Agarró un martillo de mango corto y decidió ver si el grueso suelo de piedra podía ser partido. Cuanto más pequeños fueran los trozos, más fácil sería quitarlos. Se dejó caer de rodillas y descargó tres golpes sobre un extremo de la losa de noventa centímetros de largo. Inmediatamente aparecieron resquebrajaduras en toda su longitud. Nuevos golpes las convirtieron en grandes grietas.
Dejó el martillo a un lado y utilizó una barra de hierro para hacer palanca y aflojar los trozos más pequeños. Luego introdujo la palanca bajo un fragmento largo y estrecho y forzó el grueso pedazo, levantándolo de su cavidad. Con el pie, lo empujó a un lado.
Entonces observó algo.
Soltó la barra de hierro y acercó la lámpara de petróleo al descubierto subsuelo. Alargó la mano, quitó con cuidado los residuos, y vio que estaba contemplando una bisagra. Se inclinó un poco más, barriendo más polvo y restos, dejando al descubierto mayor cantidad de hierro oxidado, y manchándose de orín las puntas de los dedos.
La forma se iba perfilando.
Era una puerta.
Que conducía abajo.
Pero ¿Adónde?
Miró a su alrededor. Los demás hombres estaban enfrascados duramente en su trabajo, hablando entre sí. Dejó a un lado la lámpara y con calma repuso los trozos que acababa de quitar en la cavidad.
– El buen cura no quería que nadie supiera lo que había descubierto -dijo Claridon-. Primero el frasco de vidrio. Y ahora una puerta. Esa iglesia estaba llena de maravillas.
– ¿Adónde conducía la puerta? -quiso saber Stephanie.
– Ésa es la parte interesante. Lars nunca me lo contó todo. Pero después de leer su diario, ahora lo entiendo.
Saunière quitó la última de las piedras de la puerta de hierro del suelo. Las puertas de la iglesia estaban cerradas, y el sol hacía horas que se había puesto. Durante todo el día no había dejado de pensar en lo que yacía bajo aquella puerta, pero no había dicho ni una palabra de ello a los obreros, limitándose a darles las gracias por su trabajo y explicando que tenía intención de tomarse unos días de descanso, de manera que no haría falta que regresaran hasta la semana siguiente. Ni siquiera le había contado a su preciosa amante lo que había hallado, mencionando sólo que después de la cena quería inspeccionar la iglesia antes de irse a la cama. La lluvia ahora acribillaba el tejado.
A la luz de la lámpara de petróleo, calculó que la puerta de hierro tendría poco más de noventa centímetros de longitud y unos cuarenta y cinco de ancho. Se encontraba a nivel del suelo, y no tenía cerradura. Afortunadamente, su marco era de piedra, pero le preocupaban las bisagras, por lo que había traído un recipiente de aceite de lámpara. No era el mejor de los lubricantes, pero era todo lo que había podido encontrar en tan poco tiempo.
Mojó las bisagras con aceite y confió en que la adherencia producida por el paso del tiempo se aflojaría. Metió entonces la punta de una barra de hierro bajo uno de los bordes de la puerta e hizo palanca hacia arriba.
Ningún movimiento.
Presionó con más fuerza.
Las bisagras empezaron a ceder.
Movió la barra, trabajando el oxidado metal, y luego aplicó más aceite. Al cabo de varios intentos las bisagras gimieron y la puerta pivotó, abriéndose y quedándose fija, apuntando hacia el techo.
Encendió la linterna y la dirigió hacia la húmeda abertura.
Una estrecha escalera bajaba unos cuatro o cinco metros hasta un basto suelo de piedra.
Sintió que una oleada de excitación corría por su cuerpo. Había oído leyendas de otros curas sobre cosas que habían hallado. La mayor parte de ellas procedían de la Revolución, cuando los clérigos ocultaron reliquias, iconos y decoraciones a los saqueadores republicanos. Muchas de las iglesias del Languedoc fueron víctimas. Pero la de Rennes-le-Château se encontraba en un estado tal de deterioro que simplemente no había nada que saquear.
Quizás todos se habían equivocado.
Probó el escalón superior y decidió que habían sido excavados a partir de los cimientos de piedra de la iglesia. Lámpara en mano, se deslizó hacia abajo, descubriendo al frente un espacio rectangular, excavado también en la roca. Un arco dividía la sala en dos partes. Entonces descubrió los huesos. En las paredes exteriores se habían horadado unas cavidades como hornos, cada una de las cuales contenía un ocupante esquelético, junto con los restos de ropas, calzado, espadas y sudarios de entierro.
Alumbró con la linterna algunas de las tumbas cercanas y vio que cada una de ellas estaba identificada con un nombre cincelado. Todas eran de los D’Hautpoul. Las fechas iban desde el siglo xvi hasta el xviii. Contó las tumbas. En la cripta había un total de veintitrés. Sabía quiénes eran. Los señores de Rennes.
Más allá del arco central, un cofre al lado de una marmita de hierro llamó su atención.
Dio un paso adelante, con la lámpara en la mano, y quedó sorprendido al descubrir que algo reflejaba la luz. Al principio pensó que le engañaban sus ojos, pero enseguida comprendió que la visión era real.