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Al caer la noche si hizo alto, y, encendidos los fuegos, fueron sacrificados otros cuatro bueyes. Alrededor del campamento se colocaron numerosos centinelas para impedir la fuga de los prisioneros.

Capítulo 5. El cargamento de carne humana

No se registró ningún incidente. Los cautivos parecían resignados a su suerte y no habían realizado ningún intento de fuga; ni siquiera el indomable Bonga había esbozado el menor gesto de rebelión. Al amanecer del día siguiente la larga caravana emprendía la vuelta abriéndose penosamente un pasaje a través de un bosque poblado de plantas espinosas que martirizaban a los pobres negros. Se habían tomado las mayores precauciones para evitar que algunos tratasen de ocultarse detrás de las matas: se los hacía marchar por entre dos filas de guardianes, y para tenerlos aterrorizados eran molidos a palos cada vez que aflojaban el paso o se permitían pronunciar una palabra de protesta. El inhumano Parry, armado de un látigo, se divertía en repartir golpes  sin discernimiento acompañados de groseros insultos. El rey negro, viendo cómo maltrataba a su gente, se estremecía de cólera y en un momento dado hizo el gesto de querer arrojarse sobre él, pero logró dominarse y se contentó con apretar nerviosamente sus poderosos puños. El movimiento no pasó inadvertido al lugarteniente, el cual se le acercó para preguntarle con voz burlona:

-¿Qué te parecen mis hombres? ¿No crees que son más valientes que los tuyos, que no supieron defenderte?

El cautivo monarca lo miró con ira y prosiguió caminando en silencio.

-¡Eh, negrito! –insistió el marino riendo- ¿Crees asustarme con tus miradas?

También esta vez calló el prisionero; se mordió los labios e hizo crujir las cuerdas que sujetaban sus muñecas. Parry se le aproximó más e hizo chasquear el látigo. El coloso lo fulminó con los ojos, dio un paso atrás, quebró con un ligero esfuerzo las ataduras y le dijo con voz amenazadora:

-¡Blanco, no me irrites!

Seis o siete marineros se echaron sobre él mientras otros le apuntaban las carabinas. Bonga no se movió y se dejó atar de nuevo mansamente. El segundo hizo un gesto de asombro, masculló algunas palabras y se apresuró a alejarse, temiendo que el Hércules, en un descuido, lo estrangulase en medio de sus subalternos.

El día entero se anduvo por entre selvas tupidas, pero a la noche ya pudieron distinguirse los faros de posición del “Garona”, y un poco más tarde los conos de la aldea de Pembo iluminados por la luna. A la media hora se entraba en ella y los esclavos eran encerrados en el barracón junto con los allí amontonados. El capitán Solilach bajó a tierra a la mañana siguiente y pidió a su segundo informes sobre la expedición. También Pembo, medio borracho, se unió a ellos para reclamarles la entrega de la mercadería convenida. Habiéndosele entregado en seguida, comenzó el embarque de carne humana.

Se echaron al agua cuatro espaciosas chalupas tripulada cada una por ocho marineros armados, los cuales recibían de otros compañeros que los conducían desde el depósito, grupos de diez esclavos que era el cupo que podía admitir cada unidad. Los negros sombríos, casi avergonzados, cuando llegaban a bordo eran trasladados al entrepuente, del cual no habían de moverse durante todo el viaje. Cuando el capitán tuvo delante al rey negro, no pudo contener una exclamación de asombro y con acento más bien afable le preguntó:

-¿Quién eres?

-Bonga –contestó el interpelado con altivez.

-¿Qué hacías antes?

-Pregúntalo a ellos –dijo señalando a sus súbditos- y te dirán que Bonga era el rey de la poderosa tribu de los cassenhas.

El capitán quedó silencioso y dejó que el cautivo prosiguiese su camino a la cuadra de encierro. A las dos de la tarde la faena estaba concluida: en el entrepuente los hombres habían sido estibados a proa y los más fuertes encadenados a las argollas fijas en los bancos; las mujeres y los niños sueltos a proa.

Embarcado el cargamento humano y hecha una abundante provisión de agua sacada del mismo Coanza, el comandante se hizo entregar de Bembo, a cambio de viejos fusiles, una buena cantidad de aceite de “elais”, sustancia gelatinosa que es el principal alimento de los esclavos en los buques negreros,  y después de vaciar con aquél la última botella de aguardiente, se despidió del alcoholizado monarca con un apretón de manos, prometiéndole volverlo a visitar lo más pronto posible. La estrafalaria y atronadora banda real, en honor de los viajeros, les estuvo destrozando los tímpanos durante todo el tiempo que tardó el barco en levar anclas y desplegar las velas. El comandante, de pie en el puente, miraba pensativo cómo la aldehuela se iba esfumando en la lejanía.

-Temo que no volveré a verte más –murmuró.

Una triste idea había cruzado por su mente, y para alejarla se puso a dirigir la maniobra. Colocó cuatro marineros a proa para que sondeasen continuamente la profundidad del río; al oficial cerca del timonel para trasmitirle las indicaciones respecto a la ruta, y encomendó al segundo el encargo de hacerlo con las correspondientes al resto de la tripulación. De este modo el “Garona” pudo salvar la peligrosa navegación del Coanza y llegar sano y salvo, al otro día, a su desembocadura. Temiendo la presencia de algún crucero, Solilach mandó cargar los cañones y que Parry se embarcase en una lancha con ocho marineros para averiguar si estaba libre la salida al mar.

-Todo va bien –dijo el segundo al observar el océano desierto y tranquilo.

-Dios nos proteje –comentó un marinero.

-Y el diablo también –agregó su superior-. Levemos enseguida la noticia a bordo.

La lancha viró en el sitio y regresó al “Garona” a dar cuenta al capitán y a la tripulación que esperaban ansiosos, el resultado de la exploración.

-La suerte está con nosotros –informó risueño-. No se ve crucero ni vela alguna.

-Es una buena nueva –declaró Solilach satisfecho-. Temía que alguna nave de guerra se encontrase en acecho.

-También yo lo temía, capitán; pero aún no hemos llegado a América…

-¡Bah! Una vez en mar abierto, no creo que alguien pueda alcanzar al “Garona”; además, no es un barco que se deje tomar fácilmente.

-No sea tan confiado, capitán. Conozco a tres que podrían darnos caza sin esfuerzo.

-¿Cruceros?

-Sí, y dos de ellos vigilan precisamente las costas de Guinea y de Angola. Son la goleta “Orient”, armada con diez y seis cañones y tripulada por ciento cincuenta hombres, y el “Cape-Town”, un “brik” de diez cañones y noventa marineros.

-No le hace. El último tiene dos bocas de fuego menos que nuestro palo, y el otro, aunque tenga cuatro más y casi el triple de marineros, no me inspira la menor preocupación –afirmó el capitán.