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Sabía que no habían regresado a través del refectorio. El hermano herido no había dado ese informe. Lo que dejaba sólo una alternativa. Echó mano al revólver del hombre.

– Quédate aquí. No permitas que pase nadie. Yo mismo manejaré el asunto.

El senescal entró en el baño brillantemente iluminado. Filas de retretes, urinarios y lavabos de acero inoxidable encajados en encimeras de mármol llenaban el espacio. Oyó a Geoffrey en la sala adyacente, situándose encima de una taza. Él, por su parte, permaneció rígido y trató de calmar sus nervios. No había estado en una situación parecida en toda su vida. Hizo algunas aspiraciones profundas y luego se dio la vuelta, cogió el pomo de la puerta, abriéndola un centímetro, y atisbo por la rendija.

El dormitorio seguía vacío.

Quizás los perseguidores se habían alejado. La abadía estaba agujereada con corredores como un hormiguero. Todo lo que necesitaban eran unos preciosos minutos para escapar. Se maldijo nuevamente por su debilidad. Sus años de cuidadosa reflexión y deliberado propósito se habían desperdiciado. Ahora era un fugitivo, con más de cuatrocientos hermanos dispuestos a convertirse en sus enemigos. «Simplemente respeto el poder de nuestros adversarios.» Eso es lo que le había dicho a su maestre hacía tan sólo un día. Movió la cabeza negativamente. Vaya respeto que había mostrado. Hasta ahora, no había hecho nada inteligente.

La puerta que daba al dormitorio se abrió de golpe y De Roquefort entró.

Su adversario cerró el pesado pestillo de la puerta.

Cualquier esperanza que el senescal pudiera haber tenido se desvaneció.

La confrontación iba a ser aquí y ahora.

De Roquefort sostuvo el revólver y estudió la sala, seguramente preguntándose dónde podría estar su presa. No habían conseguido engañarle, pensó el senescal, pero no tenía intención de arriesgar la vida de Geoffrey. Necesitaba llamar la atención de su perseguidor. De manera que soltó su presa sobre el pomo y dejó que la puerta se cerrara con un sonido sordo.

De Roquefort captó un mínimo movimiento y oyó el ruido producido por una puerta, de bisagras hidráulicas, cerrándose suavemente contra un marco de metal. Su mirada se dirigió instantáneamente a la parte trasera del dormitorio y a una de las puertas de los lavabos.

Había tenido razón.

Estaban allí.

Ya era hora de acabar con el problema.

El senescal examinó el baño. La luz fluorescente lo iluminaba todo con un resplandor diurno. Un largo espejo de pared colocado sobre las encimeras de mármol hacía que la habitación pareciera aún más grande. El suelo era de baldosas, y las cabinas estaban separadas por tabiques de mármol. Todo había sido construido con cuidado, y diseñado para durar.

Se metió en el segundo cubículo y cerró la puerta. Se subió de un salto a la taza y se dobló sobre el tabique de separación hasta que pudo cerrar y correr el pasador del primero y tercer cubículos. Luego se volvió a encoger, todavía de pie sobre la taza, y esperó a que De Roquefort picara.

Necesitaba algo para llamar la atención. De manera que soltó el papel higiénico de su soporte.

El aire salió precipitadamente cuando la puerta de los lavabos se abrió de golpe. Unas pisadas recorrieron el suelo de los aseos apresuradamente.

El senescal permaneció sobre la taza, pistola en mano, y se dijo que debía respirar con calma.

De Roquefort apuntó la automática de cañón corto hacia los cubículos. El senescal estaba allí. Lo sabía. Pero ¿Dónde?¿Se arriesgaría a inclinarse un momento y examinar el interior por el bajo de la puerta? Había tres puertas cerradas, y tres ligeramente abiertas.

No.

Decidió disparar.

El senescal razonó que De Roquefort tardaría sólo un momento en empezar a disparar, de manera que lanzó el soporte del papel higiénico por debajo del tabique, hacia el primer cubículo.

El objeto chocó contra las baldosas con un ruido metálico.

De Roquefort disparó varias veces contra la primera cabina y soltó una patada con la sandalia contra la puerta. El aire se llenó de polvo de mármol. Descargó luego varios disparos más que rompieron la taza y el yeso de la pared.

El agua empezó a salir a raudales.

Pero el cubículo estaba vacío.

Un instante antes de que De Roquefort comprendiera su error, el senescal disparó por encima de las cabinas, enviando dos balas al pecho de su enemigo. Los disparos reverberaron en las paredes, las ondas de sonido horadaron su cerebro.

Vio que De Roquefort reculaba, caía hacia atrás, contra el mármol y se doblaba como si le hubieran dado un puñetazo en el pecho. Pero no vio que brotara sangre de las heridas. El hombre parecía más aturdido que otra cosa. Entonces descubrió una superficie gris azulada bajo los agujeros de bala del hábito blanco.

Un chaleco antibalas.

Reajustó su puntería y disparó contra la cabeza.

De Roquefort vio venir el disparo y reunió la energía necesaria para dejarse caer rodando en el momento en que la bala salía del cañón. Su cuerpo se deslizó a través del húmedo suelo, y el agua encharcada, hacia la puerta exterior.

Trozos de porcelana y piedra crujieron bajo él. El espejo reventó, rompiéndose en pedazos con estrépito para caer pulverizado sobre el mostrador. Los límites de los aseos eran estrechos y su oponente se mostraba inesperadamente valiente. De manera que se retiró a la puerta y se ocultó tras ella justo cuando un segundo disparo rebotaba en la pared.

El senescal saltó de la taza y salió disparado del cubículo. Se arrastró hacia la puerta y se preparó para salir. De Roquefort seguramente le estaría esperando. Pero no iba a huir. Ahora no. Le debía esta lucha a su maestre. Los Evangelios eran claros. Jesús vino, no a traer la paz, sino una espada. Y así hacía él.

Se fortaleció. Preparó el arma y abrió violentamente la puerta.

Lo primero que vio fue a Raymond de Roquefort. Lo siguiente fue a Geoffrey, con su pistola firmemente apoyada contra el cuello del maestre, en tanto que el arma de De Roquefort yacía en el suelo.

XXIX

Villeneuve-les-Avignon

Malone miró fijamente a Royce Claridon y dijo:

– Es usted bueno.

– He perdido mucha práctica. -Claridon miró a Stephanie-. ¿Es usted la esposa de Lars?

Ella asintió.

– Fue un amigo y un gran hombre. Muy inteligente. Aunque algo ingenuo. Subestimó a los que estaban contra él.

Seguían estando solos en el solárium, y Claridon pareció notar el interés de Malone por la puerta de la sala.

– Nadie nos molestará. No hay nadie que quiera escuchar mis divagaciones. He procurado convertirme en una molestia. No hay día que no desee que me vaya de una vez.

– ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?

– Cinco años.

Malone estaba estupefacto.

– ¿Por qué?

Claridon paseó lentamente por entre las tupidas plantas de los tiestos. Más allá del cristal exterior, nubes blancas rodeaban el horizonte occidental, el sol resplandeciendo a través de los resquicios como fuego que saliera de la boca de un horno.

– Están aquellos que buscan lo que Lars buscaba. No abiertamente, no llaman la atención, pero tratan con severidad a los que se interponen en su camino. Así que llegué aquí y me fingí loco. Te dan bien de comer, cuidan de tus necesidades y, lo más importante de todo, no hacen preguntas. Yo no he hablado racionalmente, con otro que no sea yo mismo, en cinco años. Y, se lo aseguro, hablar con uno mismo no es satisfactorio.

– ¿Por qué habla con nosotros?

– Usted es la viuda de Lars. Por él hago lo que sea -señaló Claridon. -Y esa nota. Enviada por alguien con conocimiento. Quizás incluso por esas personas que he mencionado que no permiten que nadie se interponga en su camino.

– ¿Se interpuso Lars en su camino? -preguntó Stephanie.