Выбрать главу

Ninguno contestó, pero se oyó el ruido de las armas al ser cargadas. Fue el momento en que siete de los felinos, saltando sobre las llamas, cayeron en el campamento y uno de ellos, después de derribar a un negro de un zarpazo, se arrojó sobre Banes. Pero éste, que estaba alerta, le descargó incontinente su carabina al mismo tiempo que lo hacían otros compañeros. De los temibles intrusos, dos pagaron su audacia con la vida y los otros retrocedieron rápidamente y a grandes saltos se perdieron en las tinieblas.

-Creo que podremos reanudar nuestro interrumpido sueño –propuso el gigantesco brasileño-. Esta noche es seguro que no volverán.

Diez de los tripulantes del “Garona” quedaron de centinelas mientras el resto trataba de dormir. Pero el temor a una nueva irrupción de leones mantuvo a la mayor parte despierta. Cuando la primera claridad asomó por el horizonte todos los animales salvajes habían vuelto a sus guaridas y la expedición pudo proseguir su ruta.

Recorrió una vasta llanura sin un solo árbol que rompiese su monotonía: era una inmensa sabana verde bellamente matizada de orquídeas rojas, jazmines estrellados y jengibres amarillos, que llenaban el aire con su perfume. Cerca del mediodía una nube desmesurada cubrió el sol presagiando el estallido de una fuerte tempestad.  Los guías indígenas empezaron a mostrarse inquietos y uno se apersonó a Parry para decirle con cierto temblor en la voz:

-Es preciso apurar el paso a fin de llegar al río antes de que se desencadene la tormenta, de lo contrario lo encontraremos tan crecido que no podremos vadearlo.

-¿Crees que será cosa seria?

-Temo que sea tremenda.

El segundo ordenó que se forzase la marcha,  y de ese modo, a las cinco de la tarde pudieron vislumbrarse en el horizonte los primeros árboles anunciadores de la proximidad del río. Se fueron dejando atrás pequeños grupos de tamarindos, palmeras, sicomoros y algunos “baobab” solitarios, y a las ocho la compañía desfiló bajo una espesa bóveda de follaje y en medio de una profunda oscuridad. Todos caminaban de prisa, deseosos de alcanzar lo más pronto posible el curso de agua, pues el temporal se iba acercando lentamente. Los pájaros habían interrumpido su canto, los animales terrestres se habían refugiado en sus cuevas, el aire se hacía más denso y las sombras más compactas.

-Creo que el huracán que se nos viene encima va a ser de los bravos –opinó Parry-. En estas regiones son raros, pero cuando estallan su violencia es terrible.

-Yo pienso lo mismo –expresó el oficial-. Vamos a tener una mala noche y a menos que demos con algunas cavernas al otro lado del río, la gente tendrá que pasarla sin dormir. Le pediré alguna información a los guías.

-Bien; hágalo usted.

El oficial llamó con una seña a uno de los guerreros de Pembo.

-¿Estamos lejos del río? –le preguntó.

-Una milla –fue la respuesta.

-Y una vez vadeado, ¿hallaremos dónde guarecernos?

-En las grutas.

-Menos mal –murmuró el oficial.

Los hombres estaban tan cansados que muchas veces habían propuesto hacer alto, pero las exhortaciones del lugarteniente los incitaba a seguir, y media hora más tarde la columna llegaba a la orilla de un ancho torrente todavía seco. Numerosos peñascos y escollos se hallaban desparramados en su lecho como testimonio del ímpetu de la corriente cuando el agua abundaba. Los marineros, sin decir palabra ni preocuparse del huracán que estaba por desencadenarse, se dejaron caer al suelo en cuanto pisaron la orilla opuesta, a pesar de los ruegos del segundo que quería hacerlos retirar hasta los refugios. No le quedó a éste otro remedio que buscar reparo con pocos de ellos junto a algunas rocas.

Serían las diez de la noche cuando un colosal relámpago rasgó las tinieblas. Se produjo en seguida un formidable estallido y en el mismo instante cayeron las primeras gotas de lluvia. El viento, rugiendo con violencia extrema, doblaba los árboles quebrando sus ramas y las descargas eléctricas y el fragor de los truenos se sucedieron a partir de entonces sin interrupción. Los dos oficiales y los hombres que los acompañaban se pusieron de pie aferrándose a las rocas para resistir la fuerza del viento, pero los hombres que se habían echado sobre el terreno pedregoso continuaron durmiendo a pesar de la lluvia torrencial que les caía encima.

De pronto llegó de lejos un rumor extraño, parecido al estruendo de una catarata o al mugido de un torrente, el cual iba aumentando en intensidad. Parry, luchando esforzadamente contra la potencia del vendaval, se arrastró hasta el borde del río y miró: el agente que producía el fragor descendía por su cauce. Sin perder un segundo se precipitó al medio de los dispersos durmientes gritando:

-¡Alerta…! ¡Corran…!

Los marinos, a la voz imperiosa del jefe, se incorporaron de un salto, y recogieron con toda premura sus armas y abrigos y huyeron hacia la ribera. Era tiempo. Minutos después una ola enorme, espumosa y burbujeante, bajaba con extraordinaria  pujanza por la cuenca en pronunciado declive, haciendo rodar pesados peñascos y grandes troncos de árboles. En un instante el ancho y árido lecho del río se había convertido en un torrente impetuoso de más de un metro de altura y en constante crecimiento. Los expedicionarios, desconcertados y aturdidos, contemplaban el fenómeno con ojos de espanto.

-¿Dónde se encuentran las grutas? –inquirió el lugarteniente.

-Vengan –dijo uno de los días.

Con infinitos esfuerzos y utilizando manos y rodillas, pudieron los marinos seguir a los negros y llegar un cuarto de hora después delante de algunas cavernas excavadas en los flancos de una pequeña colina. Mientras la gente trataba de guarecerse en ellas, afuera el huracán se desataba con violencia extrema. Pero a las cuatro de la madrugada ya se había disipado con la misma rapidez con que empezara, permitiendo a los extenuados marinos algunas horas de tranquilo reposo.

Eran ya las ocho pasadas cuando reanudaron la marcha a lo largo de un terreno húmedo y resbaladizo, pero que muy pronto se volvió transitable  bajo los potentes rayos del sol. Al mediodía ascendían por el declive de un cerro rocoso en cuya altura acamparon. Estaban por encender fuego para preparar el almuerzo, cuando los finos oídos de los negros percibieron un lejano rumor de ladridos y gritos humanos procedentes de un bosque que comenzaba al pie de la eminencia. En un santiamén toda la tropa se puso en estado de alerta con las armas preparadas.

-¿Qué sucede? –preguntó el segundo a uno de los guías.

-Hombres que cazan –informó éste-. ¿No oye los ladridos de los perros? Deben perseguir elefantes.

-Podríamos emboscarnos detrás de las matas y caer de sorpresa sobre los cazadores –sugirió Parry.

-¡Vamos! –gritaron al unísono los marineros.

Se echaron los fusiles al hombro y como una bandada de cuervos bajaron la cuesta y se internaron en la fronda de un grupo de arbustos. Pasaron diez minutos que emplearon en extender sus líneas para cercar a los cazadores: los ladridos y voces se fueron aproximando y al rato se vio salir de la espesura del bosque dos voluminosos elefantes que huían a grandes pasos hostigados por una jauría de perros.

-¡Atención, llegan los negros! Dejemos que se acerquen –instruyó el conductor de la tropa.

En ese momento invadía el descampado una multitud de indígenas armados de largas lanzas.