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– Quizá por eso saltó a las vías -dijo la subinspectora-. Porque sabía que nadie la iba a echar mucho de menos.

– Desde luego su padre no -terció Fort. La impasibilidad de aquel individuo lo había conmovido.

En ese momento sonó el teléfono de la mesa y el agente respondió. Fue una conversación breve.

– Vaya, si antes lo decimos antes aparece.

– ¿El novio?

– No, inspector. Su jefe. El jefe de Sara, quiero decir.

– Ya te he entendido.

– Está en la puerta y quiere que le reciba el inspector encargado del caso.

Héctor echó un vistazo al reloj. Se moría por salir a fumar un cigarrillo, pero le pudo la curiosidad.

– Que entre. ¿Cómo has dicho que se llama?

– No lo he dicho, perdone. -Fort parecía inmune a la expresión de agobio que se apoderaba por momentos de la cara de su jefe-. Se llama Víctor Alemany, director general de Laboratorios Alemany.

Antes de que Fort llegara a la conclusión de que, dada la coincidencia de apellidos, se trataba de un negocio familiar, y, lo que era peor, que la expresara en voz alta, Héctor dio media vuelta y fue hacia su despacho. Ya en la puerta, sin embargo, se volvió para añadir:

– Martina, mañana tenemos que hablar. Por lo de la reunión con Savall. A primera hora, ¿de acuerdo? Es importante. Fort, a ti te tocará ir solo a ver a la compañera de piso de Sara. Échale un vistazo a la habitación de esa pobre chica.

Víctor Alemany sí estaba afectado, se dijo Héctor. O cuando menos incómodo. Se había sentado ante su mesa hacía pocos minutos y su cara reflejaba algo que sólo cabía definir como una gran perplejidad.

– Inspector Salazar…

– Salgado.

– Sí, perdone. Todo esto me parece terrible… -Daba la impresión de que buscaba otro adjetivo, pero se rindió enseguida y repitió-: Terrible.

Héctor le observó. En su trabajo tendía a evaluar a la gente rápido y, tras esos pocos minutos, podía decir que Víctor Alemany parecía un tipo decente. En la cuarentena, no mucho mayor que Salgado, Alemany tenía un aire casi nórdico. Era rubio, con algunas canas; llevaba un buen traje y unas gafas que debían de ser caras, tras las que se escondían unos ojos de color azul celeste. A pesar del atuendo, no había mucho en él del patrón del ejecutivo agresivo. De hecho, desde que había cruzado la puerta, a Héctor le había recordado a Michael York, el estudiante protagonista de Cabaret. Evidentemente, con unos cuantos años más.

– ¿Cuándo sucedió? No nos hemos enterado hasta esta mañana, al advertir que Sara no había venido a trabajar…

– ¿Era algo raro? Que no se presentara en el despacho, me refiero.

– Creo que no había sucedido nunca. Vamos, estoy seguro. Sara no faltaba nunca. Ni siquiera llegaba tarde. Al revés, solía ser de las primeras en entrar.

– ¿Su empresa se dedica a…?

– Somos un laboratorio de productos cosméticos. -Víctor Alemany sonrió-. Cremas faciales y corporales de todo tipo, maquillaje… Lo fundó mi abuelo, en los años cuarenta, y aquí estamos aún.

– ¿Tiempos difíciles?

Alemany se limitó a encogerse de hombros.

– No podemos quejarnos. Aunque me temo que lo peor está por llegar.

– ¿Qué hacía Sara exactamente? -preguntó Héctor para encauzar de nuevo el tema.

– Era mi secretaria desde hacía cinco años.

– ¿Y estaba satisfecho con ella?

– Por supuesto -respondió el otro, con lo que parecía una total franqueza-. No había ninguna queja de su trabajo. Nunca cometía errores.

No llegaba tarde, no se equivocaba, no se ausentaba… Salgado pensó que Sara Mahler lo hacía todo a la perfección. Incluso suicidarse.

– ¿La conocía bien?

– Ya se lo he dicho. Era mi secretaria. Si se refiere a si sé algo de su vida privada, le diré que no, al menos no porque ella me lo explicara. Se limitaba a cumplir de manera excelente con sus tareas, pero no me contaba demasiadas cosas de sí misma.

– ¿Y al resto del personal? -preguntó Salgado. Iba un poco a ciegas, ya que desconocía la magnitud de la empresa de la que estaban hablando y creyó preferible no preguntar. Ya se enteraría si hacía falta.

– Sara era una mujer reservada. No estoy seguro de que tuviera amigos en el trabajo.

Y al parecer tampoco fuera, se dijo Héctor. Pero Víctor Alemany prosiguió:

– Creo que era una cuestión de mentalidad, ¿sabe? Sara era austríaca, tenía una formación muy rígida. Sigue habiendo ciertas diferencias culturales.

– Ya.

Hubo unos instantes de silencio, y mientras duró la pausa Salgado se empezó a consolidar su perfil de Sara Mahler: ordenada, puntual, poco sociable, exigente consigo misma y con los demás; sin lazos familiares importantes. Víctor Alemany no le interrumpió ese momento de reflexión. De hecho, también se le veía absorto en sus propios pensamientos.

– ¿Sabe si tenía novio? -preguntó por fin el inspector.

Alemany pareció volver en sí.

– No lo sé, aunque sinceramente no lo creo. Supongo que en algún momento habría hecho algún comentario al respecto.

Héctor asintió.

– Escuche, inspector Salgado, si hay algo en lo que podamos ayudar… Cualquier cosa. Sé que apenas tenía familia, así que si hace falta dinero para repatriar los restos o… -La palabra «restos» se le antojó de repente poco adecuada, dadas las circunstancias de la muerte-. Ya me entiende. Todavía no puedo creer que… Pudo ser un accidente, ¿no? Quizá se mareó y cayó…

– Siempre resulta difícil de aceptar. Aunque tiene razón: existe la posibilidad de una caída accidental. -Hizo una pausa y soltó-: O de que alguien la empujara deliberadamente.

– ¿Quién haría algo así?

Ésa era la gran pregunta, pensó Héctor. Por lo poco que sabía de Sara Mahler, parecía una mujer capaz de suscitar antipatía pero no odio.

– Bien, si necesita algo más ya saben dónde encontrarnos. Por cierto, debo salir de viaje mañana y no volveré hasta el viernes. Para cualquier cosa póngase en contacto con la empresa. -Víctor Alemany sacó una tarjeta de visita y garabateó un teléfono-. Es el número directo de mi hermana Sílvia. Trabajamos juntos.

Mandan juntos, corrigió mentalmente Héctor. Esa clase de negocios siempre le había fascinado: la complejidad de las relaciones familiares aún más enredada con temas empresariales.

Víctor Alemany hizo ademán de levantarse, cuando Héctor le frenó con un gesto suave.

– Un momento. ¿Le suena de algo esta fotografía?

La imagen de los perros ahorcados consiguió que Víctor palideciera. Era un tipo sensible, no cabía duda.

– ¿Qué es esto?

– Alguien la mandó al móvil de Sara, con un mensaje que decía: «No te olvides».

Víctor se quedó desconcertado, pero prefirió no añadir nada más.

– ¿Está seguro de que no la ha visto antes?

– Sí -mintió.

Era obvio que Víctor Alemany no iba a contarle nada más. Héctor sabía cuándo la gente se cerraba en banda y también cuándo era el momento de insistir.

Capítulo 6

Mientras el taxi que había cogido a la salida de la comisaría avanzaba lo que le permitían los semáforos de la avenida Paral·lel -diseñados para ralentizar un tráfico que ya de por sí no era muy fluido a esas horas de la tarde-, Víctor Alemany se resistió a los intentos de conversación del conductor, un hombre bastante mayor con ganas de hablar de la crisis y de la «panda de ladrones» que ocupaba el gobierno. Víctor, que se consideraba más bien progresista y que, desde luego, no tenía la menor intención de discutir de política con un taxista de la vieja escuela, se limitó a dar un par de respuestas monosilábicas y a consultar mensajes inexistentes en el móvil. El conductor captó la indirecta y se vengó conectándose con sus compañeros a través de la emisora del servicio, con lo que el vehículo se llenó de voces entrecortadas, roncas y algo siniestras que se comunicaban en un código que, a oídos del pasajero, recordaba al que usaría una banda de atracadores de bancos en una película.