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punto negaba también, y con semejante vehemencia, que la fractura del cráneo pudiera haberse debido a la intervención de otra persona, por la ausencia de los efectos característicos que habría producido un golpe deliberado en la estructura del hueso, confirmando la naturaleza accidental de la muerte. El doctor Olmedo pudría haberse acercado en cualquier momento a los responsables de las autopsias –colegas suyos al fin y al cabo, aunque trabajaran en una institución muy distinta– para saludarles, comentar el caso y preguntar quién había pedido el segundo examen, pero no lo hizo. El día del entierro, Nicanor besó en las mejillas a Paca, a Trini, y sacó a Alfonso, tan aturdido, tan asustado que se escondía de la gente usando a su hermano como escudo, de detrás del cuerpo de Juan, para abrazarle. A él ni siquiera le saludó, pero nadie se dio cuenta. Aquel día, por la tarde, Tamara volvió a su casa, y Juan se instaló a vivir allí, con ella y con Alfonso, mientras decidía de qué forma iba a organizar su vida en el futuro. En aquel momento, ni siquiera se le había pasado por la imaginación la idea de marcharse de Madrid, pero ya sabía que quería vivir con Tamara, siempre había querido vivir con ella, y que a Alfonso ya no le quedaba nadie más.

Sus dos hermanas estaban demasiado ocupadas con su trabajo y sus hijos como para hacerse cargo de él, del complejo catálogo de necesidades y obligaciones que representaba. Por eso rechazó la oferta de Trini, que estaba obsesionada con la casa de la colonia y dispuesta a cargar con cualquier responsabilidad a cambio de instalarse allí, y convenció a Paca de que aquella solución, de momento, era la mejor, aunque no iba a ser definitiva. Él no quería vivir en la casa de Damián. Si la suya hubiera sido un poco más grande, si hubiera tenido sólo un dormitorio más, se habría llevado a Alfonso y a Tamara con él, y habría cerrado la casa de su hermano para siempre. Cuando abrió su maleta sobre la cama del cuarto de invitados, ya había previsto vender su piso para comprar otro mayor, en Estrecho o cerca de allí, para que Alfonso y Tamara pudieran seguir yendo a sus respectivos colegios. Sin embargo, hasta que la idea de huir, de marcharse de Madrid para siempre, se convirtió en una necesidad inaplazable, no tuvo tiempo para pensar siquiera en poner anuncios.

Si hubiera tenido que hacer una lista con todos los asuntos que le preocupaban, no habría sabido por dónde empezar. Seguramente por Tamara, que se había hundido en un abismo interior, un pozo profundo, privado y portátil, que llevaba consigo adonde quiera que fuera, y del que no salía jamás, ni siquiera cuando fingía hacerlo, dar la impresión de que estaba contenta, de que se divertía. Juan hacía todo lo posible por divertirla, empleaba cada momento de su tiempo libre en hacer algo con ella, la llevaba al cine, al teatro, al Parque de Atracciones, a comer y a cenar en sus restaurantes favoritos, y Tamara aplaudía, se montaba en las montañas rusas, se tomaba su tiempo para escoger el postre y le daba las gracias al final, como una niña bien educada, sin desprenderse jamás de su nueva piel, la sonrisa plastificada y vacía que apenas matizaba la tristeza tenaz de sus ojos oscuros, que parecían ahora más oscuros aun, más negros, más grandes que antes, indiferentes a todo lo que no fuera esa luz fría y triste que brillaba siempre,

como una llama enferma, debilísima, al borde de sus párpados. El mundo no era un lugar mejor sin Damián.

Entonces aparecía él, un niño de la misma edad, del mismo tamaño, que traía a cambio el resplandor de un sol feroz, amarillento, antiguo, fotografiado con la descarnada violencia que iluminaba los barrios humildes, cal y calles de tierra, en el año setenta, un resplandor impío que le hacía fruncir las cejas cuando levantaba la cabeza para mirarle, para saludarle moviendo una mano en el aire muy despacio, como si pretendiera escribir en el cielo, con la estela de esa mano, una pregunta tan descarada, tan inocente a la vez como las que hacen los niños de diez años, ¿cómo quieres que sonría, que te bese, que te quiera, si has matado a su padre? El mundo no era un lugar mejor sin Damián. Él no había empujado a su hermano. Damián se había caído solo por la escalera, había caído rodando, primero en diagonal, luego boca abajo, girando sobre sí mismo y al final boca arriba, y por eso se había roto el cráneo contra un escalón, el hueso había hecho clac, él lo había oído, conocía muy bien el sonido que hacen los huesos al romperse, tanto estudiar había servido para algo, la base del cráneo estaba inflamada, surcada por finos regueros de sangre, indicios suficientes de una hemorragia interna, él había estudiado mucho, se había pasado la vida estudiando, y era muy inteligente, el más inteligente de su casa, el más inteligente de los tres, por eso había medido la fuerza de su mano derecha al asestar el golpe, y lo había hecho tan bien, tan meticulosamente, que ninguno de los dos forenses consideró siquiera la posibilidad teórica de la sospecha, se había limitado a romper del todo un hueso que ya estaba roto, que se había roto solo, que había decidido la muerte de su hermano al romperse. El mundo no era un lugar mejor sin Damián. Dami iba con él a todas partes, le miraba con el desamparo de los ojos de Alfonso, con la indiferencia de los ojos de Tamara, con el asco y el miedo y la derrota y la repugnancia de sus propios ojos que rehuían los espejos, y con los que no necesitaban espejos para mirarle, los ojos de Charo, tan negros, tan grandes como los de su hija, pero más vivos, más traviesos, más malignos, Charo riéndose, Charo mintiéndole, Charo llamándole con lágrimas en los ojos, una mujer y muchas mujeres, demasiadas mujeres a la vez, demasiadas versiones, palabras que sobrevivían a su propia muerte, que no abandonaban las habitaciones recién ventiladas, que no se disolvían en el tiempo, ni en el espacio, ni en la memoria. El mundo no era un lugar mejor sin Damián. Él no había matado a su hermano. No lo había empujado por la escalera, no había provocado su caída, no le había roto el cráneo cuando todavía estaba entero. Nunca lo habría hecho. Creía que nunca lo habría hecho. Se había dejado llevar por un impulso absurdo, estúpido, casi infantil, cuando Damián ya estaba muerto. Tenía que estar muerto, pero él no había querido comprobar si vivía aún. Habría sido muy fácil, tan fácil como alargar una mano hacia su muñeca, pero no lo había hecho. Nunca sabría si aún estaba vivo cuando estrelló su cabeza contra el escalón. Lo único que sabía es que es difícil sobrevivir a un golpe así. Y que, si de verdad le hubiera matado, tampoco habría servido para nada. El mundo no era un lugar mejor sin Damián.

Nunca se había despreciado tanto a sí mismo como el día en que se decidió por fin a bajar al primer sótano y seguir la dirección que indicaba la raya morada pintada en el suelo. Ni siquiera cuando empezó a tener miedo de convertirse en lo que jamás habría querido llegar a ser, ni siquiera cuando comprendió que ya lo había logrado sin querer. Nunca. Y sin embargo siguió la raya morada más allá de la esquina donde se desvió de la roja, de la azul, de la amarilla. La siguió hasta el final, mientras se repetía por enésima vez que no tenía otra opción, otro recurso para arañar una esquina de la verdad, y sabía que era apenas un fleco, un hilo, una pequeña partícula del esmalte que revestía la superficie de una verdad múltiple y compleja, enloquecedoramente ambigua, y estratificada en tantas capas como una mina donde el oro reluciera al nivel del suelo sólo para hacerse cada vez más raro, más engañoso y esquivo, a medida que la dinamita fuera horadándola en profundidad.

Pero se estaba volviendo loco, sentía que se estaba volviendo loco, como si ya no pudiera mantenerse unido, entero, por mucho tiempo, mientras la culpa y el miedo tiraban de sus brazos con fuerza pareja, sin cansarse jamás, como no se cansaban las dudas, los celos que separaban sus piernas como si le presintieran al límite del descuartizamiento. Podía aceptarlo todo, cargar con todo, pero no en ese desorden caótico y siniestro, la herencia de su hermano en un mundo que no era mejor sin él. Necesitaba un orden, un principio, y sólo podía recurrir a la raya morada para lograrlo, para encontrar una razón que le permitiera seguir defendiendo ante sí mismo su propia versión de su vida o para sentirse definitivamente un idiota. Tenía que ser así, no podía ser nada más que eso, un asunto privado, un secreto más entre Charo y él, una conversación muda, póstuma, cuyas consecuencias no podían cambiar, y no cambiarían, las reglas de su vida. Nunca se había despreciado tanto a sí mismo como cuando abrió aquella puerta, y se acercó al mostrador de recepción, y habló con una enfermera, y sin embargo, lo único que le importaba en aquel momento era descubrir si Charo le había dicho la verdad o si le había mentido, porque si le había engañado en aquello, le habría engañado en todo lo demás, pero si había sido sincera aquella vez, quizás lo hubiera sido también en otras ocasiones. Eso era lo único que quería saber. Se lo repitió a sí mismo entonces y sabía que no era necesario, que no hacía falta, pero de todas formas, lo repitió otra vez. Tenía que ser así, no tenía otra opción, otra ambición, otro recurso para seguir amando la memoria de Charo o para aceptar que había desperdiciado su vida entera. Buscaba a una mujer, una conocida de un compañero suyo de Trauma, pero aquel día no había ido a trabajar, y le atendió un hombre mayor que él, con el pelo blanco, gafas, pero ningún aspecto paternal, que de entrada no le pareció muy amable pero al que siempre tendría que agradecer que mantuviera impecablemente la compostura cuando empezó a hablar usando esa frase hecha ante la que casi todos los médicos levantan una ceja y se muerden el labio inferior, para que no se note que no se creen ni media palabra de las que pronuncia el otro médico que tienen delante. Tengo un amigo que. Tengo un amigo que se fue de vacaciones a Filipinas y