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convierte todos los ruidos en gritos, todas las sombras en amenazas, y a todos los

desconocidos en asesinos. La realidad por fin amable, domesticada y fácil, que su

vida había reconquistado con tanto esfuerzo, cedió de golpe a las arenas

movedizas que crepitan bajo la apariencia de una normalidad dudosa,

repentinamente endeble, huésped de la niebla blanca y hostil que crece dentro

del cuerpo y nubla todos los cielos. Antes de que todo aquello ocurriera, Tamara

ya le tenía mucho cariño a Maribel.

Siempre le había caído bien, porque era una madre que hacía cosas de madre, y decía y advertía y se asustaba y se comportaba y sonreía y besaba como una madre, y estaba ahí, con la comida puesta y la nevera llena y las tiritas a mano y un truco en la memoria para solucionar casi cualquier cosa como no sabía hacerlo Sara, como no sabía hacerlo Juan, y porque cuando estaban juntos, que era casi siempre, no discriminaba entre Andrés y ella. Por eso, Tamara era la única que no se había asombrado ni le había dado importancia al hecho de que su tío saliera con su asistenta de vez en cuando. A cambio, nunca había entendido que Andrés se quejara de que Maribel no fuera una madre igual que las demás, que le reprochara precisamente lo contrario de lo que significaba para ella. Todavía entendería mucho peor que él no terminara de alegrarse de que todo se hubiera quedado en un susto, que no cumpliera los plazos del miedo, del alivio, de la tranquilidad, del olvido, que todos fueron venciendo aquel otoño. Era cierto que su padre había huido, que la policía le buscaba, que lo encontró, que estaba en la cárcel, esperando juicio, condena.

Pero también era cierto que Andrés nunca había vivido con él, que sin dejar de quererle, no le quería, que cambiaba de camino para no encontrárselo, que pedaleaba como un loco para transformar su furia en cansancio cuando se lo encontraba sin haberlo buscado antes. Tamara pensaba mucho en todo esto y no lo entendía, por más que lo intentaba no lo podía entender. Se veían poco, y de otra manera. Durante la segunda quincena de septiembre, mientras Maribel se recuperaba en casa, él no quiso ir a clase. Voy a quedarme aquí, para ayudar a mi madre, le dijo, y a ella le pareció un poco raro, pero todos los adultos que la rodeaban, Juan, Sara, los profesores del colegio, la tutora del curso, dijeron que hacía bien, que era normal, que él también estaba convaleciente, que debía curarse, darse tiempo para volver a ser el de antes. Pero ninguno de ellos sabía que Andrés no quería a su padre, ninguno sabía que a la vez lo quería, que no podía dejar de quererle. Y cuando volvió, no era el de antes ni el de después, sino un Andrés distinto, que no decía ni hacía cosas que no dijeran o hicieran los otros niños, pero que siempre parecía estar aparte, solo por dentro, como si cualquier cosa le diera lo mismo que cualquier otra, y se levantara, y comiera, y caminara, y descansara, y todos sus actos fueran recuerdos de una lección antigua y bien aprendida, instrucciones que recitaba sin entenderlas, apenas para complacer a los demás, nunca por sí mismo. Era la niebla, blanca y sucia, húmeda y viscosa, repugnante y suya. Tamara lo sabía, la reconocía y la detestaba, pero, igual que había ocurrido mientras habitaba en ella, no encontraba la forma de disiparla, de desalojarla, de obligarla a abandonar la cabeza de su amigo. Y sin embargo, era importante. Era importante porque sólo al presentir la niebla de Andrés, Tamara la había buscado en sí misma, y se había dado cuenta de que ya no estaba ahí, presionando entre sus sienes, secándole el paladar, amagando en el umbral de su garganta.

Ella la había vencido, había logrado desprenderse de ella, abandonarla sin ser consciente de haberlo hecho. Era muy despistada. Solía olvidarse las zapatillas en

la playa, los libros en el pupitre, las bolsas de pipas sobre el mostrador donde las

dejaba un momento mientras sacaba el monedero y reunía el dinero preciso para

pagarlas e irse de la tienda sin ellas. Ahora, sin embargo, no tuvo que volver

sobre sus pasos para forzarse a recordar dónde había perdido el equipaje de los

días adversos. Era igual de blanca, igual de sucia, mientras la desafiaba desde los

ojos de Andrés para convertir su victoria en otra derrota, como si el amor nunca

lograra neutralizar la vergüenza y esa niebla que nace de su unión sólo pudiera

morir para resucitar a la vez en la persona que tenía más cerca.

La primera semana de octubre, Andrés fue a clase todos los días.

Ocupaba su sitio al lado de Tamara, e imitaba sus movimientos, todos sus gestos,

pero abría el libro y no leía, cogía el bolígrafo y no escribía, atendía al profesor y

no se enteraba. La segunda semana faltó dos veces. La tercera, sólo apareció el

lunes. Entonces, Tamara se lo contó a Sara y ella le aconsejó que no se

preocupara.

—Está alterado, es normal…

Seguramente le apetece estar solo, esperar a que sus compañeros olviden lo que

ha pasado, asegurarse de que no le van a molestar, de que no le van a decir

nada.

—Pero si nadie le molesta.

—De todas formas –Sara la miró, le sonrió, estaba tan tranquila–. Además, él es

muy buen estudiante, ¿no? Puede recuperar estos días más tarde.

—Pero le dice a Maribel que va a clase y no aparece.

—Déjalo, Tam. En serio. Él sabrá por qué está haciendo lo que hace…

Ella ya había pensado otras veces que los adultos son tontos, pero nunca estuvo

tan segura como entonces. Por eso, cuando Andrés no apareció el lunes siguiente,

esperó a la tercera hora para ir a ver a su tutora y contarle que se encontraba

muy mal, que creía que iba a vomitar, que le dolía mucho la cabeza. Estaba

segura de que iba a mandarla a casa porque ella no faltaba nunca, y eso fue lo

que ocurrió. Entonces cogió la bicicleta y se fue a buscar a Andrés, pero no le

encontró en la pista de asfalto a la que la había llevado aquella tarde, ni en la

carretera vieja que era tan buena para echar carreras porque ya no circulaba por

ella ningún coche, ni en los pinares que se extendían entre la playa y su casa, ni

en el puerto, en ninguno de los lugares a los que solían ir juntos. Empezó a dar

vueltas por el pueblo sin saber adónde ir, llegó hasta aquel barrio de bloques

rojos donde había conocido al Panrico, regresó al centro, se recorrió el paseo

marítimo de punta a punta, y al final, cuando ya pedaleaba sólo por hacer tiempo,

para no volver a casa antes de que se marchara Maribel, le vio sentado en un

banco, en una plaza nueva y escondida entre naves industriales, en la zona del

polígono. Tenía la mochila al lado y ninguna otra persona cerca.

—¿Qué haces aquí? –le preguntó él cuando ya estaba sentada a su lado–.

Tendrías que estar en clase.

—Tú también.

—¿Has venido a buscarme? –ella asintió con la cabeza y él se levantó–. Eres

imbécil.

Se colgó la mochila de los hombros y echó a andar. Tamara le vio cruzar la plaza

y se preguntó dónde habría dejado la bicicleta. El polígono estaba demasiado

lejos de su casa como para que hubiera llegado hasta allí andando, sobre todo

ahora, que tenía una bici nueva y estupenda, aquella «mountain bike» ultraligera

de aluminio plateado con la que había aparecido una tarde de julio y que

representaba exactamente lo que él más deseaba en el mundo. ¿Qué te parece?,

le había preguntado mientras ella la tocaba, la admiraba, se montaba encima y

daba una vuelta de prueba.

¡Jolín!, había admitido al volver a su lado, es superchula. ¿Te la ha regalado tu

madre? No, mi abuela, le había dicho él, me la debía desde mi cumpleaños, como

cae en enero y ella siempre dice que es muy mala época para gastar dinero…

Desde entonces, Andrés había cogido la bici hasta para recorrer cien metros. La

limpiaba, la engrasaba, la mimaba y se gastaba la mayor parte de su paga en