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Anne Perry

Los anarquistas de Long Spoon Lane

Long Spoon Lane, 2005

Traducción: Margarita Cavándoli

Thomas Pitt 22

En recuerdo de mi madre,

H. Marion Perry,

con gratitud.

30 de enero de 1912 – 19 de enero de 2004

1

El coche de punto de dos ruedas se sacudió al doblar en la esquina y arrojó a Pitt hacia delante, por lo que casi apoyó el pecho en los muslos. Narraway dejó escapar una maldición, con el oscuro rostro demudado por la tensión. Pitt recuperó el equilibrio a medida que cogieron velocidad rumbo a Aldgate y Whitechapel Street. Los cascos del caballo golpetearon los adoquines y ante ellos el tráfico se apartó del medio con toda rapidez. Afortunadamente, a esa hora temprana era escaso: unos pocos carros de vendedores ambulantes, cargados de frutas y verduras; la narria del cervecero, carros de mercancías y un ómnibus tirado por un caballo.

– ¡A la derecha! -gritó Narraway al cochero-. ¡Por Commercial Road! ¡Es más rápido!

El cochero obedeció sin replicar. Eran las seis menos cuarto de una mañana de estío y los trabajadores, los buhoneros, los tenderos y los criados domésticos ya estaban en pie. ¡Que el cielo los ayudase, tenían que llegar a Myrdle Street antes de las seis!

Pitt tuvo la sensación de que el corazón estaba a punto de salírsele del pecho. La llamada se había producido hacía poco más de media hora, pero parecía que había transcurrido una eternidad. Los timbrazos del teléfono lo despertaron y bajó corriendo, cubierto con la camisa de noche. La voz de Narraway sonó entrecortada y jadeante al otro extremo del teléfono: «He enviado un cabriolé a buscarlo. Reúnase conmigo en Cornhill, del lado norte, a las puertas del Royal Exchange. Venga inmediatamente. Los anarquistas se proponen colocar una bomba en una casa de Myrdle Street». Colgó sin esperar respuesta; Pitt tuvo que subir la escalera y avisar a Charlotte antes de vestirse. Su esposa bajó deprisa y le sirvió un vaso de leche y una rebanada de pan, pero no tuvo tiempo de preparar el té.

Impaciente, permaneció cinco minutos en la acera, a las puertas del Royal Exchange, hasta que el coche de punto con Narraway hizo acto de presencia y se detuvo. El látigo largo del cochero restalló y azuzó al caballo incluso antes de que Pitt tuviera tiempo de instalarse en el asiento.

En aquel momento corrían hacia Myrdle Street y aún no tenía una idea clara de qué ocurría, salvo que la información procedía de las propias fuentes de Narraway en las lindes del agitado mundo del hampa del East End: ámbito de atracadores, timadores, escribas, salteadores de camino y ladrones de toda calaña que se alimentaban del río.

– ¿Por qué ha de ser en Myrdle Street? -inquirió a gritos-. ¿Quiénes son?

– Podría ser cualquiera -respondió Narraway sin apartar la mirada de la calle.

En principio, la Brigada Especial sehabía creado para hacer frente a las actividades de los fenianos enLondres, pero por aquel entonces se enfrentaba a todo tipo deamenazas a la seguridad nacional. Precisamente en esa fecha,principios de verano de 1893, el peligro que más inquietaba a lamayoría de las personas era el de los terroristas anarquistas. Sehabían producido varios incidentes en París, y Londres habíasufrido media docena de explosiones de diversaconsideración.

Narraway no sabía si la última amenaza procedía de los irlandeses, que seguían empeñados en alcanzar la autonomía o simplemente de revolucionarios deseosos de derrocar el gobierno, la monarquía o la ley y el orden en general.

En la esquina giraron a la izquierda, subieron por Myrdle Street, cruzaron la calle y se detuvieron. Poco más adelante los policías se ocupaban de despertar a la gente y la hacían salir rápidamente de sus casas. No había tiempo de buscar pertenencias particularmente apreciadas, ni siquiera de coger algo más que un abrigo o un chal para protegerse del fresco aire matinal.

Pitt vio que un agente de alrededor de veinte años no dejaba en paz a una anciana. El pelo blanco le colgaba en mechones ralos por encima de los hombros y apoyaba los pies artríticos en los adoquines. Pitt estuvo a punto de atragantarse de furia contra los responsables de aquel peligro.

Un chiquillo cruzó la calle y parpadeó desconcertado, arrastrando un cachorro de perro callejero sujeto con un cordel.

Narraway se apeó del cabriolé y se acercó a grandes zancadas hacia el policía más cercano. Pitt le pisaba los talones. Con el rostro encendido de preocupación y contrariedad, el agente se volvió para pedirle que retrocediese.

– Señor, tiene que irse. -Señaló con el brazo-. Aléjese, señor. Han puesto una bomba en una de las…

– ¡Lo sé! -precisó Narraway secamente-. Soy Victor Narraway, jefe de la Brigada Especial. ¿Ya se sabedónde la han colocado?

El policía se cuadró a medias, con la diestra todavía en alto para impedir que la gente regresara a sus hogares en aquella mañana silenciosa y casi sin viento.

– No, señor -respondió-. Mejor dicho, no se sabe exactamente. Sospechamos que está en una de esas dos casas de allí.

El agente inclinó la cabeza hacia la otra acera. Las casas estrechas y de tres plantas estaban adosadas, con las puertas abiertas de par en par; mujeres orgullosas y trabajadoras blanqueaban los escalones de la entrada. Un gato salió tranquilamente de una de las viviendas, una niña le gritó con impaciencia y el minino echó a correr hacia ella.

– ¿Ya han salido todos? -quiso saber Narraway.

– Sí, señor, al menos por lo que sabemos…

El resto de su respuesta quedó apagada por una explosión ensordecedora. Al principio fue como un chasquido seco, luego un rugido y finalmente un desgarrón y un desmoronamiento. Un trozo enorme de una de las casas voló por los aires y se partió. Los restos se desplomaron sobre la calle y encima de otros tejados; destrozaron las tejas de pizarra y derribaron chimeneas. El polvo y las llamas dominaban el ambiente. La gente chilló frenéticamente. Alguien gritó.

El agente de policía también gritó, con la boca muy abierta, pero sus palabras se perdieron en medio del estrépito. Sacudió el cuerpo de manera extraña, como si las piernas no le respondieran. Se inclinó y agitó los brazos mientras, horrorizada, la gente no se movía de donde estaba.

Otra explosión resonó en el interior de la segunda casa. Las paredes temblaron y parecieron desplomarse sobre sí mismas, al tiempo que los ladrillos y el yeso salían despedidos hacia el exterior. Hubo más llamaradas y una columna de humo negro.

De pronto, la gente echó a correr. Los piños sollozaron, alguien maldijo a voz en cuello y varios perros ladraron con frenesí. Un anciano juró contra todo lo que se le ocurrió y se repitió una y otra vez.

Narraway había palidecido y sus ojos negros semejaban orificios en la cabeza. No habían tenido la esperanza de evitar el estallido de las bombas, pero era una dolorosa derrota ver semejantes destrozos en la acera de enfrente y personas aterrorizadas y desconcertadas que se movían dando tumbos. Las llamas llegaron a los listones y las vigas secas y comenzaron a propagarse.

Llegó un coche de bomberos, con los caballos cubiertos de sudor y los ojos en blanco. Los efectivos se apearon de un salto y comenzaron a desenrollar las voluminosas mangueras de lona, pero la suya era una tarea condenada al fracaso.

Pitt experimentó una pasmosa sensación de desilusión. La BrigadaEspecial se había creado, precisamente,para evitar esa clase de actos, pero habían cometido un atentado yno podía hacer nada que le reconfortara o fuera útil. Tampoco sabíasi estallarían más bombas.

Otro agente se acercó corriendo por la calle, agitó los brazos desaforadamente y el casco se ladeó sobre su cabeza.

– ¡Por el otro lado! -exclamó-. Se escapan por el otro lado.

Pitt tardó unos segundos en entender lo que el policía decía.