¿Algún detalle particular?
—Sí. Le gusta mucho la salsa de tomate. Nosotros se la ponemos en todo, en la
carne, en el pescado frito… Es como una garantía de que comerá bien. Luego,
además, también le gusta mucho masturbarse.
Eso era lo que más enfurecía a mi hermano Damián. La verdad es que aprovecha
cualquier oportunidad, y no le importa que haya gente mirando. Yo he conseguido
convencerle de que se meta en el cuarto de baño cuando mi sobrina está en casa,
pero no he pasado de ahí… –sonrió, y la doctora le devolvió la sonrisa.
—¿Llega al orgasmo?
—No necesariamente. A veces sí, pero otras veces se interrumpe a medio camino
y lo deja de pronto.
Es más bien como un pasatiempo.
—Ya, otro onanista recreativo… No se preocupe, aquí no va a escandalizar a
nadie. Tenemos casos como para montar dos equipos de fútbol y ponerlos a jugar
entre ellos. Es bastante corriente.
¿Algo más?
—Sí, yo… –se detuvo un instante, para escoger las palabras justas–. A lo mejor
encuentran que está demasiado consentido. No lo puedo explicar demasiado bien
pero, después de todo lo que ha pasado, me cuesta ser duro con él y con la niña.
Todos hemos sufrido demasia–do en los últimos tiempos, así que, a lo mejor,
estoy mimándoles demasiado, a los dos por igual, no sé… La verdad es que yo
quiero mucho a mi hermano.
—Me gusta oír eso –la doctora Gutiérrez se levantó, para dar por concluida la
entrevista–. Nosotros intentaremos quererle también.
Bueno, me parece que no hay nada más que… ¡Ah, sí! Siempre se me olvida.
Ahora soy yo la que tiene que comentarle una cosa, pero se lo puedo contar por
el camino, así le acompaño hasta la puerta…
Salieron juntos del despacho y enfilaron el pasillo de las aspidistras.
—Lo que se me olvidaba decirle tiene que ver con el viento –anunció la doctora
Gutiérrez–. Tendríamos que habérselo advertido en julio, cuando vino a matricular a su hermano, pero en aquellas fechas yo estaba de vacaciones y la secretaria me ha confesado esta mañana que se le olvidó decírselo. La verdad es que ella nació aquí, y me da la impresión de que en el fondo no se toma esto muy en serio, debe pensar que soy una exagerada, pero yo creo que le conviene hacerme caso… Procure prestarle atención al levante. En el mes de septiembre todavía es peligroso. Luego, en otoño y en invierno, el problema disminuye, porque es un viento muy extraño, que cambia de carácter con la temperatura. No me pregunte por qué, porque yo soy de Salamanca y aunque vivo aquí desde hace más de diez años y estoy casada con un nativo, todavía no me he enterado muy bien, pero el levante, que es muy agradable cuando hace frío, porque es cálido y seco, puede llegar a alterar mucho a la gente en primavera, y aún más en verano, cuando coincide con el calor. Los disminuidos psíquicos lo acusan mucho más intensamente que nosotros, porque su capacidad de autocontrol es menor. Así que, cuando sople el levante, ármese de paciencia. Es muy probable que encuentre a su hermano más irritable, másimpaciente, más melancólico, y quizás incluso más violento que de costumbre. Entonces, recuerde que eso es culpa del viento que está soplando, y que se marchará con él. Parece una tontería, pero es así.
Por ejemplo, ¿cómo se ha levantado Alfonso esta mañana? —Fatal –admitió Juan–. Ha dicho que no quería venir, ha protestado, ha llorado, me ha insultado, y hasta se ha tirado un vaso de leche por encima. —Porque está soplando levante –la doctora asintió con la cabeza para dar más énfasis a su respuesta–. Desde anoche.
—Pero… no sé. Lo que me cuenta me parece increíble. No creo que de verdad… Juan, que no había intentado disimular su perplejidad, renunció a terminar la frase al mirar a los ojos a su interlocutora–. ¿O sí?
—Para que se haga una idea, en los juzgados de esta provincia se admite el levante como factor atenuante en procesos por lesiones, malos tratos e, incluso, homicidio.
Y el porcentaje de enfermos mentales del litoral de Cádiz, especialmente en la zona del Estrecho, donde los vientos pegan todavía más fuerte que aquí, rompe por arriba todas las estadísticas nacionales con la única excepción de la Costa Brava, donde sopla la tramontana, que es más o menos lo mismo aunque no se llame igual. Por eso es preciso que se ponga en guardia contra el levante. Aunque usted no lo note, Alfonso sí lo notará, recuérdelo…
Aquella advertencia salió con él a una mañana calurosa y soleada, y lo acompañó entre los apacibles campos sembrados que flanqueaban la carretera hasta la puerta del hospital, como un inquietante indicio de que hasta el más sereno de los paisajes puede esconder un infierno larvado. Después, mientras se incorporaba a un nuevo equipo, un nuevo edificio, un nuevo sistema de trabajo, el ánimo de Juan Olmedo mejoró sin embargo al mismo ritmoque impulsaba a la intuición de que llegaría a estar muy a gusto en Jerez. Miguel Barroso, que a partir de aquel momento iba a ser su jefe además de su amigo, se había ocupado de todo. Le
presentó a todo el mundo, le enseñó hasta el último rincón de las instalaciones, y le facilitó todos los documentos precisos para completar su traslado ya rellenos, para que sólo tuviera que firmarlos. Además, te he recogido el correo, le dijo al final, entregándole un sobre con el membrete de la clínica Puerta de Hierro y matasellos del 22 del agosto. Dentro había otro sobre más pequeño, alargado, de color crema, con su nombre y su antigua dirección escritas a mano con tinta púrpura, una letra picuda y elegante que Juan relacionó, sin necesidad de leer la carta que contenía, con la figura desconcertada y frágil de la señora Ruiz. El 24 de abril de 1999, sábado, el doctor Olmedo entró de guardia en el servicio de Traumatología de la clínica Puerta de Hierro de Madrid a las ocho de la tarde. Todavía no eran las nueve cuando ingresó la primera víctima de un accidente de tráfico, un chaval de diecinueve años que había decidido saltarse un semáforo en rojo para cruzar la plaza de España mientras un todoterreno bajaba por la Gran Vía a unos ochenta kilómetros por hora. El choque había sido lateral, pero bastó para que el motorista se rompiera un brazo, dos costillas y la clavícula. El de las once y media, en cambio, no llevaba casco y nadie pudo hacer nada por él, pero Juan Olmedo ni siquiera lo vio, porqueestaba ocupándose de una anciana recién operada de la cadera que se había caído en el cuarto de baño de su casa. A las dos de la mañana, un turismo se salió de la carretera en una de las cuestas de la Dehesa de la Villa y acabó empotrándose contra un árbol. El conductor, que estaba borracho, se había hecho un lío con los pies y había pisado el acelerador en vez del freno. Tanto él como su novia llegaron a Urgencias como si se hubieran bañado en su propia sangre, pero ninguno de los dos tenía lesiones mortales.
Al doctor Olmedo le tocó ocuparse de ella. A las cuatro y media de la mañana, cuando un camillero se la llevó a su habitación, preguntó si había alguien más esperando, se sentó en la sala y se fumó un cigarrillo, mirando con desconfianza la cama que tenía preparada. Odiaba tanto las guardias de los fines de semana que a veces pensaba hasta en cambiar de especialidad, abandonar aquella desoladora disciplina de cuerpos destrozados para instalarse en terrenos más gratificantes, pero llevaba demasiados años trabajando en un hospital como para fiarse de la apacible apariencia del trabajo de los otros. Además, no solía tener mucho tiempo libre para pensar en las guardias de los sábados, y aquella noche no fue una excepción. A las cinco menos veinte, le avisaron de que acababa de llegar una chica joven que había sido atropellada por un coche en la puerta de una discoteca. Aquello sonaba fatal, pero las heridas resultaron muy superficiales. A las seis, sin pensárselo más, se tumbó en la cama y se quedó dormido en el mismo instante en que apoyó la cabeza en la almohada. Quince minutos más tarde le despertó una enfermera.