– Y ahí queda la media zorra. Porque para evitar que el hermano de su mina y su mejor amigo se maten sujeta a Mercuccio del brazo. Y, claro, Tibaldo aprovecha la ocasión que el otro está indefenso y le clava la espada en el corazón. Y el pobre Mercuccio cae sangrando al suelo y Tibaldo y sus patoteros se pegan el raje.
– Tiene que haberse sentido el último Romeo -comenta Bettini distante.
– Pésimo. Y entonces se agacha sobre Mercuccio, que está boqueando sangre, y le pregunta…, y le pregunta… ¿cómo estás? ¿Y sabe lo que le contesta Mercuccio?…
– Dime.
Bettini se pone de espalda al televisor para no ver avanzar el minutero fatídico.
– Mercuccio le contesta: «La herida no es tan honda como un pozo ni tan ancha como la puerta de una iglesia, pero alcanza. Pregunta por mí mañana, y te dirán que estoy tieso.»-¿Y por eso sonreías?
– Por eso, don Adrián. Imagínese. El loco está a punto de morirse y se echa esa tremenda talla. P'tas que es gallo el loco.
– Te acordaste de eso.
– Y cuando usted dijo… Cuando usted dijo…
Nico se cubre la cara con la servilleta. Las lágrimas han explotado de repente.
Patricia mira a Magdalena, Magdalena a Adrián. Adrián toma del vaso de vino.
«Fucking Shakespeare», piensa.
Capítulo 35
Si le hubieran preguntado sobre la cena, Bettini no habría sabido qué responder. Ni supo qué comió. No era sólo su suerte de revenido publicista la que estaba en juego, sino la de todo el país. Había una pequeña rendija en la caverna a través de la cual podría entrar luz. Y temía haber dilapidado ese ariete. Si el país entero estaba estremecido por la violencia, ¿de dónde la alegría podría obtener sus créditos para verse creíble?
Y había hecho la campaña para la televisión sin responder la pregunta. En verdad, auspiciar la alegría de esa manera tan desembozada, con un vals de Strauss y una colección de delirantes que decían «No» en multicolor, sin haberle dado lugar ni siquiera a una lágrima en sus imágenes, a sabiendas que en ese mismo momento Chile estaba llorando, había sido un desatino.
Se había entregado a una ficción irresponsable. La salida desesperada. Intentar el salto al abismo sin red. Le explicó a Olwyn que Pinochet había tenido el total control de los medios durante quince años para imponer en las pantallas de televisión sus órdenes. A él le daban quince minutos, quince minutitos, un puñado de segundos para fracturar de una vez el sólido panzer de la dictadura.
No podía entrar en sutilezas. Eran quince minutos contra quince años. Y de esos quince minutos casi cinco estaban entregados al desenfreno del Vals del No.
La servilleta del joven Nico a la hora del postre parecía el velamen de un velero náufrago. No quiso consolarlo. Él mismo se hubiera deseado un consuelo. La impaciencia lo demolió. En la pantalla corrían las imágenes de la campaña del «Sí»: grupos terroristas de encapuchados y bombas en las manos agarraban a pedradas las ventanas de los coches: era la alegría del «No», que venía. El caos, la violación de adolescentes, niños masacrados por una aplanadora roja. Así como él jugaba las cartas de la alegría en el cambio, los publicistas de Pinochet escenificaban el infierno del libertinaje.
No quiso esperar los pocos minutos que faltaban. Ver correr sus imágenes junto a su familia le iba a producir con certeza vergüenza ajena. Arrebató la servilleta de Nico y le tiró la suya. Puso el paño mojado en un bolsillo de su chaqueta y le anunció al grupo que saldría a dar una vuelta.
– ¿Qué va a hacer? -se levantó Patricia.
– Lo que les digo. Una vuelta.
– Pero, papi. Es tu momento estelar. Todo Chile en este instante está pegado a las pantallas.
– Ése es el problema, mi amor: todos verán que su emperador está desnudo. No tengo ánimo para un nuevo haraquiri.
– Papá, ¿qué es lo que realmente vas a hacer?
– ¡Dar una vuelta!
Magdalena se abalanzó sobre él y le conminó a que le sostuviera la mirada.
– Patricia tiene razón. ¿Dónde vas?
Estrujó la servilleta mojada de Nico en su bolsillo.
– No me tiraré al Mapocho. A esta altura del año las aguas no son tan caudalosas.
– ¿Y entonces?
– Una vuelta, mujeres. Una simple y atlética vuelta para respirar aire fresco.
Nico se levantó avergonzado y fue hacia el toilette.
– Permiso.
Bettini lo indicó con un pestañeo.
– Mejor preocúpense de él. En este momento no tiene ni un perro que le ladre.
Le nacía cerrar la puerta con estruendo pero optó por la suavidad. La juntó como despidiéndose con un beso.
Era una noche fresca. Se abrochó el botón superior de la camisa y miró la luna fraccionada entre las ramas de los árboles. Siempre había sido Ñuñoa su barrio. Tenía la costumbre íntima de sentir y admirar los viejos empedrados. Los añosos árboles crecían sin Dios ni ley inhibiendo con su altura a los podadores. Se respiraba algo logradamente familiar en esa zona de clase media. Su calle estaba a mucha distancia del supermercado, los mails y los paraderos de buses de las líneas principales.
Había un almacén en la esquina, donde el dueño aún pagaba algo por los envases de vidrio de las botellas vacías. Y a los chicos que iban a comprar pan o aceite por encargo de las madres les daba la «yapa»: un chicle, un caramelo.
El quiosquero le guardaba los periódicos el día domingo cuando permanecía hasta la hora del almuerzo en cama, e incluso si no iba a buscarlos le tocaba un alegre timbrazo y le pasaba El Mercurio con una sonrisa.
En el chino de Manuel Montt tenía crédito y si le faltaba dinero para invitar a Magdalena y Patricia a una cena, el anciano Tin-Lung, muerto de risa, se lo anotaba en un libraco con la foto del calendario de Marilyn Monroe. Todo estaba igual que en su infancia, salvo por dos detalles.
Las antenas de televisión en cada ventana, disparadas hacia las nubes.
Y el cine Italia.
Lo habían despojado de su proyectora de treinta y cinco milímetros en un remate por quiebra. El espacio lo administraban algunos evangélicos de terno marrón, cuello y corbata, pelos engominados aun en el verano lacerante. Sus mujeres flaquísimas, de rostro cetrino. Algunas llevaban calcetines que les trepaban hasta las rodillas. Aún era posible distinguir entre el empedrado los rieles de los tranvías que habían dejado de pasar hacía décadas. Su barrio fue el escenario de besos fugaces a la chica más guapa de la avenida Antonio Varas, y cuando cumplió catorce, la rubia con rulos alborotados de la peluquería unisex le permitió de todo cuando el viernes por la noche había cerrado la puerta tras el último cliente. Después, limpiándole el sorprendido sexo en una toalla húmeda, le había dicho al oído: «Happy birthday.»Ése era su Santiago. La plenitud de la democracia y las manifestaciones callejeras. De estudiante supo gritar junto a miles «Allende, Allende, el pueblo te defiende».
Frente a la Escuela de Suboficiales de Carabineros, en Antonio Varas, vio pasar los tanques golpistas hacia La Moneda. Había sido despertado por los vuelos rasantes de los cazas que iban a bombardear el palacio.
La misma semana cuando se obsesionó por un disco de Bob Dylan: Don't think twice, it's all right.
¿Así que era ése su estilo? Cada episodio de la historia le venía adjunto a la emoción de una melodía, a las líneas de un poema. Claro que una cosa no tenía nada que ver con la otra. Una era realidad y la otra fantasía. Sueños. Espuma que se deshace. Nube- cillas.
A pesar de que su tranco era enérgico y sostenido, pudo percibir que su esfuerzo resultaba inúticlass="underline" a medida que serpenteaba por las calles laterales con el aroma de los jazmines primaverales derramándose metro a metro, desde las ventanas de cada una de esas casas y departamentos se proyectaba hacia la calle el Vals del No.