Aunque casi nunca pudiera hacer nada por ellos y apenas cosechara una pálida sonrisa a cambio de su esfuerzo, Sara defendía a los niños, los justificaba, los apoyaba, los alentaba en silencio mientras los veía desfilar por el borde de su vida, tan raros todos, tan parecidos algunos a aquella niña rarísima que ella no tuvo más remedio que ser. Los estudiaba a distancia, con la mirada alerta y una rígida precaución en los labios, sin intervenir nunca en sus movimientos pero intentando siempre anticipar sus reacciones, adivinar qué clase de preguntas no se querían hacer, qué clase de respuestas esquivaban, y al hacerlo, se perseguía a sí misma en sus abrazos y en sus riñas, en su júbilo y en su aburrimiento, en su identidad auténtica y en todos esos personajes que fingían encarnar de pronto. Trataba de atrapar a la niña que fue en los niños que encontraba, para entender
por fin qué sucedió, qué estaba pasando durante todos aquellos años en los que parecía que no pasaba nada, qué sentía ella exactamente cuando evitaba con tanto cuidado registrar sus propios sentimientos, qué se torció, qué se rompió, qué se secó en su vida para siempre, porque estaba convencida de que ahí, en ese oscuro acertijo que latía como un reloj desquiciado en el patio de atrás desu memoria, dormía una respuesta que nunca lograría descifrar del todo, una fórmula simple para odiar de una vez, para poder amar sus propios recuerdos. Estaba acostumbrada a que otros adultos interpretaran su interés por los niños como el único fruto consistente de un instinto malogrado, y enseguida se dio cuenta de que su nueva asistenta no iba a ser una excepción. Tampoco le sorprendió que la alegría de Maribel, tan contenta al principio ante la naturalidad con la que su hijo encontraba un lugar propio en casa de una desconocida, desembocara en una agridulce cadena de reproches sinceros sólo a medias, y nunca llegó a tomarse en serio su inquietud, cuando vaticinaba entre dientes que tantos mimos acabarían estropeando al niño para siempre. Sara sentía que su experiencia los protegía a los tres por igual, a ella de cualquier exceso, a Andrés de cualquier carencia, a Maribel de sus propios celos, y sabía que mimar a un niño no significa lo mismo que prestarle atención, ofrecerse a sostener con él una larga y fragmentaria conversación sobre todas las cosas que nunca llega a interrumpirse del todo.
Ése era el vínculo que unía a Sara con Andrés, sin regalos caros, sin besos huecos, sin aparatosas demostraciones de cariño obligado ni contraprestaciones sentimentales de otro tipo. Cuando Maribel acababa de arreglar la cocina, los dos salían al jardín y hablaban. Ella le preguntaba por los vientos, cuántos eran, qué significaban, qué efectos producían sobre la pesca, sobre las plantas, sobre el ánimo de toda esa gente que parecía planificar su vida entera en función del levante, del poniente, del viento sur, del calor o el frío, la humedad o el aire seco que aconsejaba lavar o no la ropa, salir o no a la calle, abrir las ventanas o cerrarlas a conciencia para evitar la arena de la playa, que se cuela en la comida, que estropeael motor de los electrodomésticos, que se infiltra en la llaga de las baldosas y, por mucho que se barra, nunca puede eliminarse del todo. Él sonreía, como si no pudiera concebir la confusión que un mecanismo tan simple había llegado a sembrar en el entendimiento de una señora tan lista y tan mayor, y contestaba con paciencia y rotundidad, paladeando una rara sensación de importancia.
—Tú ponte en la playa… –y abría las dos manos con las palmas extendidas, como si estuviera sujetando a Sara por la cintura al borde del mar–. ¿Estamos? Si sopla por la izquierda, es levante, si sopla por la derecha, es poniente, si viene de cara, es sur.
—¿Y mientras no estoy en la playa? —Pues es igual de fácil.
Cuando sopla levante hace calor, mucho calor en verano, y es muy seco, se nota en la boca, en la garganta… Atonta a las moscas, pero trae muchos insectos raros, orugas, abejorros, y sobre todo diablillos, que son como unos mosquitos
grandes, con dos alas finas y alargadas a cada lado, muy asquerosos pero que no
pican. Cuando vea un diablillo, te lo voy a enseñar, y así, en cuanto que veas uno,
ya sabrás que está entrando levante. El poniente es fresco, pero puede llegar a
ser muy pegajoso.
Entonces se nota en la ropa, porque se suda más.
—Es húmedo –se atrevía ella a concluir por él, preguntándose en qué punto se
perdería esta vez.
—Si viene con sur sí. Si no, depende. Pero siempre te echa de la playa por las
tardes, porque de repente hace mucho frío. Claro que el sur es peor, todavía más
frío, y se nota en las sábanas, por la noche, que de repente están heladas.
—Ya… –Sara vacilaba ante la primera dificultad–. ¿Y cómo se distingue el sur del
poniente?
—Pues… –Andrés se detenía, como si, de puro tonta, no hubiera llegado a
entender bien la pregun–ta–, porque sí, porque se distingue. Porque no sopla del
mismo lado. Porque el poniente suele ser más seco, pero no tanto como el
levante.
—Que es el peor.
—En verano sí. Sobre todo cuando está en calma, o sea, cuando se nota que va a
empezar a soplar, pero todavía no sopla, y a veces puede marcharse sin llegar a
soplar nunca, como la semana pasada, ¿te acuerdas? –Sara negaba con la
cabeza, pero aquel gesto nunca llegaba a desalentarle–. Bueno, da igual. Lo que
pasa es que entonces es horrible, porque hace un bochornazo… Entonces sí que
se suda, pero a chorros, porque además casi siempre trae humedad. ¡Buah! No se
puede salir a la calle, ni jugar al fútbol, ni nada. Abres la puerta de casa y te
quedas lo mismo que si te acabaran de pegar una paliza, con ganas de tirarte en
el suelo, a la sombra, y de no hacer nada más… Pero en invierno el levante es
muy bueno, porque se lo lleva todo, y seca la ropa que está tendida, y da gusto
vestirse por la mañana para ir al colegio, sin tener que darle antes al borde de los
jerseys con el secador del pelo…
—¿Y cuando está en calma?
—¿En invierno? –entonces, durante un instante, era el niño quien se quedaba
perplejo–. No, en invierno no se nota. Nunca está en calma. Es como el poniente,
por ejemplo, que puede soplar o no soplar, pero nunca avisa de que va a
empezar, ni en invierno ni en verano. Con el sur pasa lo mismo.
Claro que, en invierno, el sur es peor que el poniente, porque trae muchísimo más
frío, aunque en primavera, el poniente…
En ese punto, Sara movía la mano en el aire, como si sostuviera entre los dedos
la bandera blanca de la rendición.
—Déjalo, Andrés, da igual…
Por mucho que me lo expliques, no lo entiendo.
—¿El qué…? –y se echaba a reír, sintiéndose más importanteque nunca–. ¡Pero si
es facilísimo!
Otros días era el niño quien empezaba. Al cruzar el salón en dirección al jardín,
señalaba con el dedo cualquiera de los grandes libros ilustrados que ocupaban la
balda más baja de las estanterías, y Sara lo llevaba consigo para enseñárselo y
encontrarle al fin alguna utilidad a todos esos pesados tomos que había
empezado a coleccionar a su pesar hacía unos años, en cada cumpleaños, en
cada Navidad, «El Museo del Prado», «Fauna Ibérica», «El Ermitage de
Leningrado», «Los Parques Naturales de Europa», «Las obras maestras de Miguel
Ángel», «Australia», «Picasso», cuando su madrina se cansó de regalar siempre un
perfume, o un pañuelo, a una solterona de su edad. Ella misma se sentía útil al
identificar en voz alta cada cuadro, cada estatua, cada uno de los monumentos o
lugares congelados en las fotografías, aunque a veces se sintiera desarmada ante