llanto, y sin embargo todavía pudo decir algo más–. Bueno, usted seguramente…
ya…
El sol de las ocho de la mañana no calentaba aún, pero empezaba a brillar con
fuerza. Juan Olmedo agradeció la luz, el inmaculado reflejo de los rayos que
rebotaban en los cristales sucios del bar, en las hileras de botellas vacías
acumuladas en una esquina del patio, en los adornos metálicos del bolso de piel
tirado sobre el suelo de cemento, mientras asistía a la tristeza de la mujer que
lloraba, abrazándola mecánicamente, el brazo derecho firme alrededor de sus
hombros, como hacía con las madres de los chicos que se mataban en moto
durante las guardias de los fines de semana.
—Es que éramos muy felices, ¿sabe? –murmuraba ella de vez en cuando–. Yo
creía que éramos muy felices…
Juan no despegó los labios, pero la acompañó hasta que una mujer que se le
parecía mucho, también rubia teñida, también envuelta en pieles, entró a
buscarla. Luego pagó su copa, cogió el coche y condujo hasta la casa de su
hermano.
Aquel día no fue peor que el siguiente, y éste tampoco resultó peor que el día que
vino después y, sin embargo, durante las silenciosas reuniones familiares que
presidió la ira de Damián, ante el infinito desconcierto y la desesperación que
guiaron los confusos paseos de Alfonso por la escalera, mientras dejaba pasar las
horas con Tamara en brazos, la televisión encendida en vano y la niña llorando
muy bajito, sin fuerzas todavía para hacer preguntas, e incluso en el instante más
atroz de todos los entierros, la caja de madera hundiéndose en su estuche de
tierra, despojándole de Charo para siempre, no dejó de pensar en aquella mujer
sola, doblemente abandonada.Por eso no le sorprendió encontrársela una mañana
en el pasillo del hospital, cuando él mismo todavía no era capaz de pensar
ninguna cosa sin ver al mismo tiempo la silueta informe y gris de un cuerpo
cubierto con una manta.
—Hola, ¿se acuerda de mí?
No habían pasado más de tres semanas desde que se conocieron, pero en ese
plazo había adelgazado mucho, demasiado incluso teniendo en cuenta su
situación, siete kilos, calculó Juan, quizás ocho.
Tal vez no había vuelto a tomar una comida completa desde aquel día, y
seguramente tampoco había vuelto a dormir ni seis horas seguidas, porque sus
ojeras maceradas, inflamadas, violáceas, revelaban algo más que una noche de
insomnio. La viuda del último amante de Charo no parecía ya una mujer triste, ni
siquiera desolada, sino una enferma, un rostro demacrado de puro cansancio
sobre un cuerpo apenas capaz de sostener sus propios huecos.
—Claro –respondió Juan, y aunque sólo mirarla dolía, le dirigió por costumbre la
protocolaria pregunta con la que saludaba a todos sus pacientes–. ¿Cómo está?
—Mal –ella le dedicó una sonrisa melancólica, que no pretendía matizar la
contundencia de su respuesta–. Muy mal, la verdad. Por eso he venido. Me
gustaría hablar un momento con usted, si no le importa. —Desde luego. Si puede esperarme un cuarto de hora, podemos tomar un café. Pero ella ni siquiera aceptó eso. Se conformó con un botellín de agua mineral y jugueteó un buen rato con el precinto de plástico del tapón antes de atreverse a empezar a hablar.
—Le he dicho que estoy muy mal, y es verdad, aunque ya sé que no es asunto suyo. A lo mejor, está usted pensando que quién soy yo para venir a molestarle sin avisar, y tendría razón, pero esque… Me gustaría averiguar algunas cosas, necesito por lo menos preguntarlas, saber algo más de lo que sé, para creerme lo que ha pasado. Yo estaba muy enamorada de mi marido, ¿sabe?, o mejor dicho, nunca me había tenido que preguntar si seguía enamorada de él o no, que supongo que es una forma de estar enamorada después de vivir dieciocho años con alguien. Yo… Yo no sabía nada. Ésa es la verdad, y no me importa parecer ridícula, hacer el ridículo, no sé, mi hermana me ha dicho que no venga a hablar con usted, y mis amigas piensan lo mismo, si Ignacio está muerto ya, ¿qué más te da?, guarda el recuerdo de lo bueno, no te tortures, eso es lo que me dicen, pero yo no puedo recordar nada, ni bueno ni malo, sin saber… qué pasó, quién era esa mujer, cuánto tiempo… En fin. Hasta mi madre me regaña, me dice que soy una morbosa, una loca, una imprudente. Yo lo entiendo, no crea, no soy tonta. Ya sé que cuando sucede algo de este tipo, cuanto más se sabe, peor suele ser al final, pero no puedo seguir así, sospechando que todo el mundo sabe más que yo, que todos me ocultan partes de la verdad, que me mienten todo el tiempo, mi madre, mis hermanos, mis suegros, mis cuñados, mis amigos… Creo que tengo derecho a saber lo que pasaba, lo que pasó… –hizo una larga pausa para jugar con la cinta en la que se había convertido el precinto de la botella, enredándola primero en sus dedos para alisarla luego, y volver a empezar–. A mí ni siquiera se me había ocurrido que mi marido me fuera infiel, fíjese, qué ingenua… Pues es la verdad. Ignacio tenía muy buen carácter, era divertido, y cariñoso, pasaba mucho tiempo con los niños, estaba muy pendiente de mí. Nunca se olvidaba de mi santo, de mi cumpleaños, siempre me regalaba cosas bonitas, cosas que me gustaban, me compraba flores y plantas y libros y hasta joyas de repente, sin venir a cuento. Mis amigas solían envidiarmemucho por eso. Ahora pienso que quizás cada regalo fuera una forma secreta de compensarme por cada infidelidad, no lo sé… El caso es que éramos muy felices, yo, al menos, era feliz. Y de repente, esto. No sólo que se haya muerto, que es lo peor de todo, ya lo sé, sino también descubrir de golpe que tenía otra vida, que me mentía, que me engañaba, que se burlaba de mí… Y yo necesito recuperarlo, ¿sabe?, eso es lo que me pasa, que me gustaría entenderle, hasta disculparle, o a lo mejor odiarle, romper sus fotos, bailar sobre su tumba, eso también me valdría, pero como no puedo seguir es así, sin saber qué pensar, qué hacer, qué sentir, sin decidir si debo llorarle o no, sin estar segura de que esto sea un final o un principio –se detuvo de nuevo, para mirar a Juan a los ojos–. No sé si me entiende. —Claro que la entiendo –respondió él–. La entiendo perfectamente, pero no sé si puedo ayudarla. Yo no conocía a su marido.
—Pero a… a… ella, Rosario, ¿no?, pues sí la conocía…
Juan asintió con la cabeza y la señora Ruiz bajó la voz para afirmar lo que sólo podía ser una sospecha–. Y mucho. Juan volvió a asentir–. No me atrevo a ir a hablar con su hermano, no tiene sentido, le vi un momento el día del accidente y me dio la impresión de que estaba bastante peor que yo. Me dio hasta miedo, la verdad.
Pero usted, no sé… Igual me acaba mandando a la mierda, pero me parece que usted es distinto, y después de que nos encontráramos en aquel bar, pensé que, a lo mejor, a usted no le importaría hablar conmigo, y que a lo mejor sabría si… Ella no se atrevió a terminar la frase, pero él la completó sin dificultad. Comprendió que su interlocutora había acertado al reconstruir su relación con aquella mujer cuyo nombre le costaba tanto trabajo pronunciar, pero no se sintió incómodo ni ofendido por eso,como si el azar que los había reunido en el patio trasero de un bar de carretera en uno de los peores momentos de sus respectivas vidas, constituyera en sí mismo una garantía de intimidad suficiente. Juan Olmedo se miró en el espejo de aquella desconocida, y cuando se reconoció en sus ojos, comprendió que a ninguno de los dos les quedaba otro remedio que aprender a sobrevivir a los efectos de aquel desastre.
—Si lo que le preocupa es que su marido y mi cuñada llevaran mucho tiempo juntos, que fueran una pareja estable de amantes, puede quedarse tranquila porque no era así –hablaba despacio, en un tono premeditado para transmitir apoyo y confianza, como cuando pretendía disimular la gravedad de un diagnóstico ante cualquier paciente aterrorizado, y ella asentía casi en cada sílaba para demostrarle hasta qué punto se esforzaba por absorber todas sus palabras, sin sospechar quizás que él hablaba también para sí mismo, que iba escogiendo las palabras que necesitaba oír–. Estoy absolutamente seguro de eso. No sé ni cuándo ni cómo se conocieron, pero me apostaría cualquier cosa a que aquel fin de semana fue un episodio sin importancia para ninguno de los dos. Charo era una mujer muy atractiva, tremendamente guapa, y más que eso… Juan Olmedo se quedó pensando, intentando encontrar una fórmula inteligible para definir un instinto–. No sé, no puedo explicarlo. Sólo se me ocurren frases hechas, como de anuncio publicitario, una mujer irresistible, un aura deslumbrante, una máquina de seducir, y cosas por el estilo…