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Paradoja: había huido de una emisión y ahora lo abrumaban con ella cientos de televisores.

En la oscuridad vegetal de los arbustos los pantallazos de los televisores se proyectaban como chisporroteos fantasmagóricos. Se sintió un condenado a muerte en marcha al patíbulo a quien le propinan un último martirio: la música incidental de su vida infame a todo volumen.

«¡Dios mío! ¡Diosito, diosecito mío! -se dijo empezando a correr rumbo a ninguna parte-. ¡Lo está mirando todo Santiago!»No tardó en brotar en su rostro la transpiración, que vino a adjuntarse a la palidez. A pesar de que sintió su corazón bombeando demasiado exigido no aflojó la marcha. Su corazón le estaba indicando el camino correcto. Su deseado fin. Así como en las noches de Año Nuevo los fuegos artificiales surcaban el espacio, él tenía ahora su propia fanfarria: los pantallazos de todos los hogares de Chile que estaban mirando sus quince minutos de fama, su absurdo y ridículo trino libertario.

No era necesario tirarse al Mapocho, despeñarse de la terraza de un edificio, colgarse de un árbol, tirarse bajo la rueda de un bus.

Todo podía ser infinitamente más pulcro: seguir corriendo así y así hasta que el corazón le estallara como una granada.

De pronto la música se detuvo, señal de que la emisión del «No» había llegado a su fin.

Ahora era la hora del suplicio.

En ese mismo momento los habitantes de su patria, los boteros a las fauces del océano, los estudiantes rebeldes, los hijos y nietos de los fusilados y desaparecidos, las madres y las novias estarían perplejos mirándose los unos a los otros preguntándose: «¿Qué es esto?»

¡No!: «¡Qué chuchas es esto!»

El deseado fin.

Su propio apocalipsis.

La cúspide ignominiosa de su carrera.

No daba más. Se detuvo jadeando en la plaza frente a un surtidor de agua y dejó que las gotas saltaran a su rostro a mezclarse con el sudor.

De súbito tuvo la impresión de que todo ese líquido que le empañaba los lentes le producía una alucinación.

Allá, al otro extremo de la plaza, ocurría algo impreciso.

Era un ser que giraba vertiginosamente.

O dos.

A medida que la aparición se acercaba iba tomando más y más la forma de una realidad. Hasta que se hicieron nítidos. Rotundamente verdaderos.

Una pareja de jóvenes giraba incesante haciendo las piruetas de un vals sin música: como bailando el recuerdo de un vals en la noche estrellada. Al desplazarse ocupaban generosos las baldosas de la plaza solitaria y cuando estuvieron tan cerca de él que alcanzaron a rozarlo la mujer danzarina le gritó:

– ¡Vamos a ganar, señor! ¡Vamos a ganar!

Bettini se sacó los lentes, los limpió con el faldón de su camisa, y ahora, viendo a la alucinación real con total y brutal precisión, les dijo:

– No jodan, que estoy al borde del infarto.

Capítulo 36

Viajo en metro hasta el centro.

Laura Yáñez quiere verme. No puede decir nada por teléfono. Personalmente.

He hecho muchas veces este trayecto, mas hoy hay algo extraño en la atmósfera. Aunque hace calor y vamos apretados, nadie parece fastidiarse con la aglomeración. Se saludan. Se apartan para dejar un espacio y permitir entrar a un nuevo pasajero.

Se ven frescos. Hay algo pícaro en las miradas. Conversan. No veo a nadie que esté con la mirada clavada en sus zapatos. Un grupo de mujeres que visten el uniforme de un supermercado van sonriendo aunque no se hablan.

En la portada del diario más popular que lee ese caballero jubilado hay dos fotos inmensas.

En una aparece Pinochet sonriendo y en la otra Florcita Motuda con una franja presidencial sobre el pecho.

El título dice: duelo de titanes.

Faltan pocos días para el plebiscito y por lo que oigo mientras me desplazo en los vagones nadie habla de otra cosa. Como en un tictac sin pausa oigo sí-no, no-sí, sí-sí, no-no-no por todas partes.

Es raro este Santiago de hoy.

Todos se ven tan saludables. ¿Tomaron jugo de fruta? ¿Se han frotado en la ducha con algas de mar? ¡Y las carcajadas! Un liceano colorín de ojos verdes cuenta la escena de la noche anterior cuando el bombero con un vaso de agua imitaba la sirena de su carro bomba ululando «No, no, no, no, no, no, no, no, no, no». Y los adultos a su alrededor le dedican una mirada divertida. Y un anciano le palmotea el hombro. Y el pelirrojo le dice si quiere lo hago de nuevo. Y hay más carcajadas. Parece otro país. Dicen que los brasileros son así de alegres. «A pesar de você amanhä há de ser outro dia.» Estoy contento por el señor Bettini. Por Patricia Bettini. Por la señora Magdalena. Cuando volvió a casa el teléfono estuvo sonando hasta las tres de la mañana. Felicitaciones. Bettini les daba entrevistas a los diarios extranjeros. Llamó un señor Chierici del Corriere della Sera. Larga distancia. Y otro español de El País. Querían pronósticos y análisis para el día del plebiscito. Está que arde el calendario. ¿Cuánto falta hasta el 5 de octubre?

Cuando el tren llega a una estación, algunos pasajeros salen y los que entran parecen venir cargados con baterías frescas. Como cuando el entrenador saca en el segundo tiempo al centrodelantero fatigado y entra el reemplazante haciendo carreritas cortas para calentar el cuerpo. Me parece que hasta el metro va más rápido. Es lo que mi viejo detesta. Los subjetivismos que no dejan apreciar la realidad objetiva. Le cargan los sofistas. Buenos para hablar y dorar la perdiz. Pero en el fondo cháchara. Aristóteles, sin embargo…, ése sí va al grano. Nico Santos. Por Nicómaco.

Siento que soy el único en este vagón que me estoy yendo pa' dentro. Como que la tristeza de la ausencia de papá me tira para abajo. Estoy fuera del ritmo de la ciudad. Va a haber elecciones libres pero mi viejo está preso. Preso y desaparecido.

El tal Samuel sigue haciendo lo posible. Patricia Bettini insiste en que hay que hablar con la gente mala. Los buenos no pueden hacer nada. Quizá ahora sea un buen momento.

Ahora que la gente se ve más animosa.

«Claro -pienso-. Pero ¿cómo estará Pinochet?» Furia. Seguramente granate. Parece que le salió el tiro por la culata. La señora de verde que carga esa bolsa de verduras del supermercado está tarareando el Vals del No. A lo mejor esto es un sueño y ahora va a entrar un comando de milicos y nos van a disparar a todos.

No fui a la escuela. Me preocupa que el texto que dije en el cementerio me traiga consecuencias. El teniente Bruna no estaba, «por decencia», pero los soplones que había allí a lo mejor me están esperando en la puerta del instituto.

O sentados en mi misma aula.

Con el pelo corto.

Día de sol.

Tienen una chapa de Investigaciones que muestran abriéndose la solapa. Son detectives. Pero lo que me contaron es que los detectives después les entregan los presos a los de la policía política.

Y allí cuesta seguirles la pista.

La última vez que hablé con Samuel me dijo que no me descorazone. Que puede haber buenas noticias. «Pero también malas», le grité al teléfono. Se quedó callado medio minuto. «También malas, muchacho», me dijo. Le pedí perdón.

Me bajo en la Alameda con el cerro Santa Lucía y voy caminando hacia el Parque Forestal. Allí vive Laura Yáñez. Me cita porque quiere decirme algo. No sé de qué se trata.

Pero me dijo que era urgente.

Me viene bien desaparecer de mi departamento y ausentarme del colegio.

La Laura Yáñez es tremenda de guapa. En el colegio les dicen a ese tipo de mujeres «morenazas». Ella misma me dijo una vez: quiero ser la morenaza de Chile. Su amistad con Patricia proviene de su gusto por el teatro. Mi polola siempre busca obritas intelectuales, con filo político. Se muere de la risa con Beckett o Ionesco. El teatro del absurdo. Laura se vuelve loquita por John Travolta. Se sabe todos los pasos de baile de Saturday night fever, pero nunca ha encontrado un muchacho de su edad que le pueda hacer el peso. A ella y a Travolta. Por eso anda con fulanos mayores.