despreocupado rango de una costumbre, una necesidad a la que, de puro asumida, no se le presta atención. Por eso los niños se ahogan en las piscinas mientras sus familias toman el sol, por eso se pierden en los centros comerciales sin que sus madres hayan sido conscientes de haberlos soltado de la mano ni un momento, por eso se hacen adictos al alcohol o a la heroína mientras sus padres presumen de sus notas con sus compañeros de trabajo. Además, el teléfono estaba más cerca.
Juan Olmedo marcó el 091 y cortó la comunicación antes de que la policía descolgara al otro lado.
Sus manos, sus brazos, sus piernas empezaron a temblar solas, con más violencia que antes, mientras su cuerpo rompía a sudar y desde algún remoto lugar de su cabeza empezaba a abrirse paso una conciencia absoluta de su situación. Él no había empujado a su hermano. Damián se había caído solo por la escalera, y su cráneo había hecho clac al rebotar contra el penúltimo escalón. Él no había empujado a su hermano, pero nadie más lo sabía, y estaban los dos solos, tan tarde, tan borrachos. Lo pensó otra vez, más despacio, como si otro hubiera vivido aquella escena por él y ahora quisiera contársela, informarle, convencerle. Si no hubiera intervenido, si no se hubiera acercado a su cuerpo, si no lo hubiera tocado siquiera, Damián habría muerto igual y él, de todas formas, estaría pidiendo una ambulancia para que un médico distinto certificara la muerte, para que alguien se hiciera cargo del cadáver, para quedarse absolutamente tranquilo respecto a la imposibilidad de corregir las consecuencias del accidente. Accidente. Respiró hondo un par de veces, volvió a descolgar el teléfono y, en lugar del número de Urgencias de la Seguridad Social, marcó directamente el del hospital donde trabajaba. Prefería moverse en un terreno conocido, sentirse arropado, comprendido, consolado por sus compañeros. Ése fue el primer indicio de que iba a ser capaz de reaccionar, y lo celebró en silencio durante un instante. Sentía una sed atroz, un ansia insuperable de beber, de recuperar el control de sus manos, de sus piernas, de concentrar todas las fibras de su cerebro en una sola, sobria y sensata. Sabía que una copa más mitigaría durante algún tiempo los efectos de todas las que había tomado antes, y la vació deprisa, de pie, sin perder el tiempo buscando un vaso limpio o sacando hielo de la nevera. Sólo después fue a buscar a Alfonso.
No podía recordar ni un solo momento de su vida en el que la preocupación por su hermano menor hubiera cedido por completo a reclamaciones más urgentes. Más tarde, ni siquiera podría recordar que se hubiera despreocupado de Alfonso en aquel preciso instante. Pero los niños se ahogan en las piscinas mientras sus familias toman el sol a su lado, y mientras esquivaba con cuidado el cadáver de Damián, sin poder evitar que sus zapatos se mancharan de sangre para estampar la escalera con dos hileras de huellas alternas, oscuras, Juan Olmedo se dio cuenta de que también tendría que explicar lo del serrín. Alfonso lo había pasado muy mal después de la muerte de Charo. Había dejado de comer, había dejado de dormir, se había quedado calvo y sin fuerzas, pero eso ahora no significaba nada. Nadie podía saber cómo iba a
reaccionar. Juan llevaba toda la vida mirándole, estudiándole, intentando adivinar lo que pensaba, lo que sentía, lo que deseaba o temía, y nunca había logrado establecer una pauta sistemática de su comportamiento. Los especialistas que le trataban le habían advertido que nunca lo lograría. Las reacciones de Alfonso sólo eran previsibles en procesos rudimentarios, básicos, de estímulo y recompensa, pero cuando se hallaba en una situación que desbordaba los márgenes de ese esquema, cuando se enfrentaba a un acontecimiento nuevo y desconocido para él, del que ignoraba si le depararía un premio o un castigo, se dejaba llevar por los impulsos más aleatorios, y pocas veces eran lógicos. El hospital estaba muy cerca, la ambulancia no podía tardar mucho. Cuando Juan entró en la habitación de su hermano, iba componiendo su versión, la que recitaría en cualquier momento ante el equipo de la ambulancia, la que le convenía memorizar para repetirla después, siempre igual, con los mismos detalles, las mismas palabras, pero a pesar de la frialdad de su cabeza, esa eficacia instintiva y mecánica que no lograría reconocer después como propia, no pudo evitar un instante de compasión profunda, la irrupción del arrepentimiento, al encontrar a Alfonso muy quieto, tumbado boca abajo en la cama, sin atreverse a volver la cabeza para averiguar quién llegaba, pero pegando el cuerpo a la pared al ritmo de sus pasos, encogiéndose poco a poco como si quisiera prepararse para recibir algún golpe.
No pretendía sólo tranquilizarle, consolarle. Antes, mientras vaciaba un vaso usado de un trago y se reprochaba el error inmenso de haber cedido al impulso de machacar el cráneo de Damián contra el escalón cuando ya estaba seguro de que el azar se había encargado del trabajo sucio, había comprendido que el único riesgo real al que se enfrentaba era el asesinato deliberado y simultáneo del oso Perico. Por eso había ido a buscar a Alfonso. Quería hacerle dudar de lo que había visto, enredarle, confundirle, encontrar la forma de convencerle de que él se había limitado a examinar la herida, de que por eso había tomado la cabeza de Damián y la había sostenido entre sus manos antes de posarla sobre el escalón con delicadeza. No era muy complicado. Su hermano era dócil, obediente, se dejaba confundir sin dificultad por las personas a las que respetaba. Aquella noche, sin embargo, cuando por fin se volvió hacia él, cuando le miró y le tendió los brazos, fue Juan quien se echó a llorar, y Alfonso quien le acarició la espalda, quien le besó en la cara, quien le limpió las lágrimas mientras alcanzaba apenas a balbucir que había sido horrible, que Damián se había caído por la escalera, que creía que estaba muerto. Entonces sonó el timbre de la puerta y el primogénito de los Olmedo fue a abrir con el inconfundible aspecto de las víctimas, tan lloroso, tan exhausto, tan inseguro en todas sus palabras, en todas sus acciones, que el médico al que halló tras la puerta, y que le conocía, dudó un instante entre ocuparse de él e ir a auxiliar al herido.
En la conciencia de Juan Olmedo, aquel momento, la aparición de un grupo de extraños, el estrépito del instrumental al desparramarse ordenadamente sobre el suelo, los desalentados cuchicheos que cesaron muy pronto para dar paso a las miradas abrumadas y a las palabras de pésame, se quedó grabado como un hito,
una raya en el tiempo, el final del día. Así lo recordaría siempre. Y recordaría después el día siguiente, un principio que se dilató hasta las primeras horas de la tarde, una resaca espantosa, la tortura de su cabeza apresada en un casco de hierro hecho a la medida de un niño de diez años, el cóctel de analgésicos al que recurrió para zafarse de él, y la ecuanimidad, la objetividad, la capacidad de comprender con exactitud lo que sucedía a su alrededor, lo que había sucedido ya, lo que podría suceder en el futuro, apremiándole como si nunca le hubieran abandonado. Entonces, Dami ya estaba con él. No podía verle, pero le veía, sabía que estaba ahí, a su lado, sentado en el bordillo de la acera, ante el portal de la casa de Villaverde donde vivían antes, vestido con una camiseta de rayas y unos pantalones cortos, el pelo castaño, seco y ondulado, casi rubio bajo el sol que le arrancaba reflejos dorados, y las manos concentradas en cualquier objeto, cualquier artefacto roto o estropeado que hubiera recogido por la calle y estuviera a punto de arreglar cuando levantaba la cabeza para mirarle, para sonreírle con sus labios cortados, sus dientes blanquísimos. Estaba ahí, con él, dentro de él, pegado a él, pero nunca podría saber de dónde había salido, cuándo se había deslizado por alguna grieta del tiempo imposible para sentarse a su lado, cómo había logrado la fantasmal proeza de aquella sonrisa que se instaló a vivir sin objeciones en el vacío absoluto de su conciencia.