de un jersey de angora de un color muy pálido y su moño de peluquería, el pelo cardado sobre la frente como una nube de algodón de azúcar, igual que siempre, pero tan extraña de pronto. El estupor duraba sólo un instante, pero alcanzaba a la figura de esa desconocida y a la lejana silueta de su marido, al que podía distinguir al fondo a través de la puerta del salón, impecablemente vestido con traje y corbata en su silla de ruedas, con ese eterno rictus de desprecio que amargaba su boca y esa copa de coñac también eterna calentándose en su mano. Entonces, durante un solo instante, Sara se preguntaba quiénes eran, y sentía una imposible y amarga nostalgia de otra familia, otra casa, otra vida que no había vivido nunca.
Eso sí lo recordaría siempre, en las mañanas de colegio y en las tardes de fiesta, cuando se ponía triste y cuando estaba contenta, a solas en su habitación o rodeada de docenas de invitados. Por más que lo intentara, nunca lograría borrar del todo ese fugaz espejismo demelancolía, y sin embargo, cuando su madrina,
que se comportaba como si el domingo fuera un día igual a todos los demás, la acostaba en su cama, y le contaba un cuento donde nunca aparecía ninguna madrastra, y apagaba la lámpara de su mesilla para darle un beso de buenas noches, los detalles del día que acababa de vivir invadían el horizonte de sus ojos cerrados y, en el prólogo del sueño, Sara se daba cuenta de que no podía recordar nada más que imágenes sueltas en blanco y negro, como siluetas recortadas de viejas fotografías sin contraste y sin relieve, figuras y objetos del color de las cosas que sólo existen a medias.
Sara Gómez nunca se habría atrevido a afirmar en voz alta que le gustaran mucho los niños, pero siempre estaba furibundamente de su parte. No había tenido hijos, ni había llegado a convivir mucho tiempo con ninguno de sus sobrinos, y por eso carecía hasta de la más elemental experiencia de su peso, de su tacto, de su olor, pero si tenía la oportunidad de observar a un bebé desconocido mientras tomaba el sol en un parque, le gustaba mirarlo, comprobar cómo se quedaba atrapado en el misterio de sus propias manos o en el risueño baile de las hojas de un árbol mecido por el viento. Con los bebés conocidos tomaba más precauciones, porque le aterraba la posibilidad de que una madre desenvuelta intentara complacerla depositando un momento entre sus brazos el bulto asombrosamente caliente y liviano de su hijo, cualquier criatura de cabeza blanda y piel resbaladiza que arañara el aire con diez frágiles uñas de papel encerado, sin dejar de mover sus encogidas, gelatinosas piernas de embrión anfibio. Se acercaba más a los niños de edad intermedia, esos que ya no la desconcertarían pidiéndole que los pusiera a hacer pis, pero todavía afrontaban elmundo con los ojos dilatados por esa perplejidad universal que los padres más optimistas confunden con la inocencia. Los preadolescentes, víctimas y verdugos a un tiempo de los bruscos cambios de ánimo que pueden precipitar un ataque de risa en el más violento estallido de cólera y rematar el último chillido con un acceso de llanto en menos de un minuto, le daban tanto miedo como los bebés, pero casi siempre encontraba argumentos para comprender las aristas de su desconsuelo. Luego, cuando cumplían dieciocho años, dejaban de interesarla para siempre, como la mayoría de los adultos.