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El capitán mandó disparar un cañonazo de saludo y echar al agua una lancha, provista precaucionalmente de una espingarda, que ocupó con su segundo y ocho marineros armados. Cargose una buena cantidad de frascos de aguardiente, y luego de diez minutos de rápida carrera la expedición desembarcaba en medio de los alaridos de una muchedumbre de indígenas que parecían enloquecidos de contento. Solilach, seguido de su escolta, se dirigió directamente a la morada de Pembo, el rey de la tribu, compuesta de tres vastas cabañas con techo de paja, circundadas de verandas y pintadas de rojo, situadas en la mitad de la población. Dos hileras de palos toscamente esculpidos con serpientes y fetiches adornados con amuletos de piedras diferentes y colas de animales, formaban una especie de calle que conducía a la entrada principal. La formidable algazara que armaban sus súbditos había despertado seguramente al monarca, el cual apareció en la puerta de su “tembé”. A la vista del capitán emitió un grito gutural que no tenía nada de humano, se precipitó hacia él y aferrándole la mano se la sacudió repetidas veces a la moda europea.

Pembo era un negro robusto, muy alto y representaba unos cuarenta años de edad; su rostro, alterado por el desmedido abuso del alcohol, aparecía horriblemente contraído, lo que le daba un aspecto espantoso. La indumentaria no podía ser más ridícula: llevaba en la cabeza un casquete rojo ornado con amuletos de piedra y coronado de un penacho de plumas de vivos colores que sacudía incesantemente para hacer tintinear unas pequeñas campanillas allí escondidas;  su pecho, completamente desnudo, estaba cubierto en su totalidad de tatuajes que mostraban cabezas de leones y garras de monos; sus brazos y piernas cargaban numerosos anillos de marfil y cobre y brazaletes de lata; una corta falda gastada y sucia, de tela rayada, en la que resaltaban cuentas de vidrio, le cubría los muslos, y en la cintura ostentaba un hacha de guerra y un “simo”, especie de sable dentado como una sierra. Detrás de él salieron una docena de mujeres cubiertas con breves faldas de colores chillones, engalanadas con pulseras, anillos y gruesas cuentas de vidrio y el cuello sujeto con pesadas argollas de bronce que les aplastaban los hombros.

Terminadas las ceremonias rituales, el capitán y su lugarteniente penetraron en la residencia real para hablar de negocios, mientras una veintena de músicos, soplando cuernos y golpeando “upatú” (una suerte de platos de cobre) y “kilindi” (tambores construidos con trozos de tronco cavados), tocaban una destemplada y fragorosa marcha, seguramente agradable a los oídos africanos, pero insoportable a los europeos. El interior de la real vivienda era de una simplicidad sin par. Contenía varias pieles de león que debían servir de camas; una rústica mesa pintada de rojo; algunos escaños de extravagante forma y amuletos de gran tamaño. Completaba el mobiliario dos enormes vasijas de barro repletas de “pombé”, fortísima cerveza repulsiva para los blancos, pero que los negros, y en especial Pembo, bebían con deleite. El segundo Parry descorchó varias de las botellas  traídas y se inició la conversación. El monarca hablaba un portugués muy malo, pero lo suficientemente comprensible para sus interlocutores.

-Pembo –comenzó el capitán después de vaciar una copa de aguardiente-, ¿cuántos esclavos te han proporcionado las guerras de este año?

-Muy pocos, capitán –contestó el interpelado sacudiendo la cabeza y entornando los ojos con una mueca de descontento.

-Necesitaríamos alrededor de quinientos hombres.

-Sólo poseo la mitad –declaró el monarca, llevándose a los labios apresuradamente una botella, de cuyo contenido tragó más de la tercera parte.

-¡Maldito beodo! ¿Qué hacemos con tan pocos esclavos? –gruñó el segundo en inglés.

-Tendremos que aceptarlos –manifestó Solilach-. Iremos a completar la carga en El Cabo; los hotentotes y los grandes namaquas valen tanto como los del Coanza –y dirigiéndose al negro inquirió-: ¿Por qué son tan pocos este año?

-Abandoné la guerra por la caza –explicó éste.

-¡Lástima! Por otra parte, el precio de la mercadería está en baja esta temporada, el transporte más difícil y los peligros mayores. Bueno; vamos a ver ese lote.

Pembo se puso de pie tambaleándose, y sin abandonar la botella que tenía en la mano se encaminó con los otros dos hacia una gran choza cerrada que guardaban seis guerreros armados de hachas y largas jabalinas. Del interior salían voces roncas e imprecaciones pronunciadas en diversos dialectos, reforzadas de tiempo en tiempo con el estallido de aullidos ensordecedores. Franqueado el paso, los visitantes penetraron en un vasto local donde se encontraban amontonados, de pie o acurrucados como monos, más de doscientos negros entre varones, mujeres y niños. Muchos reían, otros metían bulla y blafemaban; algunos sentados en círculos cantaban golpeándose los muslos y el pecho y no faltaban los que se habían entregado a la danza, ejecutando una zarabanda indescriptible denominada “bambula”. Los hombres eran robustos, la mayor parte guerreros que habían sido el orgullo de su tribu, pero entre las mujeres podían notarse muchas enfermas. Estas desgraciadas, arrancadas de sus chozas saqueadas e incendiadas a raíz de la derrota, añoraban el lugar nativo que nunca volverían a ver.

-¿Cuántos guerreros? –preguntó Solilach a Pembo.

-Cien –fue la respuesta-, todos fuertes, oriundos de las márgenes del Coanza.

-¿Y mujeres y niños?

-Ciento cincuenta y seis.

-Vamos al barco a concluir el trato.

Una vez a bordo, el comandante le hizo recorrer al negro la nave, para que admirara sobre todo los cañones; luego le condujo a su cabina y, previa una libación de ron, preguntole:

-¿Cuánto pides por los guerreros?

-Diez toneles de agua de fuego –respondió el reyezuelo, mordisqueando el cigarro que le había regalado el segundo.

Los dos marinos lanzaron una carcajada y se pusieron de pie.

-¿Adónde van? –inquirió inquieto el negro.

-A levar anclas –contestó Parry-. Podemos hacer una carga completa de hotentotes por la mitad de lo que pides.

-¿Qué me ofrecen, entonces?

-Cinco por los hombres, cuatro por las mujeres y diez barriles de sal por el resto –manifestó el capitán en tono resuelto.

El retinto monarca se incorporó, apoyó la mano con gesto amenazador sobre su hacha de guerra, dirigió una mirada sombría a los dos guerreros e hizo un paso para salir.

-¿Te vas? –le preguntó Solilach tomándolo del brazo.

-Si; voy a armar a mis guerreros para quemar tu barco –respondió Pembo.

-Eres un obstinado. ¿Crees que voy a dejarte partir así? Siéntate y hablemos.

-Bien; dame dos toneles de agua de fuego y diez “chaut” de tela rayada y acabemos.

-Tendrás lo que pides –accedió el capitán.

Pembo lanzó un grito de alegría, dio una vuelta carnero simiesca y abandonó la cabina para ir a hacer piruetas sobre el puente. Los vasallos, agrupados en la ribera, al ver danzar a su rey se pusieron a imitarlo y el extraño espectáculo duró más de una hora, hasta que el protagonista, agotado y vencido por la borrachera, rodó al suelo donde quedó inmóvil. Solilach lo hizo transporta a tierra y su gente lo llevó al “tembé” a digerir el ron y el aguardiente.