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El aspecto del cielo se había vuelto amenazador: las nubes se agrupaban unas sobre otras impulsadas por corrientes contrarias; las sombras iban creciendo y a los silbidos del viento se agregaban ahora los mugidos del mar. El “Garona”, con el velamen reducido, corría velozmente, hendiendo las olas que comenzaban a encabritarse. Se hallaban cerca de la costa americana, esto es, en una zona muy frecuentada por las borrascas, y por ello Solilach creyó prudente tomar todas las medidas para no dejarse sorprender por el huracán.

Se consolidaron los mástiles, sobre todo los de cofa, con fuertes cordajes de reserva; las maromas de sostenimiento fueron reforzadas y renovadas algunas; se colocaron acolchados en los sitios en que las vergas y las velas vienen a chocarse; los cañones fueron amarrados a las bordas con fuertes cables, las llaves de tiro cerradas, y se prepararon las velas de fortuna. Cuando todo estuvo listo, el comandante se cruzó de brazos y esperó. Los marineros, cada cual en su puesto, miraban con indiferencia las olas espumantes que iban a estrellarse con fuerza contra los costados del barco, pero a la hora se habían vuelto gigantescas y movidas de distintas direcciones llegaban hasta el alcázar y muchas lo cubrían. Con el recio balanceo rodaban de un lado al otro los pobres negros.

Casi todo el día el velero fue juguete del mar y por la noche la tempestad había adquirido tal violencia y el viento era tan potente, que volaba con una celeridad increíble hacia la región antillana. Reventaron velas que desaparecieron en la oscuridad; las aguas rompieron las bordas e invadieron con furia el puente derribando aparejos y hombres. El capitán, firme en su puesto, al ver que no podía luchar contra los elementos, dejó que la nave siguiese el curso a su voluntad. Pero en estas condiciones resulta extremadamente difícil gobernarla, por lo que a pesar de la pericia y bravura del segundo, que había empuñado el timón, daba bordadas de varios cuartos de una banda a otra. Tan zarandeado fue el “Garona” durante cuatro días, que repetidas veces oficiales y marineros llegaron a proponer al comandante cortar la arboladura para  que pudiese resistir mejor a la fuerza del viento, pero Solilach había rehusado siempre poner en práctica tal recurso. Afortunadamente la tempestad comenzó a amainar, las olas fueron perdiendo violencia y el barco moderó su loco bailoteo. Ya era tiempo, porque la tripulación había llegado al límite de sus energías y los negros de su resistencia. Al oeste, a unas dieciocho millas a barlovento, se dibujaba una tierra baja.

-¡Ya estamos frente a las Antillas! –anunció el capitán después de haber fijado a mediodía la posición del velero.

La isla de Antigua, que se encuentra entre la de Johnstown y la Redonda, surgía como una roca perdida en el mar. El capitán, sin vacilar, mandó desplegar todas las velas de fortuna con el fin de alcanzar a la brevedad posible el estrecho que divide la isla de Cuba de la de Santo Domingo. Al cabo de dos días ponía la proa sobre Puerto Rico y veinticuatro horas más tarde se hallaba a la vista del Cabo Engaño. Pasó por delante y se aventuró a lo largo del banco Silver, cruzó a medianoche, al claro de luna, por la isla La Tortuga, célebre por sus filibusteros, y a la mañana siguiente la embarcación se deslizaba por el canal de Paso del Viento. Corrió todavía por espacio de dos días algunas bordadas a causa de las corrientes contrarias que sopla-ban en el estrecho, luego rasando las costas cubanas dobló al sur y a las tres de la tarde el vigía señaló la angosta entrada a la bahía de Santiago.

-¡Todo va bien! –exclamó Solilach alegremente y refregándose las manos.

Dejó que la nave se acercase más a tierra y echó anclas en una ensenada desierta llamada Loma de Guinea. Allí mandó que se recogieran todas las velas y el “Garona” quedó inmóvil a menos de dos millas de la costa y a siete de la boca de Santiago.

Capítulo 10. El desembarco de los negros

En cuanto el “Garona quedó anclado y sus velas recogidas y envueltas en lona encerada, el capitán bajó a su cabina, escribió una carta e hizo llamar al oficial.

-Escúcheme –le dijo al confiársela-. Tome ocho hombres y trasládese en una lancha a Santiago; pregunte allí por los hermanos Smaller, dos ricos plantadores, entrégueles el escrito y una vez obtenida su respuesta, regrese inmediatamente.

 Volvió a cubierta y se dirigió a proa a preparar el viaje. Acababa de dar las órdenes del caso, cuando se sintió golpear el hombro. Al volverse no pudo contener un gesto de impaciencia: el segundo estaba allí sonriéndole irónicamente.

 -¡Qué es lo que desea, señor? –le preguntó un tanto frío.

 -Saber adónde va usted.

 -A tierra.

 -¿Verdad? ¿Y a hacer qué?

 -A llevar una carta.

-Está bien; vaya no más.

 El lugarteniente se quedó con los dientes apretados y la expresión sombría. Lista la chalupa, el oficial se instaló en ella e impulsada por ocho remos se alejó velozmente con la proa apuntando hacia Santiago. A bordo, en tanto, el capitán hacía dividir a los esclavos en grupos para que fueran llevados a tierra en cuanto llegasen los compradores. Con una consideración absolutamente desconocida entre los negreros, trató de unir las mujeres con sus maridos y a los padres con los hijos; hizo quitar las cadenas a los que la habían llevado durante tanto tiempo y mandó descender al agua todas las lanchas.

 Transcurrió el día entero y la noche sin que el oficial hubiese regresado, cosa que mantenía un poco impacientes al capitán y a la tripulación, bien que el primero conociese las dificultades con que aquél había tropezado para dar con los dos plantadores. Pero al amanecer, el marinero de guardia señaló embarcación a la vista y un cuarto de hora después Ravinet estaba a bordo y entregaba una carta al comandante.

 -Veamos lo que dicen –murmuró éste rompiendo el sobre, y leyó para sí:

“Querido capitán:

Tenga listos trescientos esclavos para los hermanos Charmel. Cotización en alza. Mañana a la noche las señales.

Adiós.

Henry Smaller.”

-¡Magnífico! –exclamó refregándose las manos.

 -¿Piden muchos esclavos? –preguntó presuroso el oficial.

 -Trescientos y los precios han subido… ¿Cómo se las arregló para encontrar a los hermanos Smaller?

 -La cosa no ha sido fácil y antes de dar con ellos tuve que recorrer casi toda la ciudad. Viven en una mansión de una belleza maravillosa, atendida por un ejército de siervos negros y rojos.

 -¿Lo acogieron bien?

 -Pasé un día delicioso, capitán.

 -Esta noche, más o menos a las once, veremos las señales, o tal vez después de medianoche.

 -¿Pagarán mucho por los esclavos?

 -Depende de la concurrencia; cuando escasean los negreros, se pagan mejores precios. Hoy que el tráfico es reducido, el valor ha subido notablemente: un hombre robusto vale mil dólares; una mujer, de seiscientos a mil y aún más, según su belleza y complexión; un adolescente de doce a veinte años, se cotiza entre doscientos y quinientos, y un niño, cincuenta o cien.

 -Entonces de los quinientos que llevamos podrá sacar una suma enorme.