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– Creía que el caso ya no estaba en sus manos.

Héctor sonrió.

– Está en mi cabeza.

– Hágame un favor. -Ése era siempre el preludio del final-. De aquí a la próxima sesión intente concentrarse, al menos durante un rato cada día, en lo que tiene. Bueno o malo, pero en lo que compone su vida; no en lo que le falta.

Eran casi las dos de la madrugada, y Héctor sabía que no volvería a dormirse. Cogió el tabaco y el móvil y salió de casa para subir a la azotea. Al menos allí no despertaría a Guillermo. El terapeuta tenía razón en tres cosas. Una, debía empezar a tomar esos malditos somníferos, aunque le jodiera. Dos, el caso ya no estaba en sus manos. Y tres, sí, en el fondo existía en él la convicción de que Ruth había muerto. Por su culpa.

Hacía buena noche. Una de esas noches que podían reconciliarte con el mundo si se lo permitías. El litoral de la ciudad se extendía ante sus ojos, y había algo en los destellos luminosos de los edificios, en ese mar oscuro pero tranquilo, que conseguía ahuyentar los demonios que Héctor llevaba dentro. De pie, rodeado de maceteros con plantas secas, el inspector Salgado se preguntó, con total sinceridad, qué tenía.

Guillermo. Su trabajo como inspector en los mossos, intenso y frustrante a la vez. Un cerebro que parecía funcionar correctamente y unos pulmones que debían de estar ya medio negros. Carmen, su vecina, su casera; su madre de Barcelona, como decía ella. Aquella azotea desde la que se veía el mar. Un terapeuta pesado que le hacía pensar boludeces a las tres de la mañana. Pocos amigos, pero buenos. Una inmensa colección de películas. Un cuerpo capaz de correr seis kilómetros tres veces por semana (a pesar de los pulmones machacados por el maldito tabaco) ¿Qué más tenía? Pesadillas. El recuerdo de Ruth. Los recuerdos con Ruth. El vacío sin Ruth. No saber qué le había sucedido era una traición a todo lo que para él era importante: a sus promesas de otro tiempo, a su hijo, incluso a su trabajo. A aquel piso de alquiler donde ambos habían vivido, se habían amado y habían peleado; el piso del que ella se había marchado para empezar una nueva vida en la que él sólo era un actor secundario. Aun así, ella le quería. Continuaron queriéndose, pero de otra forma. El vínculo entre ambos era demasiado fuerte para romperse definitivamente. Él estaba aprendiendo a vivir con todo eso cuando Ruth desapareció, se desvaneció, dejándole solo con esa sensación de culpa contra la que se rebelaba a todas horas.

Basta, se dijo. Esto no me sirve. Parezco el protagonista de una película francesa: cuarentón, autocompasivo. Mediocre. Uno de esos que se pasa diez minutos de metraje mirando el mar desde un acantilado, acuciado por preguntas existenciales, para luego enamorarse como un tonto del tobillo de una adolescente. Y al hilo de esa reflexión recordó la última charla, o quizá mejor llamarla pelea, mantenida con su compañera, la subinspectora Martina Andreu, justo antes de Navidad. El motivo de la discusión era lo de menos, pero ninguno de los dos parecía ser capaz de ponerle fin. Hasta que ella le miró con su franqueza insultante y, sin pensarlo dos veces, le soltó a bocajarro: «Héctor, de verdad, ¿cuánto hace que no echas un polvo?».

Antes de que su patética respuesta se repitiera en su cabeza, sonó el móvil.

Capítulo 2

Las luces azules de los coches patrulla bañaban la plaza Urquinaona, ante la sorpresa de los cuatro mendigos, pasados de alcohol, que solían usar los bancos de madera como colchón y que aquella noche no podían dormir.

Héctor se identificó y descendió la escalera del metro sin poder evitar una sensación de malestar. Los suicidas que escogían ese medio para realizar su salto del ángel eran bastantes más de los que se publicaban en los medios, más de los que se contabilizaban en las estadísticas, aunque no tantos como afirmaban las leyendas urbanas. Algunas citaban incluso la existencia de «estaciones negras», andenes desde los cuales el número de personas que decidía acabar con su vida era desproporcionadamente más alto de lo habitual. En cualquier caso, y para evitar lo que se conocía como «efecto llamada», esas muertes se ocultaban al público. Héctor siempre había pensado, sin más pruebas que la intuición, que dichos suicidios eran más fruto de un momento de desesperación que un plan trazado de antemano. El borde del andén, la posibilidad de acabar con los problemas sólo dando un paso -en un instante terrible del que no había vuelta atrás- se imponían al miedo natural a una muerte dolorosa, a la visión del propio cuerpo cercenado.

De todos modos, el procedimiento policial se caracterizaba por la rapidez de actuación: retirar el cadáver lo antes posible y restablecer el servicio, aunque en ese caso, dada la hora, disponían de un tiempo extra; sepultar el hecho bajo la coartada de una incidencia o una avería durante el rato en que, obligatoriamente, la circulación quedaba suspendida. Por eso le extrañó que el agente Roger Fort, que esa noche estaba de turno, se hubiera tomado la molestia de llamarlo a casa de madrugada para informarle de lo sucedido.

El mismo Roger Fort que en ese momento le miraba con una expresión titubeante mientras el inspector Salgado descendía el segundo tramo de escaleras que conducía al andén.

– Inspector. Me alegro de que haya venido. Espero no haberle despertado.

Había algo en ese chico, una formalidad respetuosa, que Héctor apreciaba y de la que recelaba al mismo tiempo. En cualquier caso, Fort era el reemplazo más improbable a la joven, resolutiva y más bien descarada Leire Castro. Héctor estaba convencido de que lo último que se le habría ocurrido hacer a la agente Castro en esas mismas circunstancias habría sido apelar a instancias superiores; sin duda se había sentido capacitada para resolverlo ella sola. Ésa era la única objeción que Héctor podía poner a su trabajo: Leire era incapaz de esperar a que los demás llegaran a sus conclusiones; se anticipaba y movía ficha por su cuenta, sin encomendarse a nadie. Y ése era un rasgo que no siempre estaba bien visto en un trabajo donde orden y disciplina seguían siendo considerados sinónimos de eficacia.

Pero, muy a su pesar, Castro estaba de baja por embarazo y el comisario Savall le había colocado en el equipo a ese agente recién llegado de Lleida. Moreno, con una perenne sombra de barba que se empeñaba en salir a pesar de los afeitados, de estatura media y complexión de jugador de rugby; el apellido parecía encajarle a la perfección. Como Leire, aún no había cumplido los treinta. Ambos pertenecían a la nueva hornada de agentes de investigación que estaba llenando el cuerpo de los Mossos d’Esquadra de chicos que a Salgado le parecían demasiado jóvenes. Tal vez porque a sus cuarenta y tres años se sentía a veces como un viejo de setenta.

– No me despertaste. Pero no sé si yo me alegro de que me llamaras.

Fort, algo desconcertado por la respuesta, se sonrojó.

– El cadáver ya está cubierto y se ha procedido a retirarlo, como manda…

– Espera. -Salgado odiaba la terminología oficial, que solía ser el refugio de los incompetentes cuando no sabían qué decir. Y repitió entonces algo que le habían dicho a él cuando empezaba, una de esas frases que en su momento le pareció ridícula pero que ahora, años después, había cobrado sentido-. Esto no es una serie de las diez de la noche. El «cadáver» es una persona.

Fort asintió y el rojo de sus mejillas se hizo más intenso.

– Perdón. Sí, es una mujer. De entre treinta y cuarenta años. Se está buscando el bolso.

– ¿Saltó a las vías con él?

El agente no contestó a la pregunta y se ciñó a su guión.