Выбрать главу

Y el más importante hallazgo de todos.

Las excavaciones ocuparon toda la atención de aquellos nueve caballeros. Entonces, en 1127, cargaron barcos con su preciosa carga secreta y zarparon hacia Francia. Lo que ellos habían encontrado les valió fama, riqueza y poderosas alianzas. Muchos quisieron formar parte de su movimiento, y, en 1128, tan sólo diez años después de su fundación, se otorgó a los templarios por parte del papa una autonomía legal que no tenía parangón en el mundo occidental.

Y todo debido a lo que sabían.

No obstante, fueron cuidadosos con ese conocimiento. Sólo aquellos que alcanzaban el nivel superior gozaban del privilegio de saber. Siglos atrás, el deber del maestre era transmitir ese conocimiento antes de morir. Pero eso fue antes de la Purga. Después, los maestres buscaron, todo en vano.

Golpeó nuevamente el puño contra la pared.

Los templarios habían forjado por primera vez su destino en cavernas olvidadas con la determinación de unos zelotes. Él haría lo mismo. El Gran Legado estaba ahí. Se encontraba cerca. Lo sabía.

Y las respuestas estaban en Aviñón.

XXXII

Aviñón

5:00 pm

Malone detuvo el Peugeot. Royce Claridon estaba esperando al borde de la carretera, al sur del sanatorio, exactamente donde había dicho. La desaliñada barba había desaparecido, al igual que las ropas y el jersey manchado. Iba bien afeitado, las uñas cuidadas y llevaba unos vaqueros y una camiseta de cuello redondo. Su largo cabello estaba alisado hacia atrás y recogido en una cola de caballo. Y había vigor en su paso.

– Se siente uno bien sin esa barba -dijo, subiendo al asiento trasero-. Para fingir ser un templario, tenía que parecerlo. Ya sabe usted que nunca se bañaban. La regla se lo prohibía. Nada de desnudez entre hombres y todo eso. Vaya panda maloliente debían de ser.

Malone puso la primera y se dirigió a la autopista. El cielo aparecía cubierto de nubes amenazadoras. Al parecer, el mal tiempo procedente de Rennes-le-Château estaba finalmente dirigiéndose hacia el este. A lo lejos, los rayos caían bifurcándose a través de las imponentes nubes, seguidos del retumbar de los truenos. Aún no había descargado, pero pronto lo haría. Intercambió miradas con Stephanie, y ella comprendió que el hombre del asiento trasero debía ser interrogado.

Se volvió hacia atrás.

– Señor Claridon…

– Llámeme Royce, madame.

– De acuerdo. Royce, ¿puede usted contarnos algo más de lo que estaba pensando Lars? Es importante que comprendamos.

– ¿No lo sabe?

– Lars y yo estuvimos distanciados los años previos a su muerte. No confiaba mucho en mí. Pero recientemente he leído sus libros y el diario.

– ¿Puedo preguntar entonces por qué está usted aquí? Él hace tiempo que se fue.

– Digamos sólo que me gustaría creer que Lars hubiera deseado que su trabajo fuera acabado.

– En eso tiene usted razón, madame. Su marido era un brillante erudito. Sus teorías tenían una base sólida y creo que habría tenido éxito. De haber vivido.

– Hábleme de esas teorías.

– Estaba siguiendo los pasos del abate Saunière. Ese cura era listo. Por un lado quería que nadie supiera lo que estaba haciendo. Por otro, dejó muchas pistas. -Claridon meneó la cabeza-. Dicen que se lo contó todo a su amante, pero ella murió sin decir jamás una palabra. Antes de su muerte, Lars pensó que finalmente hacía progresos. ¿Conoce usted la leyenda completa, madame?¿La auténtica verdad?

– Me temo que mi conocimiento se limita a lo que Lars escribió en sus libros. Pero había algunas referencias interesantes en su diario que él nunca publicó.

– ¿Podría ver esas páginas?

Ella pasó las páginas del diario, y luego se lo tendió a Claridon. Malone vio por el espejo retrovisor que el hombre leía con interés.

– Vaya maravillas -dijo Claridon.

– ¿Podría usted ilustrarnos? -preguntó Stephanie.

– Desde luego, madame. Como he dicho esta tarde, la ficción que Noël Corbu y otros fabricaron sobre Saunière era misteriosa y cautivadora. Pero para mí, y para Lars, la verdad era mejor aún.

Saunière inspeccionó el nuevo altar de la iglesia, encantado de las renovaciones. La monstruosidad de mármol había desaparecido, aquella vieja superficie convertida ahora en un montón de cascotes en el cementerio, y las columnas visigóticas, destinadas a otros usos. El nuevo altar era un objeto de sencilla belleza. Tres meses antes, en junio, había organizado un primoroso oficio de Primera Comunión. Hombres del pueblo habían transportado una estatua de la Virgen en solemne procesión a través de Rennes, regresando finalmente a la iglesia, donde la escultura fue colocada encima de una de las desechadas columnas del cementerio. Para conmemorar el acontecimiento, hizo grabar penitencia, penitencia, sobre la cara de la columna, con objeto de recordar a los feligreses la humildad, y misión 1891, para conmemorar el año de su ejecución colectiva.

El tejado de la iglesia finalmente había sido sellado, y las paredes exteriores, apuntaladas. El viejo púlpito había desaparecido y se estaba construyendo otro. Pronto sería instalado un suelo de baldosas a cuadros negros y blancos, y luego los nuevos bancos. Pero antes de eso, la infraestructura del suelo requería reparación. El agua filtrada del tejado había erosionado muchas de las piedras de la base. En algunos lugares había sido posible el remiendo, pero otras tenían que ser sustituidas.

Fuera, apuntaba una húmeda y ventosa mañana de septiembre, de manera que consiguió asegurarse la ayuda de una media docena de vecinos del pueblo. Su trabajo consistiría en romper algunas de las losas dañadas e instalar otras nuevas antes de que llegaran los soladores, dos semanas después. Los hombres estaban ahora trabajando en tres lugares distintos a lo largo de la nave. El propio Saunière estaba ocupándose de una piedra deformada ante los escalones del altar, que siempre se había balanceado.

Se había quedado desconcertado por el frasco de vidrio hallado a comienzos de año. Cuando fundió el sello de cera y abrió el papel enrollado, encontró, no un mensaje, sino trece filas de letras y símbolos. Cuando se los mostró al abate Gélis, el cura de un pueblo vecino, éste le dijo que aquello era un criptograma, y que en algún lugar entre las letras aparentemente carentes de sentido se escondía un mensaje. Todo lo que necesitaba era la clave matemática para descifrarlo, pero al cabo de muchos meses de intentos no se encontraba más cerca de resolverlo. Quería saber no sólo su significado, sino el motivo por el que había sido dejado con tanto secreto. Evidentemente, su mensaje era de gran importancia. Pero se necesitaría paciencia. Eso era lo que se decía a sí mismo cada noche después de fracasar una y otra vez en hallar la respuesta; y, si no otra cosa, al menos sí se mostraba paciente.