– Fue espantoso -dijo-. Espantoso. Estábamos rodeados por todas partes. Había enemigos hasta donde abarcaba la vista. A nosotros nos quedaban sólo unas pocas flechas, la comida se había echado a perder por el calor, y el agua se había terminado. Muchos sucumbieron a la enfermedad. Ninguno de nosotros iba a vivir mucho tiempo.
– Suena a desafío. ¿Qué hicieron ustedes?
– Vimos entonces la cosa más extraña. Levantaron una bandera blanca desde más allá de las murallas. Nos quedamos mirándonos unos a otros… diciendo con nuestras asombrosas expresiones las palabras que cada uno de nosotros estábamos pensando: «Quieren parlamentar.»
Malone conocía la historia medieval. Las negociaciones eran corrientes durante las Cruzadas. Ejércitos que habían llegado a un punto muerto muchas veces establecían condiciones por las que cada uno podía retirarse y reclamar ambos la victoria.
– ¿Se reunieron ustedes?
El viejo asintió y levantó cuatro dedos manchados.
– Cada vez que salíamos a caballo de las murallas, e íbamos a encontrarnos con su horda, nos recibían cálidamente y las discusiones progresaban. Al final, llegamos a un acuerdo.
– Así pues, dígame. ¿Cuál es su mensaje que el maestre necesita saber?
Claridon le lanzó una mirada de irritación.
– Es usted un insolente.
– ¿Qué quiere usted decir? Le tengo mucho respeto, hermano. Por eso estoy aquí. El hermano Lars Nelle me dijo que era usted un hombre en quien se podía confiar.
La pregunta pareció poner a prueba el cerebro de viejo. Luego el reconocimiento afloró al rostro de Claridon.
– Le recuerdo. Un guerrero valeroso. Luchó con mucho honor. Sí. Sí. Le recuerdo. El hermano Lars Nelle. Que Dios acoja su alma.
– ¿Por qué dice usted eso?
– ¿No se ha enterado? -Había incredulidad en el tono-. Murió en el combate.
– ¿Dónde?
Claridon movió la cabeza en un ademán negativo.
– Eso no lo sé. Sólo que ahora mora con el Señor. Dijimos una misa por él y ofrecimos muchas plegarias.
– ¿Comulgó usted con el hermano Nelle?
– Muchas veces.
– ¿Le habló de su búsqueda?
Claridon se movió hacia su derecha, aunque mantuvo su mirada en Malone.
– ¿Por qué me hace esta pregunta?
El agitado hombrecillo se puso a dar vueltas a su alrededor, como un gato. Malone decidió subir la apuesta en fuera cual fuese el juego que la brumosa mente del hombre pudiera imaginar. Agarró a Claridon por el jersey, levantando del suelo al enjuto hombrecillo. Stephanie dio un paso adelante, pero él la instó a retroceder con una rápida mirada.
– El maestre está disgustado -dijo-. Sumamente disgustado.
– ¿En qué sentido? -Por su cara se extendía un profundo rubor de vergüenza.
– Con usted.
– Yo no he hecho nada.
– No responde usted a mi pregunta.
– ¿Qué es lo que desea?
Más asombro.
– Hábleme de la búsqueda del hermano Nelle.
Claridon negó con la cabeza.
– No sé nada. El hermano no confiaba en mí.
El miedo surgió en los ojos que le devolvían la mirada, acentuado por una completa confusión. Malone soltó su presa. Claridon se echó hacia atrás contra la pared de cristal, y agarró unas toallitas de papel y un spray. Mojó los cristales y empezó a limpiar un vidrio que no mostraba una sola mancha.
Malone se volvió hacia Stephanie.
– Estamos perdiendo el tiempo aquí.
– ¿Cómo se ha enterado?
– Tenía que intentarlo.
Recordó la nota enviada a Ernest Scoville y decidió hacer un último intento. Buscó el papel en su bolsillo y se acercó a Claridon. Más allá del cristal, se alzaban las murallas de color gris de Villeneuve-les-Avignon.
– Los cardenales viven allí -dijo Claridon, sin abandonar su limpieza-. Insolentes príncipes, todos ellos.
Malone sabía que los cardenales en una ocasión acudieron en tropel a las colinas que se alzaban ante las murallas de la ciudad de Aviñón y erigieron refugios campestres como una forma de escapar a la congestión de la ciudad y a la constante vigilancia del papa. Aquellos livrées se habían marchado todos, pero la antigua ciudad subsistía, todavía silenciosa, rústica y en proceso de desmoronamiento.
– Nosotros somos protectores de los cardenales -dijo Malone, siguiendo con la simulación.
Claridon escupió en el suelo.
– Malditos sean todos.
– Lea esto.
El hombrecillo cogió el papel y deslizó su mirada sobre las palabras. Una expresión de asombro se reflejó en los abiertos ojos del hombre.
– Yo no he robado nada de la orden. Lo juro. -La voz iba en aumento-. Esta acusación es falsa. Estoy dispuesto a jurarlo ante mi Dios. No he robado nada.
El hombre estaba viendo en la página sólo lo que quería ver. Malone recuperó el papel.
– Esto es una pérdida de tiempo, Cotton -dijo Stephanie.
Claridon se acercó a él.
– ¿Quién es esta arpía?¿Por qué está aquí?
Malone casi sonrió.
– Es la viuda del hermano Nelle.
– No tengo noticia de que el hermano se hubiera casado.
Malone se acordó de algo que había leído en el libro templario dos noches antes.
– Como sabrá usted, muchos de los hermanos estuvieron antes casados. Pero ella fue infiel, de modo que el vínculo fue disuelto y ella desterrada a un convento.
Claridon movió negativamente la cabeza.
– Parece una mujer difícil. ¿Qué está haciendo aquí?
– Trata de encontrar la verdad sobre su marido.
Claridon se volvió hacia Stephanie y la apuntó con sus rechonchos dedos.
– Es usted malvada -gritó el hombre-. El hermano Nelle buscaba penitencia con la hermandad debido a los pecados de usted. Que la vergüenza le caiga encima.
Stephanie tuvo el buen sentido de limitarse a inclinar la cabeza.
– No busco nada más que el perdón.
El rostro de Claridon se suavizó ante su humildad.
– Y tendrá usted el mío, hermana. Váyase en paz.
Malone hizo un gesto y ambos se dirigieron a la puerta. Claridon se retiró a su silla.
– Qué triste -dijo ella-. Y qué espantoso. Perder la razón es terrible. Lars hablaba a menudo de la locura y la temía.
– Como todos, ¿no?
Sostenía aún en sus manos la nota encontrada en la casa de Ernest Scoville. Miró nuevamente lo escrito y leyó las últimas tres líneas.
En Aviñón busca a Claridon. Él puede indicar el camino. Pero prend garde de l’ingénieur.
– No sé por qué el remitente de la nota pensó que Claridon podía señalar el camino a ninguna parte -se quejó-. No tenemos nada en qué basarnos. Esta pista podría ser un callejón sin salida.
– No es verdad.
Las palabras habían sido pronunciadas en inglés y procedían del otro lado del solárium.
Malone se dio la vuelta al tiempo que Royce Claridon se levantaba de la silla. Toda confusión había desaparecido de la cara barbuda del hombre.
– Yo puedo facilitar la dirección. Y el consejo que se da en la nota debería ser seguido. Debe usted tener cuidado con el ingeniero. Ella, y otros, son la razón de que yo me esté ocultando aquí.
XXVIII
Abadía des Fontaines
El senescal siguió a Geoffrey a través del laberinto de corredores abovedados. Confiaba en que la apreciación del joven fuera correcta y que todos los hermanos se encontraran en la capilla durante la plegaria del mediodía.
Hasta el momento, no se habían tropezado con ninguno.
Siguieron su camino hacia el palais que albergaba la sala superior, las oficinas administrativas y las salas públicas. Cuando, en épocas pasadas, la abadía había sido cerrada a todo contacto exterior, a nadie de la orden se le permitía ir más allá del vestíbulo de la planta baja. Pero cuando el turismo floreció en el siglo xx, a medida que otras abadías abrían sus puertas, para no despertar sospechas, la Abadía des Fontaines las siguió, ofreciendo visitas y sesiones de información, muchas de las cuales tenían lugar en el palais.