Los porteadores depositaron el ataúd en la cavidad designada. Una profunda tranquilidad reinaba en la semioscuridad.
Pensamientos sobre su amigo cruzaron por la mente del senescal. El maestre era el hijo más joven de un acaudalado comerciante belga. Había sido atraído por la Iglesia sin una razón clara… simplemente, algo le había empujado a hacerlo. Había sido reclutado por uno de los muchos oficiales de la orden, hermanos apostados en todo el globo, bendecidos con un buen ojo para detectar a los reclutas. La vida monástica le había sentado bien al maestre. Y aunque no era de alto rango, en el cónclave, después de que su predecesor muriera, los hermanos habían gritado al unísono: «Que sea el maestre.» De manera que hizo el juramento. «Me ofrezco al Dios omnipotente y a la Virgen María para la salvación de mi alma y así permaneceré en esta vida todos los días hasta mi último aliento.» El senescal había adquirido el mismo compromiso.
Permitió que sus pensamientos derivaran hacia el comienzo de la orden… los gritos de guerra, los quejidos de los hermanos heridos y agonizantes, los angustiados gemidos durante el entierro de aquellos que no habían sobrevivido al combate. Ése había sido el estilo de los templarios. Los primeros en participar, los últimos en marcharse. Raymond de Roquefort anhelaba aquellos tiempos. Pero ¿Por qué? La futilidad de esa actitud combativa se había demostrado cuando la Iglesia y la Corona se volvieron contra los templarios en la época de la Purga, sin mostrar la menor consideración por doscientos años de leal servicio. Muchos hermanos fueron quemados en la hoguera, otros torturados y tullidos de por vida, y todo por simple codicia. Para el mundo entero, los Caballeros del Temple eran una leyenda. Un recuerdo de antaño. Nadie se preocupaba de si existían o no, de modo que rectificar una injusticia parecía inútil.
Los muertos a los muertos.
De nuevo paseó su mirada alrededor de los cofres de piedra, luego despidió a los hermanos, excepto a uno. Su ayudante. Necesitaba hablar con él a solas. El joven se acercó.
– Dime, Geoffrey -dijo el senescal-.¿Estabais conspirando tú y el maestre?
Los ojos del hombre centellearon por la sorpresa.
– ¿Qué quiere usted decir?
– ¿Te pidió el maestre que hicieras algo para él recientemente? Vamos, no me mientas. Él se ha ido, y yo estoy aquí.
Pensó que recordarle quién mandaba le haría más fácil enterarse de la verdad.
– Sí, senescal. Envié por correo dos paquetes por encargo del maestre.
– Háblame del primero.
– Grueso y pesado, como un libro. Lo envié mientras estaba en Aviñón, hace más de un mes.
– ¿Y el segundo?
– Lo mandé el lunes, desde Perpiñán. Era una carta.
– ¿A quién iba dirigida la carta?
– A Ernest Scoville, en Rennes-le-Château.
El joven se santiguó rápidamente, y el senescal vio confusión y sospecha.
– ¿Qué pasa?
– El maestre dijo que me haría usted esas preguntas.
La información le llamó la atención.
– Dijo que cuando usted lo hiciera, yo debería decirle la verdad. Pero también dijo que fuera usted advertido. Aquellos que han emprendido el camino que usted se dispone a tomar han sido muchos, pero ninguno ha logrado triunfar. Dijo que le deseara a usted buena suerte.
Su mentor era un hombre brillante que evidentemente sabía mucho más de lo que nunca había dicho.
– Dijo también que debía usted terminar la búsqueda. Es su destino. Tanto si se da usted cuenta como si no.
Ya había oído bastante. Quedaba explicado ahora lo de la caja de madera vacía hallada en el armario de la cámara del maestre. El libro que buscaba en su interior había desaparecido. El maestre lo había enviado. Con un gesto gentil de su mano, despidió al ayudante. Geoffrey se inclinó, y luego se apresuró hacia la Puerta del Oro.
Algo se le ocurrió de repente al senescal.
– Espera. No me has dicho adonde fue enviado el primer paquete, el «libro».
Geoffrey se detuvo, y se dio la vuelta, pero no dijo nada.
– ¿Por qué no contestas?
– No es correcto que hablemos de esto. Aquí, al menos. Con él tan cerca.
La mirada del joven se dirigió al féretro.
– Me dijiste que él quería que yo supiera.
La ansiedad se reflejaba en sus ojos cuando le devolvió la mirada.
– Dime adónde fue enviado el libro.
Aunque ya lo sabía, el senescal necesitaba oír las palabras.
– A Norteamérica. A una mujer llamada Stephanie Nelle.
XX
Rennes-le-Château
2:30 pm
Malone examinó el interior de la modesta casa de Ernest Scoville. La decoración era una colección ecléctica de antigüedades británicas, arte español del siglo xii y cuadros franceses no muy notables. Calculó que estaba rodeado por un millar de volúmenes, en su mayoría libros de bolsillo y envejecidas tapas duras, cada estantería arrimada a una pared exterior y meticulosamente arreglada según temas y tamaños. Periódicos viejos, apilados por años, en orden cronológico. Lo mismo sucedía con las revistas. Todo hacía referencia a Rennes, Saunière, la historia francesa, la Iglesia, los templarios y Jesucristo.
– Al parecer, Scoville era un experto en la Biblia -dijo, señalando unas filas.
– Se pasó la vida estudiando el Nuevo Testamento. Era la fuente bíblica de Lars.
– No parece que nadie haya registrado esta casa.
– Quizás lo hayan hecho con cuidado.
– Cierto. Pero ¿Qué estaban buscando?¿Qué estamos buscando nosotros?
– No lo sé. Lo único que sé es que hablé con Scoville, y luego, dos semanas más tarde, ha muerto.
– ¿Qué podía saber que valiera la pena matarlo por ello?
Ella se encogió de hombros.
– Nuestra conversación fue agradable. Yo sinceramente creía que era él quien me había enviado el diario. Él y Lars trabajaban estrechamente. Pero Scoville no sabía nada de que me hubieran mandado el diario, aunque deseaba leerlo. -Stephanie interrumpió su examen-. Mire todo esto. Estaba obsesionado. -Movió negativamente la cabeza-. Lars y yo discutimos sobre esto durante años. Siempre pensé que Lars estaba derrochando su talento. Era un buen historiador. Debería haber estado ganando un salario decente en una universidad, publicando investigación verosímil. En vez de ello, andaba por todo el mundo persiguiendo sombras.
– Era un autor de éxito.
– Sólo su primer libro. El dinero era otra de nuestras constantes discusiones.
– Parece usted una mujer con un montón de remordimientos.
– ¿Acaso no tiene usted algunos? Recuerdo que no se tomó usted muy bien lo del divorcio de Pam.
– A nadie le gusta fracasar.
– Al menos, su esposa no se mató.
No le faltaba razón.
– Dijo usted, mientras veníamos, que Lars creía que Saunière descubrió un mensaje dentro de aquel frasquito hallado en la columna. ¿De quién era el mensaje?
– En su diario, Lars escribió que era probablemente de uno de los predecesores de Saunière, Antoine Bigou, que desempeñó el cargo de cura párroco en Rennes durante la última parte del siglo xviii, en la época de la Revolución francesa. Lo mencioné en el coche. Era el cura al que Marie d’Hautpoul le contó el secreto familiar antes de morir.
– ¿De manera que Lars pensaba que el secreto de la familia estaba guardado en el frasco?