El abate Gélis quería que el obispo conociera la solución completa y pensaba que estaba realizando esa acción al decírmelo a mí.
Por desgracia, el mariscal no reproducía lo que Gélis había dicho. Quizás pensó que la información era demasiado importante para ser escrita, o quizás era otro intrigante, como De Roquefort. Curiosamente, las Crónicas informaban de que el propio mariscal había desaparecido un año más tarde, en 1898. Se marchó un día por asuntos de la abadía, y no regresó nunca más. Su búsqueda no dio ningún fruto. Pero a Dios gracias había registrado el criptograma.
Las campanas de la Hora Sexta comenzaron a sonar, señalando la reunión del mediodía. Todos, excepto el personal de la cocina, se congregarían en la capilla para la lectura de los Salmos, los himnos y las plegarias hasta la una de la tarde. El senescal pensó que tendría un rato de meditación, pero fue interrumpido por un suave golpecito en la puerta. Se dio la vuelta cuando Geoffrey entró, llevando una bandeja de comida y bebida.
– Me ofrecí voluntario para traerle esto -dijo el joven-. Me dijeron que se había saltado usted el desayuno. Debe de estar hambriento.
El tono de Geoffrey era extrañamente optimista.
La puerta permanecía abierta, y el senescal pudo ver a los dos guardianes de pie fuera.
– Les traje también a ellos un poco de bebida -dijo Geoffrey, señalando afuera.
– Estás de un humor generoso hoy.
– Jesús dijo que el primer aspecto de la Palabra es la fe, el segundo es el amor, el tercero son las buenas obras y de éstas surge la vida.
El senescal sonrió.
– Correcto, amigo mío.
Mantuvo su tono animado pensando en los dos pares de oídos que se encontraban a pocos metros de distancia.
– ¿Está usted bien? -preguntó Geoffrey.
– Tan bien como cabría esperar.
Aceptó la bandeja y la dejó sobre la mesa.
– He rezado por usted, senescal.
– Me atrevería a decir que ya no poseo ese título. Seguramente, ha sido nombrado uno de nuevo por De Roquefort.
Geoffrey asintió.
– Su lugarteniente.
– Ay de nosotros…
Vio que uno de los hombres de la puerta se desplomaba. Un segundo más tarde, el cuerpo del otro se debilitaba hasta terminar uniéndose al de su compañero en el suelo. Dos vasos rebotaron sobre las baldosas.
– Ya era hora -dijo Geoffrey.
– ¿Qué has hecho?
– Un sedante. El médico me lo proporcionó. No tiene sabor, ni olor, pero es rápido. El curador es amigo nuestro. Le desea a usted buena suerte. Ahora debemos irnos. El maestre hizo sus previsiones, y es deber mío comprobar que se han cumplido.
Geoffrey buscó bajo su hábito y sacó dos pistolas.
– El encargado del arsenal es amigo nuestro también. Podemos necesitarlas.
El senescal estaba entrenado en el manejo de las armas de fuego. Ello formaba parte de la educación básica que todo hermano recibía. Agarró el arma.
– ¿Dejamos la abadía?
Geoffrey asintió.
– Se exige que realicemos nuestra tarea.
– ¿Nuestra tarea?
– Sí, senescal. He estado preparándome para esto durante mucho tiempo.
Percibió el ansia y, aunque era diez años mayor que Geoffrey, de repente se sintió incapaz. Aquel supuesto hermano menor era mucho más de lo que aparentaba.
– Como dije ayer, el maestre eligió bien contigo.
Geoffrey sonrió.
– Creo que lo hizo bien en los dos casos.
El senescal encontró una mochila y rápidamente metió algunos artículos de tocador, objetos personales y los dos libros que había cogido de la biblioteca interior.
– No tengo más ropa que mi hábito.
– Podemos comprar algo cuando estemos fuera.
– ¿Tienes dinero?
– El maestre era un hombre minucioso.
Geoffrey se deslizó hasta la puerta y miró a ambos lados.
– Los hermanos estarán todos en la Hora Sexta. El camino debería estar despejado.
Antes de seguir a Geoffrey al corredor, el senescal echó una última mirada a su alojamiento. Algunos de los mejores momentos de su vida habían tenido lugar allí, y sentía tristeza por tener que dejar esos recuerdos. Pero otra parte de su psique le urgía a seguir adelante, hacia lo desconocido, al exterior, hacia fuera cual fuese la verdad que el maestre tan evidentemente conocía.
XXVII
Villeneuve-les-Avignon
12:30 pm
Malone estudió a Royce Claridon. El hombre iba vestido con unos holgados pantalones de pana manchados de lo que parecía pintura turquesa. Un pintoresco jersey deportivo cubría su delgado pecho. Andaba probablemente cerca de los sesenta, y era larguirucho como una mantis religiosa, con una atractiva cara de bien definidos rasgos. Sus oscuros ojos se hundían profundamente en su cabeza y, aunque ya no brillaban con el poder del intelecto, eran, con todo, penetrantes. Llevaba los pies descalzos y sucios, las uñas descuidadas y sus encanecidos cabellos y barba enmarañados. El asistente les había advertido de que Claridon sufría delirios pero que en general era inofensivo, y casi todo el mundo en la institución le evitaba.
– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó Claridon en francés, estudiándolos con su mirada distante, perpleja.
El sanatorio ocupaba un enorme château que un rótulo en la pared exterior anunciaba que había sido propiedad del gobierno francés desde la Revolución. Varias alas sobresalían del edificio principal en extraños ángulos. Muchos de los antiguos salones eran actualmente salas de pacientes. Ellos se encontraban ahora en un solárium, rodeado por una amplia cristalera de ventanas que iban del suelo al techo y dividían la campiña en trozos enmarcados. Se iban acumulando nubes que tapaban el sol del mediodía. Uno de los asistentes les había dicho que Claridon se pasaba la mayor parte de su tiempo allí.
– ¿Son de la encomienda? -preguntó Claridon-.¿Los ha enviado el maestre? Tengo mucha información que transmitirle.
Malone decidió jugar el juego.
– Venimos de parte del maestre. Nos envió para hablar con usted.
– Uf, ya era hora. He estado esperando mucho tiempo.
Las palabras delataban excitación.
Malone hizo un gesto y Stephanie se alejó. Aquel hombre evidentemente consideraría que un templario y una mujer no formaban parte de aquella hermandad.
– Dígame, hermano, lo que tenga que decirme. Dígamelo todo.
Claridon se movió impacientemente en su silla, luego se puso de pie de un salto, moviendo su delgado cuerpo a un lado y a otro sobre sus desnudos pies.