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-¡Es una tribu entera! –murmuró el segundo-. Vamos a tratar de sorprenderla.

Capítulo 4. El poderoso Bonga

Los dos grandes paquidermos acosados de cerca por los perros corrían en dirección a las matas en que estaban ocultos los fusileros sin hacer el menor caso de las flechas que les disparaban los cazadores y que eran como pinchazos de alfileres para su espesa epidermis. Pero hubo un instante en que, ya exasperados, se volvieron para acometer furiosamente a los negros, los cuales se dispersaron corriendo como liebres.  Uno de ellos fue alcanzado por la trompa del animal que iba delante, lanzado a prodigiosa altura y luego pisoteado horriblemente. Coléricos a su vez los de la tribu, afrontaron al matador y le sepultaron más de diez jabalinas en el vientre. El herido, perdiendo sangre, trató de ganar de nuevo el bosque, pero alcanzado nuevamente por las lanzas de sus perseguidores, se detuvo a los pocos metros, agitó la trompa, lanzó un largo barrito y doblando en dos su enorme cuerpo se derrumbó a tierra.

Un clamor inmenso saludó la caída del coloso, y alentados por el triunfo, los salvajes se pusieron a dar caza al compañero, detenido a unos cuarenta pasos del sitio en que estaban emboscados los tripulantes del “Garona”. Este elefante era de mayor corpulencia que el que había sido abatido y poseía dos colmillos de extraordinaria longitud y admirable blancura. Al ver aproximarse a los agresores, cargó rabiosamente contra ellos, volteó a dos o tres y satisfecho trató de abandonar el campo y refugiarse en la selva. Los negros, empero, le cayeron rápidamente encima y  lo acribillaron a lanzazos hasta dejarlo sin vida. Divididos luego en dos grupos se pusieron a arrancar a las víctimas a golpes de hacha la grasa, sustancia altamente apreciada por los naturales.

En eso estaban cuando en la mata sonó un largo silbido y vieron salir de la misma y avanzar rápidamente sobre ellos al numeroso grupo de blancos y negros que estaba emboscado. Los cazadores, tomados de sorpresa, se habían aglomerado confusamente detrás de los elefantes muertos, mas ya un tanto repuestos empuñaron sus largas lanzas decididos a ofrecer una desesperada resistencia.

-¡Ríndanse! –les gritó Parry.

Contestaron con una lluvia de flechas que tumbó a dos de sus hermanos de raza que formaban en el otro bando y provocó una descarga cerrada de los fusiles europeos. Los salvajes retrocedieron, dejando en el terreno  media docena de cadáveres.

-¡Adelante! –ordenó el lugarteniente-. ¡Al asalto!

Antes de que los marineros se movieran, sus adversarios, lanzando  terribles gritos de guerra, se lanzaron imprevista y furiosamente a su encuentro con hachas y jabalinas y los obligaron a retroceder un trecho para luego dispersarse y ocultarse detrás de los árboles. Los marineros y sus auxiliares, sin preocuparse de la lluvia de proyectiles que partían de todas direcciones, con una enérgica acometida lograron desalojarlos y tomarles una docena de prisioneros, pero la mayor parte logró ponerse a salvo internándose en lo más tupido de la selva. Tendidos sobre el terreno habían quedado, junto con diez y seis cazadores, dos europeos y ocho súbditos de Pembo.

Parry reunió a sus hombres y les hizo tomar un descanso para que pudieran vendarse las heridas, y una hora después los puso nuevamente en movimiento con el propósito de alcanzar Upalé, la aldehuela de los fugitivos, distante veinte millas, donde seguramente debían de haberse concentrado. Hacia el crepúsculo, al cabo de una marcha fatigosa por la enmarañada selva, la columna llegó a un riachuel afluente del Coanza, cuyas riberas fangosas estaban cubiertas de malezas de casi tres metros de alto, entre las que se destacaban algunos tamarindos. Los exploradores se aprestaban a atravesarlo, cuando se los vio detenerse bruscamente y ocultarse entre el follaje. El séquito se apresuró a imitarlos y el segundo, llegándose hasta uno de ellos, inquirió:

-¿Qué es lo que ocurre?

-Hemos visto gente en la orilla opuesta –fue la información.

-No importa; sigamos adelante.

Atravesaron la corriente, y ya en el otro lado, previo examen de las pisadas, uno de los guías informó:

-Unos veinte hombres han pasado por aquí anoche. Señaló un cuerpo tendido entre la hierba y prosiguió-: Tiene la garganta abierta de un hachazo. No pertenece a la tribu de Bonga. La banda que pasó por aquí debe estar formada por esclavos de guerra.

-¿Les damos caza?

-Sería tiempo perdido; nos llevan una ventaja de doce horas. Es mejor que nos ocupemos de los cassenheses.

-Tienes razón; continuemos.

Media hora más tarde los de la vanguardia volvieron a hacer alto.

-¿Qué sucede ahora? –quiso saber el segundo.

-El villorio está a la vista –comunicó el mismo guerrero señalando algunos puntos rojos que surgían del centro de un pequeño bosque situado a doscientos o trescientos metros.

-Acampemos aquí –dispuso el comandante de la expedición-, y mañana a primera hora atacaremos.

Envió a dos negros a que explorasen los alrededores, los cuales, media hora después, estaban de regreso con la información de que la aldea sólo estaba defendida por una empalizada y que dentro de ella se hallaba Bonga con unos ciento cincuenta guerreros. La noche pasó tranquila y a los primeros fulgores del alba la tropa, dividida en dos secciones, se puso en marcha con instrucciones de rodear la posición.

Los habitantes de la aldea, empero, estaban alertas y en cuanto los atacantes llegaron a las estacadas, hicieron oír sus alaridos de guerra y más de doscientos combatientes encabezados por un negro de estatura gigantesca que se engalanaba con plumas y anillos de bronce, acudieron a defenderla blandiendo lanzas, arcos y hachas. A la descarga de cincuenta fusiles respondió una tempestad de dardos y flechas acompañada de clamores pavorosos. Los agresores, formados en tres pelotones, se lanzaron al asalto, y después de derribar con las hachas los palos del cerco, persiguieron a los defensores el centro del poblado en cuya plaza se hicieron fuertes y rechazaron todas las acometidas de los negreros.

Furioso el brutal comandante por tan heroica resistencia, mandó lanzar granadas incendiarias para prender fuego a las chozas. Las mujeres y los niños, locos de espanto, corrían de un lado a otro huyendo de las llamas que se propagaban con extraordinaria rapidez, mientras los hombres luchaban denodadamente en torno a su hercúleo jefe, que hacía prodigios de fuerza y de coraje. Un marinero lo tomó de mira y disparó su arma, pero un negro llegó a tiempo para recibir la bala en su pecho, hazaña que repitió otro compañero parando con su cuerpo un formidable hachazo descargado contra su rey.

Durante cierto tiempo la lucha fue un sucederse de ataques y retrocesos, hasta que Bonga, decidido a poner término a la masacre de su gente, se arrojó hacha en mano al medio de los enemigos con el intento de abrir una brecha en sus filas. Derribado y con diez carabinas apuntándole a la cabeza, fue obligado a rendirse y lo mismo hicieron a renglón seguido sus vasallos, desmoralizados por la pérdida del conductor. En el campo de batalla yacían más de treinta negros de los dos bandos y diez europeos. El lote de prisioneros se componía de ciento ochenta hombres, unas noventa mujeres y sesenta y cuatro niños. Revisadas las semiquemadas chozas, se recogió como botín una docena de bueyes y veinte cabras.

Los vencedores, después de atar sólidamente a los vencidos, encendieron hogueras y asaron cuatro reses enteras, según la usanza del país. Satisfecha el hambre, descansaron unas horas y emprendieron el regreso al lugar en que estaba anclado el “Garona”. Los cautivos, amarrados de seis en seis, marchaban en silencio seguidos por sus mujeres, a las que se había dejado sueltas, que lanzaban desgarradores lamentos. Bonga había sido puesto bajo la vigilancia rigurosa de cuatro marineros. Era un soberbio ejemplar de varón, con más de un metro ochenta de alto y dotado de una fuerza excepcional. Caminaba con la cabeza alta y miraba con arrogancia a sus captores, pero cuando sus ojos se posaban sobre el lugarteniente, despedían chispas de odio.