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– También estamos bastante seguros de que lo envolvieron con esto… -dijo Jorge, levantando una gran bolsa de plástico que contenía una mugrienta sábana blanca-. Hay rastros de sangre de las manos cortadas. Luego veremos si coincide…

– Cuando lo vi estaba desnudo -dijo Falcón.

– Había puntadas sueltas, así que suponemos que se desgarró en el camión de la basura -dijo Jorge-. La sábana estaba enganchada en uno de los muñones de las muñecas.

– El forense dice que le hicieron un torniquete y que se las cortaron después de muerto.

– Se las cortaron limpiamente -dijo Jorge-. No ha sido una chapuza. Lo han hecho con precisión quirúrgica.

– Cualquier carnicero competente pudo haberlo hecho -dijo Felipe-. Pero que le quemaran la cara con ácido y le arrancaran el cuero cabelludo… ¿Qué le parece, inspector jefe?

– Debía de tener algo especial para que se tomaran tantas molestias -dijo Falcón-. ¿Qué hay en la bolsa de basura?

– Desechos de jardinería -dijo Jorge-. Creemos que los arrojaron en el contenedor para tapar el cadáver.

– Ahora vamos a emprender un registro más amplio de la zona -dijo Felipe-. Pérez ha hablado con el tipo que manipulaba la excavadora, el que encontró el cadáver, y han comentado algo de una envoltura de plástico negra. Es posible que le practicaran la operación post-mórtem encima, lo cubrieran con el sudario y lo cosieran, lo envolvieran en el plástico y luego lo tiraran a la basura.

– Y ya sabe cuánto nos gusta el plástico negro para encontrar huellas -dijo Jorge.

Falcón anotó las direcciones de los sobres y se separaron. El inspector fue hasta el coche, relajando su expresión tensa. Su órgano olfativo no se había cansado tanto como para que el hedor de la basura urbana no se le alojara en la garganta. El insistente chirrido de las excavadoras ahogaba el graznido de las aves carroñeras, que giraban sombrías en el cielo blanco. Incluso para un cadáver que no sentía nada, era triste acabar en un lugar como ese. El subinspector Emilio Pérez estaba sentado en la parte de atrás de un coche patrulla charlando con otro miembro de la brigada de homicidios, la ex monja Cristina Ferrera. Pérez, que era un hombre fornido con ese atractivo moreno de un ídolo de matinales de los años treinta, parecía ser de una especie distinta de la joven menuda, rubia y bastante poco agraciada que se había unido a la brigada de homicidios cuatro años atrás, procedente de Cádiz. Pero así como Pérez tenía tendencia a ser torpe de pensamiento y de obra, Ferrera era rápida, intuitiva e implacable. Falcón les dio las direcciones de los «obres, les hizo una lista de lo que quería que preguntaran, y Ferrera se la repitió antes de que pudiera acabar.

– Lo metieron en un sudario y lo cosieron -le dijo Falcón mientras ella iba a buscar el coche-. Le cortaron las manos con meticulosidad, le quemaron la cara y le arrancaron el pelo, pero lo metieron dentro de un sudario y lo cosieron.

– Supongo que creen que le han mostrado cierto respeto -dijo Ferrera-. Como hacen en el mar, o en los entierros en fosas comunes después de un desastre.

– Respeto -dijo Falcón-. Justo después de haber cometido con él la máxima falta de respeto, que es quitarle la vida y la identidad. Hay algo ritualista y despiadado en todo esto, ¿no os parece?

– A lo mejor eran religiosos -dijo Ferrera, levantando irónicamente una ceja-. Ya sabe que en nombre de Dios se han hecho muchas tosas terribles, inspector jefe.

Falcón regresó al centro de Sevilla envuelto por una extraña luz amarillenta, pues una enorme nube de tormenta, que se había formado sobre la Sierra de Aracena, comenzaba a invadir la ciudad desde el noroeste. La radio dijo que sería una tarde de fuertes lluvias. Probablemente serían las últimas lluvias antes del largo y cálido verano.

Se sentía inquieto, y al principio pensó que podía deberse al sobresalto físico y mental de haberse topado con Consuelo aquella mañana. ¿O era el cambio de presión atmosférica, o la tensión residual provocada por haber visto aquel cadáver abotargado en el vertedero? Mientras esperaba en un semáforo comprendió que era algo más profundo. Su instinto le decía que aquello era el final del viejo orden y el ominoso inicio de algo nuevo. El cadáver imposible de identificar era una neurosis, una fea protuberancia que asomaba en la conciencia de la ciudad procedente de un horror mayor que anidaba debajo. Era la sensación de ese horror mayor, con su capacidad para confundir mentes, conmocionar espíritus y cambiar vidas lo que encontraba tan perturbador.

Cuando llegó a Jefatura, tras una serie de reuniones con algunos jueces en el Edificio de los Juzgados, eran las siete, y la tarde parecía haber llegado pronto. El olor a lluvia era pesado como metal en el aire ionizado. Los truenos parecían estar aún lejos, pero el cielo se oscurecía dando lugar a una noche prematura y los destellos de los relámpagos le sobresaltaban, como una muerte evitada por poco.

Pérez y Ferrera lo esperaban en su oficina. Los dos lo siguieron con la mirada cuando se acercó a la ventana y las primeras gotas de lluvia tabletearon contra el cristal. La satisfacción es un estado humano muy raro, se dijo, al tiempo que un ligero vapor se alzaba desde el aparcamiento. Justo en el momento en que la vida parecía aburrida y el deseo de un cambio emergía como una brillante idea, aparecía una nueva y siniestra vitalidad, y la mente de repente parecía regresar a lo que parecía ser una dicha plena de inocencia.

– ¿Qué tenéis? -les preguntó, acercándose a su escritorio y desplomándose en la silla.

– No nos dijo la hora de la muerte -dijo Ferrera.

– Lo siento. Se estima que murió hace cuarenta y ocho horas.

– Encontramos los contenedores donde arrojaron las cartas. Están en el centro del casco antiguo, en la esquina de un callejón sin salida y la calle Boteros, entre la plaza de la Alfalfa y la plaza Cristo de Burgos.

– ¿A qué hora los vacían?

– Entre las once y la medianoche -dijo Pérez.

– O sea que, si como dice el forense, murió durante la noche del sábado 3 de junio -dijo Ferrera-, probablemente no pudieron echar el cadáver al contenedor hasta las tres de la mañana del domingo.

– ¿Dónde están ahora los contenedores?

– Los hemos enviado a la policía científica para que busque restos de sangre.

– Pero puede que no tengamos suerte -dijo Pérez-. Felipe y Jorge han encontrado un plástico negro con el que creen que envolvieron el cadáver.

– ¿Alguna de las personas con las que habéis hablado en las direcciones de los sobres recuerda haber visto un plástico negro en el fondo de alguno de los contenedores?

– Cuando los interrogamos no sabíamos lo del envoltorio.

– Claro que no -dijo Falcón, sin concentrarse en los detalles, aún extraviado en su desazón de antes-. ¿Por qué creéis que arrojaron el cuerpo a las tres de la mañana?

– Sábado por la noche cerca de la calle Alfalfa… ya sabe cómo se pone aquello… lleno de chavales en los bares y por la calle.

– ¿Por qué eligieron esos contenedores, si es un sitio tan concurrido?

– A lo mejor los conocen -dijo Pérez-. Sabían que podían aparcar en un oscuro callejón sin salida y a qué hora era la recogida. Podían planearlo. Echar el cadáver sería sólo cuestión de segundos.

– ¿Hay algún piso que dé a los contenedores?

– Mañana iremos a ver los pisos que dan al callejón -dijo Pérez-. El piso que tiene mejor vista está al fondo, pero no había nadie en casa.

Un rayo largo y vibrante llegó acompañado de un trueno tan sonoro que pareció rajar el cielo. Todos se encogieron de manera instintiva y la Jefatura quedó sumida en la oscuridad. Buscaron una linterna mientras la lluvia se abalanzaba contra el edificio y barría en oleadas el aparcamiento. Ferrera apuntaló una linterna entre unos expedientes y volvieron a sentarse. Sucesivos rayos los hicieron parpadear, y el marco de la ventana quedó impreso a fuego en sus retinas. Los generadores de emergencia se pusieron en marcha en el sótano. Las luces regresaron con un parpadeo. El móvil de Falcón vibró encima del escritorio: un mensaje del médico forense le comunicaba que había completado la autopsia, y que a las 8:30 estaría libre para comentarla. Falcón le contestó acordando verlo en cuanto pudiera. Volvió a arrojar el móvil encima de la mesa y se quedó mirando la pared.