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-¿Salió bien el negocio, capitán? –preguntó el oficial cuando los cubanos se habían ido.

 -Embolsé doscientos mil dólares –le confió Solilach del mejor humor.

 -¿Y qué hará con los demás esclavos?

 -Mañana vendrá a verlos un brasileño… ¡Buenas noches, Ravinet! Me voy a dormir.

 Al otro día, hacia la medianoche, se repitieron las señales y poco después subía al “Garona” un hombre de edad más bien avanzada que había llegado en una chalupa. Era el plantador del que habían hablado los hermanos Charmel, el cual saludó cortésmente al comandante y sin más preámbulos inició el trato, que se cerró satisfactoriamente luego de salvadas algunas diferencias en el precio. Adquirió todo el lote de negros en ciento sesenta mil dólares, desembolsó la suma y aquellos fueron transportados sin inconveniente a la costa.

 Temprano en la mañana siguiente, el capitán reunió a todo el personal sobre cubierta, se hizo acompañar por diez marineros a su cabina y volvió conduciendo cierto número de bolsitas más o menos iguales.

 -¡Oro! –exclamaron en coro los convocados mirándolas con codicia.

 Un murmullo confuso de expectación y contento acogió sus palabras y todos los ojos volvieron a posarse en los saquitos amontonados a los pies del comandante.

 -¡Capitán Solilach, trescientos mil dólares! –proclamó él mismo y giró una mirada en torno para ver el efecto producido.

 Nadie pestañó, señal que oficiales y tropa estaban conformes con la parte que se atribuía el capitán.

 -¡Lugarteniente Parry, treinta mil!

 Un fulgor de júbilo salvaje brilló en las pupilas del interesado, quien se precipitó hacia la bolsita que le tendía el jefe y teniéndola bien apretada corrió a guardarla en su cabina seguido por las miradas ávidas de los tripulantes.

 -¡Oficial Ravinet, quince mil!

 El nombrado dio un salto y tomó el saquito que el capitán sonriente puso en sus manos. A continuación fue llamando uno a uno a todos los marineros y a cada cual se le entregó una participación de trescientos dólares. Cuando hubo concluido con el último, Solilach pegó un puntapié a la silla en que había estado sentado y exclamó con acento satisfecho:

-¡Otro viaje como éste y basta!

Capítulo 11. La revuelta

Toda la gente de a bordo se había retirado a las cabinas y cuadras a contar su dinero o a jugárselo a los naipes, con la esperanza de duplicarlo a costa de los camaradas. El capitán había quedado solo en el puente inspeccionando el estado de los aparejos antes de zarpar de nuevo para el Atlántico. Hacía una media hora que revisaba vergas y cordajes, cuando advirtió a Bonga apoyado al timón con los ojos fijos en el oriente, como si tratase de descubrir más allá del horizonte a su lejana patria africana. Solilach se detuvo algunos instantes a observar su rostro triste, luego se le acercó y posándole una mano en el hombre le dijo con voz dulce:  

-Escúchame, Bonga.  

-¿Qué desea de mí, capitán? –preguntó el Hércules con voz sombría.

-¿Cuánto darías por volver al África, rever sus bosques, el Coanza, tu reino?  

-¡Lo que me pidiesen: trozos de mi carne, litros de mi sangre, una parte de mi fuerza, todas las riquezas que dejé allí…!  

El comandante permaneció durante algunos minutos callado; luego prosiguió:  

-¿Estarías contento si después de acompañarme en este viaje te devolviera la libertad?  

-¡Si, sí! –exclamó el coloso con acento salvaje y lanzando llamas por los ojos.  

-Pues te empeño mi palabra de que serás libre y que pronto ocuparás de nuevo tu puesto en medio de tus vasallos.  

Bonga se pasó una mano por la frente como si quisiera alejar un mal pensa-miento e inquirió con voz amarga:  

-¿Será lejano ese día?  

-Dentro de seis o siete meses. ¿Lo dudas?  

El negro sacudió la cabeza melancólicamente y murmuró:  

-No; pero tengo un triste presentimiento… El de que no veré más a mi querida patria.

-¿También tú eres supersticioso? ¡Puedes engañarte!  

-No; Bonga no se engaña. Hace diez años un “gangas”, el más célebre del Coanza, me predijo que caería en esclavitud y que no volvería a ver a mi tribu.  

-¡Locuras, Bonga! Yo no creo en tus brujos y te digo que volverás a ser el rey de los casenhas.  

Dicho esto, Solilach bajó al entrepuente que se hallaba lleno de marineros ocupados en desplumarse unos a otros. El segundo y el oficial, sentados frente a frente delante de un barril, parecían empeñados en una partida encarnizada. Seis o siete de los tripulantes, que habían perdido la mayor parte de su dinero, los rodeaban. Hasta la puesta de sol los dados y los discos de oro rodaron sobre las improvisadas mesas de juego, hechas con cajones y toneles, pero a esa hora el capitán, sin ningún exordio, ordenó se pusiese fin al entretenimiento y se desplegasen las velas. En un abrir y cerrar de ojos desaparecieron cubiletes, cartas y monedas y minutos después los marineros trepaban a los mástiles, se aferraban a las vergas y cuerdas, desenrollaban prestamente las velas envueltas en sus cubiertas impermeables e izaban las chalupas en las grúas. Al poco tiempo el “Garona”, impelido por una fresca brisa, tomaba el largo hacia las islas de Barlovento.  

Antes de la semana atravesaba el canal y surcaba el océano apuntando la proa a la costa africana. El segundo, que hasta entonces no había abierto la boca, al ver el rumbo que tomaba el barco hizo una mueca de rabia, se aproximó al comandante que fumaba tranquilamente junto a la árgana y le tocó el hombro.  

-¡Capitán!  

Éste se volvió y notó la expresión hosca del rostro de su segundo.  

-¿Qué desea, señor Parry?  

-He venido a preguntarle adónde piensa dirigirnos –dijo el segundo con tono áspero.  

-¿Qué es lo que quiere decir? –replicó Solilach palideciendo-. ¿Quién le da a usted el derecho de preguntarme lo que hago ni adónde voy? ¿Pretende acaso que le de cuenta de mis proyectos?  

-No es ésa mi intención, sino saber solamente hacia dónde dirige el barco.  

-¡Mil rayos! –gritó Solilach con voz airada-. ¿Olvida usted quién soy yo aquí? ¿Cree que me falta autoridad para hacerlo guardar a vista en su cabina?

-Disculpe, capitán –contestó Parry con la mayor calma-; sólo quería hacerle una simple pregunta.  

-Bien; si eso es todo, sepa que volvemos a África, al Coanza, a cargar negros para Santo Domingo.  

-¡Siempre haciendo los negreros! –comentó el lugarteniente sarcásticamente.  

-Sí, señor. ¿Le disgusta, quizá?  

Parry dirigió una mirada en torno y al notar que muchos marineros se habían acercado y escuchaban con interés el diálogo, dijo con su habitual tono irónico:  

-Creía que había aceptado mi consejo.  

-¿El de convertirme en pirata? ¿El de volverme ladrón y asesino? –aulló con violencia el comandante.  

-Es un oficio que rinde cien veces más, señor –replicó el segundo con toda tranquilidad.