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Pasearon un rato sobre el duro suelo, crujiendo la arenisca a cada paso.

– Saunière estuvo antaño enterrado aquí también, al lado de ella, pero el alcalde dijo que la tumba corría el peligro de ser saqueada por los buscadores de tesoros. -Movió negativamente la cabeza-. Así que hace unos años sacaron al cura y lo trasladaron a un mausoleo en el jardín. Ahora cuesta tres euros ver su tumba… el precio de la seguridad de un cadáver, supongo.

Malone captó su sarcasmo.

Ella señaló la tumba.

– Recuerdo haber venido aquí hace once años. Cuando llegó Lars por primera vez a finales de los sesenta, nada, excepto dos estropeadas cruces, señalaban las tumbas, cubiertas de malas hierbas y enredaderas. Nadie las cuidaba. Nadie se preocupaba. Saunière y su amante habían sido totalmente olvidados.

Una cadena de hierro rodeaba la parcela, y flores frescas brotaban de unos jarrones hechos de hormigón. Malone observó el epitafio en una de las losas, apenas legible:

AQUI YACE BERENGUER SAUNIÈRE

CURA PÁRROCO DE RENNES-LE-CHÂTEAU

1853-1917

MUERTO EL 22 DE ENERO DE 1917

A LA EDAD DE 64 AÑOS

– He leído en alguna parte que la losa era demasiado frágil para moverla -dijo ella-, así que la dejaron. Más cosas para que los turistas las vean.

Malone se fijó en la tumba de la amante.

– ¿Ella no era un objetivo para los oportunistas también?

– Aparentemente, no, ya que la dejaron aquí.

– ¿No fue un escándalo su relación?

Stephanie se encogió de hombros.

– Fuera cual fuese la riqueza que Saunière adquirió, él la repartió. ¿Vio usted la torre de aguas del aparcamiento? La hizo construir él para la población. Igualmente financió la pavimentación de carreteras, la reparación de algunas casas, y prestó dinero a personas en apuros. Así que le perdonaron las debilidades que hubiera podido tener. Y no era infrecuente que los curas en aquella época tuvieran un ama de llaves. O al menos eso fue lo que Lars escribió en uno de sus libros.

Un grupo de ruidosos visitantes dobló la esquina tras ellos y se dirigió a la tumba.

– Vienen aquí a papar moscas -dijo Stephanie, con un deje de desprecio en su voz-. No sé si se comportarían así en su país, en el cementerio donde están enterrados sus seres queridos.

El bullicioso grupito se acercó, y un guía turístico empezó a hablar de la amante. Stephanie se retiró y Malone la siguió.

– Esto es sólo una atracción para ellos -dijo Stephanie en voz baja-. Donde el abate Saunière descubrió su tesoro y supuestamente decoró su iglesia con mensajes que de algún modo conducen hasta él. Resulta difícil imaginar que alguien se trague esta basura.

– ¿No fue sobre eso sobre lo que Lars escribió?

– Hasta cierto punto. Pero piense en ello, Cotton. Incluso si el cura encontró un tesoro, ¿por qué iba a dejar un mapa para que otro lo hallara? Construyó todo esto durante su vida. Lo último que hubiera querido era que alguien lo usurpara. -Movió negativamente la cabeza-. Esto sirve para crear grandes libros, pero no es cierto.

Malone se disponía a preguntar más cuando observó que la mirada de Stephanie se desviaba hacia otro rincón del cementerio, más allá de un tramo de escaleras que conducían a la sombra de un roble. En las sombras descubrió una tumba reciente decorada con ramitas de múltiples colores, y donde el plateado rótulo de la lápida brillaba contra un fondo de color gris mate.

Stephanie se dirigió hacia ella, y Malone la siguió.

– Dios mío -dijo ella, con la preocupación en su cara.

Malone leyó el rótulo: Ernest Scoville. Luego hizo números a partir de las fechas anotadas. El hombre tenía setenta y tres años cuando murió.

La semana pasada.

– ¿Le conocía usted? -quiso saber.

– Hablé con él hace tres semanas. Poco después de recibir el diario de Lars. -Su atención se había detenido en la tumba-. Era una de las personas que mencioné, las que trabajaban con Lars y con las que necesitábamos hablar.

– ¿Le dijo usted lo que tenía pensado hacer?

Ella asintió lentamente.

– Le hablé de la subasta del libro y de que venía a Europa.

Malone no podía creer lo que estaba oyendo.

– Creo recordar que anoche me dijo usted que nadie sabía nada.

– Le mentí.

XVII

Abadía des Fontaines

1:00 pm

De Roquefort estaba encantado. Su primera confrontación con el senescal había sido una resonante victoria. Solamente seis maestres habían sido objetados con éxito, y los pecados de esos hombres iban desde el robo a la cobardía, y a lujuria por una mujer, todos ellos siglos atrás, en las décadas posteriores a la Purga, cuando la hermandad era débil y caótica. Desgraciadamente, el castigo de una objeción era más simbólico que punitivo. El ejercicio del maestre seguiría reflejado en las Crónicas, sus fallos y logros debidamente registrados, aunque una anotación proclamaría que sus hermanos le habían considerado «indigno de recuerdo».

Las pasadas semanas, sus lugartenientes se habían asegurado de que los exigidos dos tercios votarían y enviarían un mensaje al senescal. Aquel indigno estúpido tenía que enterarse de lo difícil que le iba a resultar la lucha que le esperaba. De hecho, el insulto de ser objetado no afectaba realmente al maestre. En todo caso, sería enterrado con sus predecesores. No, la negativa era más bien una manera de rebajar al supuesto sucesor… y hacer que surgieran aliados. Era un antiguo instrumento, creado por la regla, de una época en que el honor y la memoria significaban algo. Pero que había resucitado triunfalmente como la salva inaugural en una guerra que debería haber acabado al crepúsculo.

Él iba a ser el próximo maestre.

Los Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón habían existido, ininterrumpidamente, desde 1118. Felipe IV de Francia, que había llevado el inapropiado nombre de Felipe el Hermoso, había tratado en 1307 de exterminarlos. Pero, al igual que el senescal, también había subestimado a sus oponentes, y sólo consiguió que la orden se retirara a la clandestinidad.

Antaño, decenas de miles de hermanos administraban encomiendas, granjas, templos y castillos en nueve mil haciendas esparcidas por Europa y Tierra Santa. Sólo la visión de un hermoso caballero ataviado de blanco y llevando la cruz roja paté provocaba el temor en sus enemigos. A los hermanos se les garantizaba la inmunidad de la excomunión y no se les exigía que pagaran tributos feudales. La orden tenía permiso para conservar todo el botín de guerra. Sometida sólo al papa, la Orden del Temple era un Estado en sí misma.

Pero no se libraban combates desde hacía setecientos años. En vez de ello, la orden se había retirado a una abadía de los Pirineos y rodeado del secreto como una simple comunidad monástica. Se mantenían las relaciones con los obispos de Toulouse y Perpiñán, y se cumplía con todas las obligaciones exigidas por la Iglesia romana. No ocurría nada que llamara la atención, distinguiera a la abadía, o hiciera que la gente se preguntara qué podía estar sucediendo tras sus muros. Todos los hermanos efectuaban dos series de votos. Una para con la Iglesia, que se hacía por necesidad. La otra para con la hermandad, que lo significaba todo. Se llevaban a cabo todavía los antiguos ritos, aunque ahora al amparo de la oscuridad, detrás de gruesas murallas, con las puertas de la abadía cerradas a cal y canto.

Y todo por el Gran Legado.

La paradójica futilidad de ese deber le disgustaba. La orden existía para guardar el Legado, pero el Legado no existiría de no ser por la orden.