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perderse de vista por completo, como correspondía a su mutua voluntad de

desconocerse. En aquel momento tendría que haber comenzado aquel proceso,

pero Alfonso, que solía ser tan dócil, tan obediente, y que había pagado tantas

veces el precio de una bronca descomunal por el privilegio de tumbarse encima

de la cama de Damián para ver la tele, no estaba en el piso de arriba cuando

Juan acompañó a Nicanor hasta la puerta.

—Yo lo vi…

Arrodillado en el suelo, en la misma postura que había adoptado Juan para

examinar el cuerpo de su hermano, machacaba algo que parecía un trapo

arrugado, desmochado y sucio, contra la superficie del último escalón.

—Yo lo vi, yo lo vi –se reía–.

Damián se cayó por la escalera, ¡bum!, y Juan le cogió por la cabeza y le reanimó,

¡bum!, ¡bum!, ¡bum!

Cuando Nicanor se paró al lado de Alfonso, cuando le quitó aquel trapo de las

manos, y comprobó que eran los restos de un oso de peluche, cuando se lo

devolvió, y se dio media vuelta muy despacio, y le miró a los ojos, la sangre ya

había dejado de circular por las venas escarchadas, agarrotadas y rígidas de Juan

Olmedo.

—¿Por qué hace eso?

—No lo sé.

—Yo lo vi, lo vi… –Alfonso estiró el cadáver de Perico sobre su regazo, lo cogió

por el hocico, lo giró en el aire como si quisiera comprobar la posición de sus

dedos sobre la parte posterior de su cabeza, volvió a estrellarlo contra la madera–. Reanimarle, ¡bum!, reanimarle, ¡bum!, ¡bum!

Juan se desplazó ligeramente hacia la derecha, buscando el apoyo de la escalera

con un movimiento que pretendía parecer casual, cuando sintió que su cuerpo se

desequilibraba por dentro.

—¿Por qué dice eso?

—Tampoco lo sé.

Estaba seguro de que el color le había abandonado, de que tenía la cara blanca,

palidísima, podía sentirlo, percibir la textura sutil y quebradiza de una capa de

cera sobre su piel, y sin embargo aún controlaba su voz, la sentía fluir con

naturalidad, un acento firme, estable, que no estaba seguro de ser capaz de

conservar durante mucho tiempo. Por eso prefirió callarse, renunciar a dar

explicaciones, a buscarlas en voz alta, como si de verdad estuviera sorprendido y

a la vez dispuesto a derrochar indulgencia sobre aquella extravagancia de su

pobre hermano, una máquina de pensar tan defectuosa, un testimonio que no

aceptaría ningún tribunal. Pero Nicanor le miraba ahora de otra manera, y Alfonso

se dio cuenta.

—¿Dónde está Damián? –No le contestaron, y él empezó a enfadarse, a lloriquear,

a agarrarse con las manos del pelo que conservaba–.

¿Dónde está, Juanito? ¿Dónde está, dónde está?

Cuando comprendió que ninguno de los dos se lo iba a decir, soltó lo que

quedaba de Perico y se colgó del cuello de su hermano.

—Supongo que habrá autopsia.

—No. El médico que ha certificado la muerte no la ha considerado necesaria –Juan contestó a Nicanor sin mirarle, agradeciendo íntimamente a Alfonso la

distracción que le brindaba su desamparo, mientras él lloraba entre sus brazos,

con la cabeza apoyada en uno de sus hombros.

—¿Y eso?

—Es lo normal. Si un cadáver no presenta indicios de muerte violenta, se le

ahorra ese gasto a los contribuyentes.

—Ya. ¿Y de dónde era ese médico?

—De Puerta de Hierro.

—¡Vaya! –Nicanor levantó una ceja–. De tu hospital, ¿no?

—Sí –Juan le contestó sin alterarse, como si la dureza del tono del policía hubiera

disipado su miedo, sembrando en su propia voz una dureza semejante–. También

es el que está más cerca. La ambulancia vino de allí.

—Bueno, pues sí que va a haber autopsia –Nicanor se alejó un par de pasos de él

para mirarlo de frente–. Va a haber autopsia porque yo la voy a pedir. Ya nos

veremos después de los resultados.

La puerta se cerró a sus espaldas y Juan no se movió, no hizo nada. Apoyado en

la escalera, manteniendo a Alfonso sujeto con un brazo, siguió besándolo,

acariciándolo, apretándolo contra sí hasta que se calmó. Ya no tenía sentido

intentar hablar con él, llevarle la contraria, animarle a dudar, confundirle. Nicanor

ya conocía su versión. Si Alfonso iba contando por ahí que su hermano mayor

quería arrebatársela, desmentirle, obligarle a mentir, todo sería aún peor, por más

que ningún juez fuera nunca a aceptar su testimonio. Si iba a hablar, y él no

podía evitar que en algún momento hablara, mejor que dijera que Juanito le había

consolado, que le había abrazado y mimado, que había cuidado de él como

siempre, como si no tuviera ningún motivo para hacer lo contrario. Mientras su organismo recuperaba poco a poco las pautas de su funcionamiento normal, y la sangre volvía a ponerse en movimiento, Juan Olmedo intentó pensar deprisa, y lo consiguió antes de lo que esperaba. Habría una autopsia, por supuesto que iba a haber una autopsia, pero él ya sabía qué resultados iba a arrojar. Él no había empujado a su hermano. El organismo de Damián contenía una cantidad de sustancias tóxicas que bastaría para justificar la pérdida espontánea de equilibrio de un hombre mucho más corpulento que él. O hasta de dos. Por eso se había caído por la escalera, se había caído él solo, y su cadáver conservaría la memoria del accidente, hematomas de diversa importancia y cortes en la piel que permitirían al forense reconstruir con exactitud la trayectoria, la aceleración, las fases de la caída, hasta el instante en que su cráneo reventó contra el canto de un escalón. Es difícil sobrevivir a un golpe así. Él, como cualquier buen traumatólogo con experiencia clínica, sabía que es imposible calcular el grado de violencia que puede llegar a romper un hueso cuando el cuerpo de un hombre adulto, robusto, pesado, cae rodando por una escalera larga, recta, sin rellanos, desarrollando en la caída una potencia que depende de factores que no se pueden reconstruir con precisión. Había estudiado mucho, mucho, se había pasado la vida estudiando. Por eso estaba seguro de haber controlado minuciosamente la fuerza de su mano derecha en el instante en el que asestó un golpe suficiente, el golpe justo para terminar de romper un hueso que ya estaba roto, sin producir las fracturas secundarias, el astillamiento, el destrozo que permitiría a un forense descubrir en el cráneo de Damián la violencia incontrolada y excesiva de una agresión intencionada.

El informe de la autopsia reflejó todos estos cálculos con tanta exactitud como si los hubiera ido dictando él mismo mientras metía un par de mudas de Alfonso en una bolsa, y conducía hasta su casa, y le instalaba en el dormitorio del pasillo sabiendo ya que los dos acabarían durmiendo juntos y en su propia cama. El dictamen fue rotundo, tajante, concluyente. Muerte accidental, sin la menor sorpresa, ningún detalle discordante, ningún indicio misterioso, ningún margen de duda. Mientras lo leía, el doctor Olmedo comprobó que la redacción era casi idéntica a la de los ejemplos que había estudiado en los libros de texto. No conocía al forense que lo firmaba, pero le sonaba el nombre de su jefa, otra forense que parecía haber realizado una segunda autopsia cuyos resultados encontró grapados a los de la primera en el sobre que recibió por correo. El informe del segundo examen constaba sólo de dos puntos, y un párrafo introductorio en el que su autora se adhería sin matices a todas las conclusiones que su colega había establecido previamente, haciendo un énfasis expreso en las tasas de alcohol y de otras sustancias susceptibles de alterar el normal funcionamiento del sistema nervioso que habían podido establecerse en la sangre de la víctima. Además, en el primer punto descartaba de forma tajante la posibilidad de que alguien hubiera empujado a Damián por la escalera, especificando que, en ese caso, y dependiendo del impulso inicial, la caída habría sido diferente y habría marcado el cuerpo de una manera distinta. El segundo