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-Cuando los ingleses nos aborden, mientras nosotros rechazamos el ataque, ustedes empujan los barriles al barco enemigo, los abren y pegan fuego al líquido. En cuanto se corran las llamas, nos avisan.

-¿La señal? –preguntó uno de los hombres.

-“Ramba” –indicó el capitán.

-¡Bravo! –exclamó el lugarteniente con entusiasmo feroz-. ¡Veremos a ese maldito “Cape-Town” convertido en una pira!

En eso se oyó un ronco fragor y Solilach preguntó a su segundo qué podía ser aquello.

-En el crucero están redoblando los tambores.

-Aprestémonos entonces a resistir el abordaje.

El barco enemigo sólo se hallaba a seiscientos metros del “Garona”, y desde éste podía verse a los ingleses ubicados a lo largo de la borda y listos para la arremetida. Pasaron pocos instantes y luego se vio una nube blanca coronar la proa del “brick”. Sonaron dos detonaciones y dos balas fueron a quebrar la verga del palo mayor del barco negrero.

-¡Ánimo, muchachos! –gritó el comandante con voz estentórea-. ¡Apunten justo y golpeen fuerte…! ¡Fuego!

Los dos cañones de popa tronaron al mismo tiempo y tras algunos segundos un alarido de dolor se elevó del crucero: seis hombres que se hallaban junto al palo de trinquete habían sido masacrados por un proyectil. Del “Garona” se elevó un clamoroso ¡hurra!

La carrera prosiguió algunos minutos más; la proa del “brick” fulguró de nuevo y otros mensajeros de muerte  llegaron al velero agujereándole las velas y destruyéndole parte de la banda izquierda. Solilach, bramando de furor, se precipitó donde estaban sus artilleros.

-¡Maldición! –gritaba-. ¡Fuego! ¡Fuego!

Las piezas de babor dispararon con horrible estruendo contra el navío enemigo. Una parte de su castillo de proa voló en astillas y los pedazos de dos o tres vergas quebradas cayeron sobre el puente mientras la fusilería entraba en acción. Los tiros de cañón, los silbidos de las balas, las imprecaciones, los lamentos de los heridos, las voces de mando, producían un estruendo infernal. El “Cape-Town”, envuelto en humo, lanzando llamas, se hallaba a pocos metros del “Garona”. De pie en medio de las baterías, el capitán Solilach comandó:

-¡Metralla!

Todas las bocas de fuego que miraban al crucero dispararon al mismo tiempo contra su estructura mientras la mosquetería lanzaba una tempestad de plomo sobre el puente, las velas y los hombres apostados en las cofas. De repente de produjo el choque formidable de las dos embarcaciones que los amortiguadores de cáñamo trenzado apenas pudieron atenuar; de una y otra parte fueron arrojados los garfios de abordaje, y el “Cape-Town” y el “Garona” se encontraron sólidamente enganchados.

Los negreros, sin perder un instante, invadieron el campo adversario. Solilach, con el sable en la diestra y la pistola en la izquierda, avistó al capitán inglés y le abrió la garganta de un formidable tajo, después de lo cual se precipitó como un león furioso al medio de la marinería enemiga, seguido de sus hombres. La lucha se volvió feroz; ambas fuerzas combatientes se acometían a tiros y cuchilladas y se tiraban granadas de mano que producían estragos. Los ingleses, más numerosos, hacían esfuerzos violentos para expulsar a los del velero, pero éstos se sostenían firmemente y con el capitán y el segundo a la cabeza peleaban con todo denuedo. Los gavieros de maniobra del “Garona”, viendo la popa del “brick” un tanto libre, creyeron llegado el momento de poner en práctica las instrucciones de su comandante. Hicieron oscilar los barriles que colgaban de las poleas, los dejaron caer, y deslizándose por las cuerdas, con varios golpes de hacha los desfondaron. El alcohol corrió por la popa, ganó la escotilla y se filtró por la cala. Le prendieron fuego y un instante después una nube de humo denso proveniente del interior fue a mezclarse con el blancuzco de los cañones.

-¡”Ramba”! –aullaron los gavieros.

Al oír la señal, los del velero, batiéndose en retirada, empezaron a dejar el crucero y agarrados a las escalas de cuerda y a las jarcias, se pusieron en salvo a bordo de su barco. El último en hacerlo fue el capitán. Los ingleses, entonces, quisieron a su vez lanzarse al abordaje, pero en tanto una parte de los negreros cortaban a hachazos los garfios de sujeción, la otra los acribillaba a tiros. El “Garona”, obediente al timón y empujado por el viento, se iba apartando lentamente y los cañones reiniciaban su mortal concierto. Ignorantes los británicos del peligro que los amenazaba, hacían tronar sin pausa a sus bocas de fuego y los encargados de la maniobra trabajaban con afán en las velas para ver de abordar otra vez a la nave enemiga.

De pronto gritos de terror llenaron el espacio. Los tripulantes del “brick” habían advertido el incendio en el vientre de la nave y, presos de pánico, abandonaban las baterías y los fusiles y se precipitaban a las bombas. Los del barco negrero continuaron cañoneándolos: cayó el palo mayor, partido bajo la cofa; el bauprés, también despedazado, se hundió en el mar; el puente se cubrió de jirones de velas y cuerdas y la tripulación caía diezmada por la metralla. Fue entonces que el capitán Solilach, sintiendo piedad por aquellos desgraciados, ordenó:

-¡Basta! ¡Cesen el fuego!

Pero los artilleros, azuzados por el segundo, fingieron no haberlo oído y siguieron tirando con mayor rapidez.

-¡Basta, he dicho! –les gritó el comandante con voz imperiosa.

-Déjelos que exterminen a esa canalla –medió el lugarteniente, que estaba manejando una pieza.

-¿Pero no ve que ha sucumbido la mayor parte? –aulló el superior aferrándole del brazo-. ¡He ordenado el cese del fuego!

Los cañoneros obedecieron, aunque de mala gana. Del barco enemigo se desprendía una nube negra y densa y de entre ella, poco después, una enorme llamarada vino a alumbrar un espectáculo horripilante. Los marineros del crucero habían abandonado las bombas y trataban de arriar los botes para salvarse, pero éstos, agujereados por las balas, se habían vuelto inservibles. Profiriendo gritos de espanto corrían de un lado al otro, cegados por el humo y chamuscados por las llamas. Muchos, en su desesperación, se encaramaban a los palos y con gestos y voces pedían ayuda a sus adversarios. El capitán Solilach ya había mandado echar al mar las lanchas para recogerlos, cuando un trueno pavoroso sacudió la atmósfera y una gigantesca columna de fuego se elevó al cielo.

El casco del navío había saltado en pedazos por la explosión del polvorín. El veloz crucero “Cape-Town” había dejado de existir.

Capítulo 8. El Ecuador

La tripulación del “Garona” había presenciado la terrible escena de destrucción muda de espanto, y desde el capitán hasta el grumete no podían apartar los ojos del abismo en que había desaparecido el navío y de los restos medio carbonizados que se mecían sobre las olas.

-¡Horroroso! ¡Horrorosa! –exclamaba Solilach.

-Sí, es horrible –convino el lugarteniente- pero hay que pensar en salir de aquí, capitán. El remolino va ensanchándose y me inspira temor.

Soplaba un ligero viento este, pero el velero abandonado a sí mismo, no avanzaba.

-¡Ohé! ¡Contrabrazadas a babor! –comandó el contramaestre.