Выбрать главу

El único que fumaba tiró el cigarrillo sobre el asfalto y lo molió con el pie.

Otro puso el vaso de plástico del cual bebía sobre el chasis.

El tercero arrojó el suyo sobre el empedrado y luego masajeó su puño derecho en la concavidad de la palma de la mano izquierda.

El último siguió bebiendo, casi indiferente.

– Fuera. Fuera de aquí -susurró Bettini avanzando hacia ellos.

Y cuando los tuvo al alcance de la mano extendió enérgico el brazo hacia el horizonte.

– ¡Fuera!

Capítulo 40

En la esquina el teléfono está desocupado y tengo la moneda en la mano pero no llamo. Camino hasta nuestro departamento pensando que me haré un tomate relleno con atún. En el almacén compro un pan y una manzana. Me gustan las verdes porque son ácidas.

En el ascensor está escrito con plumón negro: «¡Ganamos, miéchica!», y al otro lado alguien rayó con una navaja el nombre «Nora». Me dispongo a abrir la puerta del departamento cuando ésta se abre desde adentro. Ahí está, en el umbral, Patricia Bettini. Viste el uniforme de su colegio privado, es decir, blusa celeste, corbata azul y falda cuadriculada con medias blancas que le suben hasta los muslos. Es raro, pero cada vez que algo me sorprende me hago el que no estoy sorprendido. Encuentro cool ser así. Y hay razones para estar extrañado: jamás mi amiga ha tenido la llave del departamento.

Pero sí Laura Yáñez.

Y es Laura Yáñez quien ahora sale de la cocina y envuelve con un brazo los hombros de Patricia Bettini.

Me guiña un ojo.

Mientras muevo el llavero en la mano pasan dos cosas: la boca de Patricia Bettini se extiende en una sonrisa que no oculta la imperfección de su diente central, que es levemente más grande que los otros, y el profesor Santos aparece tras ella sosteniendo un cigarrillo entre los labios.

No.

Lo he contado mal. Primero aparece una bocanada de humo y recién después aparece el profesor Santos con el cigarrillo entre los labios.

Nos abrazamos en silencio y quizá yo me demoro mucho más en soltarlo que él a mí. Entonces pienso que quiere mirarme y me aparto un poco y el viejo me pregunta cómo estoy y yo tengo la manzana verde en una mano y la llave en la otra y le digo lo mismo que le dije a Valdivieso: «Aquí estamos.»En el comedor hay cuatro puestos y está servida la entrada: jamón relleno con palta montado sobre una lechuga. Papá extiende una mano para apagar el cigarrillo en el cenicero y advierto que su piel está llena de quemaduras. Cuando se da cuenta de que me doy cuenta tapa esa mano con la otra y se refriega ambas con entusiasmo como preparándose para un banquete. Pero yo le retiro con decisión una mano y miro detenidamente sus llagas.

– Es que en la cárcel no tenían ceniceros y los chicos apagaban los cigarrillos en cualquier parte -sonríe-. Pero nunca nada muy grave. Todo dentro del silogismo «Baroco».

»¿Y tú?

– Yo, genial, papá.

– ¿No te metiste en ningún lío?

– Cero problemas.

– Es el último día del mes. ¿Fuiste a buscar el cheque?

– Se me pasó.

– Es que es muy interesante saber si hay cheque o no. Tengo la esperanza de que no hayan alcanzado a pararlo.

– Después del almuerzo voy.

– Está bien.

Patricia Bettini va a la cocina a buscar la botella de vino tinto y mi padre se limpia una mota de tabaco que tenía pegada al labio.

– Ella me sacó -me susurra papá confidencialmente, indicando con la barbilla a Laura Yáñez.

– ¿Cómo?

– Pregúntale tú.

– ¿Cómo lo sacaste? -le digo sin mirarla, y ocultando mi sonrisa, mientras lleno la copa del papi.

Ella se frota la frente con el corcho de la botella.

Patricia golpea en la mesa.

– Habló con gente, Santos.

– Con gente mala, me imagino.

– Déjala tranquila, Nico -interviene mi padre-. No vivimos en el mundo de las ideas platónicas. En la realidad el Bien va mezclado con el Mal.

– Pero en distintas proporciones.

– En distintas proporciones, hijo. ¿No estás contento de verme?

– Claro que sí, papá.

– ¿Y entonces?

– Está todo bien, papá.

– Comamos, pues.

En la tarde voy a Tesorería. Hago diez minutos de cola y efectivamente hay un cheque para el profesor Rodrigo Santos. Lo retiro, lo guardo en la billetera, compro la revista Don Balón y veo que en el centro trae un póster con dos de mis ídolos: Rossi y Platini.

Al día siguiente tengo clase de filosofía.

El profesor Valdivieso devuelve los exámenes corregidos con tinta verde y para la calificación usa un enorme número rojo. Mi canción de Billy Joel obtiene la nota más alta: un siete.

Al volver a casa justamente papá me pregunta por el nuevo profesor de filosofía y yo le cuento que es un tipo buena gente. Le digo que me ha puesto un siete en la prueba sobre el Mito de la Caverna. Al papi le baja el profesionalismo y pide que le muestre la prueba. Se la extiendo y, cuando la toma, deja el cigarrillo en el borde del cenicero. Aprovecho para aspirar una pitada y lo vuelvo a su lugar.

– ¿Qué es esto, Nico? -pregunta, pálido, tras leer la canción de Billy Joel y ver el resto de la hoja vacía.

Yo no sé si reír o llorar.

– Justicia en la medida de lo posible, papi -respondo, arrancando de la revista deportiva el póster de Rossi con Platini.

Capítulo 41

Ella lo quiere así y yo no voy a negarme.

Me dice que no me lo tome a mal pero que se hará cargo de los gastos.

Escribió una carta para don Adrián y la clavó con alfileres en su almohada.

No es que sea una tonta romántica como las de las revistas satinadas, pero dice que Santiago está herido por el smog.

Los buses a Valparaíso parten cerca de la Estación Central.

No pude dormir en toda la noche y me aflige llegar trasnochado a encontrarla en la garita.

Meto en la mochila un traje de baño y dos manzanas.

No hay toallas limpias. Si vamos a la playa me agarro una del hotel.

En el vagón del metro veo al Che bostezando. Me le acerco y le digo que hoy faltaré a clases. Si preguntan por mí, que le diga al inspector que estoy resfriado.

Quiere saber por qué no voy al colegio.

Me sale una sonrisa contagiosa porque me la copia instantáneamente.

Tengo un arsenal de frases aprendidas de papá para estas ocasiones. Le digo una: «Menos pregunta Dios y perdona.»

Quiere saber si se trata de una mina.

«No se trata de una mina, Che. Se trata de Patricia Bettini. Me la llevo a Valparaíso.»

Digo «Me la llevo a Valparaíso» pero es ella la que ha organizado todo. Pidió a la señora Magdalena que le adelantara la mesada y vendió todos los libros de estudio en una librería de viejo. «Es la ventaja de no tener hermanos menores, Nico. Esos libros ya no le sirven a nadie en casa. Quiero desintoxicarme de todo, de álgebra, de química, de historia, de física.

»De virginidad.»

Lo dijo así, como si fuera una materia difícil. No me dijo: «Quiero desintoxicarme de mi virginidad.» Dijo: «Quiero desintoxicarme de Virginidad.»

Algunas veces estuvimos a punto de «quebrar el marcador», como dice en la radio el locutor deportivo Julito Martínez. Los dos hemos leído novelas y poesías que llaman al amor libre y nos hemos tocado por todas partes.

Pero siempre encontraba una excusa. Ella plantea las cosas así: «El amor es una expansión de un sentimiento de felicidad. Mientras una no es feliz, no debe hacer el amor.»Esto lo discutimos de lo más tranquilos cuando estamos lejos de una cama. Pero a solas en mi departamento o, incluso, en su cuarto con los padres ausentes, hemos llegado al borde del desenlace.

Y después, claro, estaba el tema de mi tristeza.

Ahora me muestra un poema que ha subrayado: «La gente tiene derecho a ser feliz aunque no tenga permiso.»Todo lo que nos ha ocurrido nos ha cambiado mucho. Es como si hubiéramos madurado a golpes.