– Una porquería -le dijo el hombre conocido como Rousset.
Él miró al albañil.
– Conforme.
Otro albañil, Babou, estaba ocupado apuntalando una de las paredes. El arquitecto público de la región había recomendado recientemente que el edificio fuera demolido, pero Saunière jamás permitiría que eso sucediera. Algo en la vieja iglesia exigía que fuera salvada.
– Hará falta mucho dinero para completar la reparación -dijo Rousset.
– Enormes cantidades de dinero. -Y añadió una sonrisa para hacer saber al hombre más viejo que realmente comprendía el desafío-. Pero haremos esta casa digna del Señor.
Lo que no dijo era que se había asegurado ya una buena provisión de fondos. Uno de sus predecesores había dejado un legado de seiscientos francos especialmente para reparaciones. Asimismo, él había conseguido convencer al consejo municipal de que prestase otros mil cuatrocientos francos. Pero la mayor parte de su dinero había llegado por vía secreta cinco años antes. Tres mil francos habían sido donados por la condesa de Chambord, la viuda de Henri, el último barón pretendiente al extinto trono de Francia. En aquella época, Saunière había conseguido llamar bastante la atención hacia sí mismo con sermones antirrepublicanos, sermones que habían agitado sentimientos monárquicos en sus feligreses. Los comentarios llegaron al gobierno, que se los tomó a mal, retirándole el estipendio anual y exigiendo que fuera destituido. En vez de eso, el obispo le suspendió durante nueve meses, pero su acción llamó la atención de la condesa, que estableció contacto con él a través de un intermediario.
– ¿Por dónde empezamos? -preguntó Rousset.
Había dedicado mucha reflexión a este asunto. Las vidrieras habían sido ya reemplazadas, y un nuevo pórtico, ante la entrada Principal, sería completado dentro de poco. Ciertamente la pared norte, donde estaba trabajando Babou, debía ser reparada, instalando un nuevo púlpito y reemplazado el tejado. Pero él sabía por dónde tenían que empezar.
– Comenzaremos por el altar.
Una expresión de extrañeza se dibujó en la cara de Rousset.
– El foco de atención de la gente está ahí -dijo Saunière.
– Como vos digáis, abate.
Le gustaba el respeto que los feligreses más viejos le mostraban, aunque él tenía sólo treinta y ocho años. Los últimos cinco había llegado a gustarle Rennes. Estaba cerca de su casa, y había allí un montón de oportunidades para estudiar las Escrituras y perfeccionar su latín, el griego y el hebreo. También disfrutaba haciendo caminatas por las montañas, paseando y cazando. Pero había llegado la hora de hacer algo constructivo.
Se acercó al altar.
Era de mármol blanco, picado por el agua que había llovido durante siglos a través del poroso techo. Las losas estaban sostenidas por dos recargadas columnas, sus exteriores adornados con cruces visigodas y letras griegas.
– Reemplazaremos el mármol y las columnas -declaró.
– ¿Cómo, abate? -preguntó Rousset-. No hay forma de que podamos levantarlo.
Saunière señaló a donde se encontraba Babou.
– Usaremos la almádena. No hay necesidad de ser delicados.
Babou trajo la pesada herramienta y estudió la tarea. Entonces, con un gran esfuerzo, Babou levantó el martillo y lo descargó contra el centro del altar. El grueso mármol se agrietó, pero la piedra no cedió.
– Es sólida -dijo Babou.
– Dele otro golpe -dijo Saunière con un gesto de ánimo.
De nuevo cayó la almádena y la piedra se rompió, cayendo las dos mitades una sobre otra entre las columnas todavía de pie.
– Se acabó -dijo.
Los dos pedazos fueron rápidamente destrozados en otros más pequeños.
Saunière se inclinó.
– Saquemos todo esto.
– Nosotros lo llevaremos, abate -dijo Babou, dejando a un lado el martillo-. Usted lo amontona.
Los dos hombres levantaron grandes pedazos y se dirigieron a la puerta.