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Eso -ambas eran conscientes- era lo peor de todo. Si se hablaba de desapariciones, las primeras horas eran determinantes y, en el caso que las ocupaba, la voz de alarma se había dado tarde. La ausencia de pistas hacía pensar en un homicidio, aunque Savall se había escudado en la inexistencia del cuerpo del delito y en las circunstancias especiales que habían rodeado esa desaparición para asignar el caso a Bellver y su equipo.

Leire tuvo la sensación de que sus palabras no caían en saco roto. La dureza del semblante de Martina Andreu se suavizó. Sólo un poco, lo bastante para que ella, que la conocía bien, cobrara nuevos ánimos.

– Por otro lado, no perdemos nada si yo dedico parte de mi tiempo al caso. No quiero hacerlo sin su consentimiento -mintió con la desfachatez de quien estaba seguro de tener razón.

Lo cierto era que necesitaba información, ver en qué punto se hallaba el expediente, datos concretos, si es que había alguno nuevo después de que el caso fuera retirado oficialmente de manos de Salgado en una tormentosa conversación con el comisario Savall, tras la cual todos habían temido que Héctor Salgado abandonara el cuerpo.

– El inspector Salgado hizo cuanto pudo, pero, no nos engañemos, el comisario tenía razón en una cosa: Héctor estaba, está aún, demasiado implicado en el caso para ser objetivo. Y Bellver…

– No te pases -la interrumpió Martina Andreu-. Como bien has dicho antes, Bellver y su gente están sobrecargados de trabajo. Igual que todos.

– Por eso mismo -insistió Leire. Había percibido un cambio en el tono de su superiora, así que se mostró cuidadosa para no perder lo ya conquistado-. Serán seis semanas, quizá menos. Si el niño se adelanta, se acabó. Pero creo que puedo aportar una mirada fresca al caso. Yo no conocía a Ruth Valldaura. Mientras lo investigábamos siempre tuve la impresión de que, dada la identidad de la víctima, todo el mundo daba por sentadas una serie de cosas. Y el inspector Salgado tampoco podía verlo, por mucho que quisiera.

– Lo sé.

Leire sonrió. Presentía que estaba a punto de ganar la partida.

– Escucha -prosiguió Martina-. No sé muy bien a qué viene esto, ni por qué me metes a mí en este lío. Sin embargo, te conozco lo bastante para comprender que harás lo que te dé la gana, con o sin mi aprobación. No, Leire, no me mientas. Has venido a verme porque puedo facilitarte ciertas cosas, no porque pienses hacerme caso si te lo prohíbo. Al fin y al cabo, es tu tiempo libre y puedes emplearlo en lo que quieras.

– Si usted me dice que no, abandonaré el tema. No quiero meterla en ningún lío y le prometo que, si averiguo algo, la informaré a usted directamente. Ya decidirá cómo proceder con Bellver a partir de ahí.

La agente Castro sabía que avanzaba por terreno minado. La animadversión de la subinspectora hacia Bellver era pública desde que él le arrebató, con méritos más personales que profesionales según algunos, la plaza de inspector. Pero Leire también intuía que la más insignificante alusión al asunto haría que Martina Andreu se cerrara en banda.

– Está bien. Pasa a recogerme a las siete, al final de mi turno, y tendrás una copia del expediente. Ah, y ni una palabra de esto al inspector Salgado si te cruzas con él.

Era improbable, y la subinspectora lo sabía: Savall lo había convocado a su despacho, junto a algunos otros, para tratar un tema con un inspector de la Policía Nacional, un tal Calderón. Tras sólo media hora reunidos, se preveía que la cosa iba para largo.

– Leire, si quieres trabajar durante la baja, se aplican las mismas reglas que si estuvieras de servicio, así que, por tu propio bien, quiero estar al tanto de todo. Me tendrás al día de cada paso y de cada detalle. No hagas nada por tu cuenta o te aseguro que cuando vuelvas tu vida aquí será muy difícil. ¿Está claro?

La mirada de agradecimiento que le dirigió Leire Castro convenció a la subinspectora por un momento de que no estaba haciendo nada malo. Como había dicho la propia agente, no perdían nada por intentarlo y, en el fondo, Martina estaba casi segura de que el caso de Ruth Valldaura estaba condenado a no resolverse jamás. Al mismo tiempo, y no sin cierta envidia profesional, estaba segura de que si había alguien en esa comisaría capaz de enfrentarse a un misterio aparentemente irresoluble, esa persona era la agente Castro.

Capítulo 4

Así pues, esa misma noche, ya con el expediente en las manos, Leire hizo lo que su cuerpo y su mente le pedían a gritos. Necesitaba actividad, interesarse por algo, y el archivo que tenía delante, aun conocido en su mayor parte, suponía un desafío que, entre otras cosas, la hacía sentirse viva. Y útil. Con una disciplina que había aprendido a valorar, lo leyó despacio, como si se enfrentara a él por vez primera, convencida de que en ocasiones el matiz más insignificante acababa desembocando en la solución.

Luego, tras un buen rato de intensa concentración, hizo algo que desde pequeña le había servido para interiorizar las cosas. Sentada a la mesa del comedor, reescribió los detalles más relevantes, como si de un esquema se tratara. Era una tarea algo fastidiosa ahora que prácticamente no se escribía nada a mano, pero Leire era consciente de que eso la obligaba a pensar, la activaba más que la simple lectura. No seguía un orden preciso, sino que más bien dejaba que su mano fuera esbozando lo que para ella era una primera aproximación a los hechos.

Ruth Valldaura Martorell. Treinta y nueve años. Diseñadora e ilustradora de bastante éxito debido a una línea de artículos para el hogar muy popular en los últimos tiempos. Separada y con un hijo, Guillermo, con el cual vivía. Desaparecida de su domicilio, una vivienda tipo loft que también usaba como estudio, situada en la calle Llull, el 7 de julio de 2010, aunque el hecho no se denunció hasta dos días más tarde. En su hogar no se hallaron rastros de violencia ni la puerta había sido forzada. Según su compañera sentimental, Carolina Mestre, faltaban una maleta pequeña y cuatro prendas, lo que concordaba con lo último que se sabía de Ruth, quien había manifestado su intención de marcharse a pasar el fin de semana al apartamento que sus padres poseían, y poseen aún, en la localidad costera de Sitges. Su coche se encontró aparcado cerca de su vivienda habitual, lo que inducía a pensar que probablemente su propietaria no hubiera llegado a cogerlo la mañana del viernes 7 de julio, cuando anunció a sus padres, a su ex marido y a su nueva pareja que no volvería hasta el domingo por la noche. Sus mensajes habían sido escuetos. Al parecer, Ruth quería estar un par de días sola cerca de la playa.

El domingo por la noche, su hijo Guillermo, a quien debía recoger de casa de un amigo con el que estaba pasando unos días de vacaciones, llamó a su padre, el inspector Héctor Salgado, para preguntar por Ruth. Ésa fue la voz de alarma.

Las primeras investigaciones se centraron en las amenazas proferidas contra la familia del inspector Salgado por parte del doctor Omar, un curandero de origen africano vinculado a una red de tráfico de mujeres que se había desmantelado a mediados del año anterior. Los proxenetas fueron detenidos, y aunque se sospechaba que Omar utilizaba el vudú para aterrorizar a las jóvenes prostitutas nigerianas, sólo una se mostró dispuesta a testificar en su contra. La muerte violenta de esa chica llevó al inspector Salgado a presentarse en la consulta que Omar tenía en un callejón cerca de Correos y a propinarle una paliza que fue el origen de las amenazas a Salgdo y su entorno. Más tarde, el mismo doctor fue asesinado por sus cómplices.

Sin embargo, según confesó Damián Fernández, el abogado y asesino de Omar, éste llevó a cabo antes de morir un rito de maleficio contra la persona de Ruth Valldaura. El objetivo era, obviamente, vengarse del inspector Salgado. Ese testigo afirmó que Omar estaba seguro de que Ruth desaparecería sin dejar el menor rastro. Tal como sucedió al final.