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La pareja de jóvenes espía hacia una esquina, juntan monedas y billetes de poco monto, quieren pagar una pieza en el motel, el amor barato de la libertad.

Yo, Bettini, le pido a la muerte que se aguante un poco, que deje pasar septiembre, que me conceda un último deseo, que nada más espere el 5 de octubre, que espere la libertad.

La chica vestida de negro atraviesa la avenida Apoquindo en plena primavera y sus caderas oscilan siguiendo el ritmo de la libertad.

Sobre la cabeza del barbudo rey, una corona de cartón piedra se enchueca, va a llegar la libertad.

Esa mano que se alza y se despide de alguien dice «No», quiere libertad.

El carpintero raja con el serrucho la madera, salta el aserrín de la libertad.

La enamorada deshoja una margarita, me quiere mucho, poquito, nada, la libertad.

El Silabario Matte: papá ama a mamá, el niño come la papa, la niña ama la libertad.

Qué pájaro o ángel le gana a volar más alto a la libertad.

El Pacífico eleva catedrales azules hacia las nubes, olas que suben y suben hacia la libertad.

No me digas menos, no me digas más, dime la palabra justa, libertad.

A ver esas palmas, chiquillos, marcando el ritmo, así, clip, clap, una vez más, clip, clap, clip, clap, la libertad.

Nico deja la libreta de Bettini sobre el velador de la pieza del motel.

Pero ella quiere que él lea una vez más (usa esta palabra) la profecía: «La pareja de jóvenes espía hacia una esquina, juntan monedas y billetes de poco monto, quieren pagar una pieza en el motel, el amor barato de la libertad.»

Patricia le pide que la ayude con el brassière.

Nico acierta a desprenderlo como si tuviera experiencia.

Está frente a la espalda de la mujer que ama. La piel se extiende pálida y por primera vez se acerca a tocar con sus labios un lunar sobre el omóplato. El omóplato. Anatomía.

Ella gira su cuerpo. Ahora están los senos frente a la boca.

Ella parece haber surgido de esa nube alborotada suspendida más allá del ventanal.

Ella está seria.

El sonríe.

Entre los dos juntaron los quince mil pesos. La pieza por tres horas. «No se queden dormidos, jóvenes, que si no tengo que cobrarles otros diez mil extra. Dos cubalibres incluidos.»«La libertad», piensa.

Y trepa con la lengua por su cuello, y llega hasta la boca de Patricia Bettini, y le hunde la lengua entre los dientes.

Ella cierra los ojos.

Tiene que haber un modo de hacerlo bien.

Un modo de hacerlo con clase.

Como lo han visto en las películas.

Como lo soñaron tantas veces en sábanas mojadas.

Tiene que brotar el gemido lento, tiene que henchirse el seno, abultarse erudito el miembro, tiene que humedecerse, empaparse el vientre, su lengua tiene que saber encontrar el punto perfecto, asediarlo con la destreza de un torero, el diminuto punto electrizado del planeta.

Tiene que tener calma, todo esto es demasiado abrupto, las manos aprietan y rasguñan, saltan de un lugar al otro como conejos asustados.

Habría que tener treinta años, experiencia de piel, doctorados en senos para darle placer a la amada Patricia Bettini, pálida y caliente bajo la tenue luz del día que se filtra entre la cortina de tela estampada con flores, margaritas, girasoles, rododendros, en la sombra agobiante de ese hotel castigado por un sol insolente que parece querer incendiar el puerto.

Patricia apoya la espalda sobre el verde respaldo acolchado de la cama, despliega las rodillas, con el dedo del medio y el índice de la mano derecha avanza sobre su vientre.

Se acaricia el punto, el instante, la copa de champagne burbujeante. Y la otra mano va a la nuca de Nico Santos.

Y la otra mano conduce suave pero decidida la cabeza de Nico a su vientre, lo doblega, y el joven estudiante acata ese rumbo, roza los cabellos lisos castaños, en la ruta aspira hondamente el olor de esas secreciones que se expanden triunfales.

Certero, va con la punta de su lengua al mínimo tigre oculto en esa verdura abrupta, más oscura que lo que profetizaban sus sueños, de un tono más salvaje que el plácido castaño italianísimo de su cabellera, como rizada por una súbita electricidad.

Y si hasta el momento no había habido palabras, ni siquiera monosílabos, sólo la saliva en la piel, el roce de las nalgas en las sábanas, ahora Nico Santos oye una palabra.

Patricia Bettini susurra «sí», repite «sí», dice una y otra vez «sí» y «sí», y también «así» y «así», y sus dedos aprietan eléctricos el cráneo de Nico Santos, y ya no dice nada más, y ya no dice más «sí», ya no dice «sí, sí, así, así», y calla ferozmente, concentradamente calla, y brutalmente aprieta la mandíbula, y lo que Nico no puede ver, lo que aún no sabe es que Patricia Bettini está llorando.

Capítulo 43

Patricia corre la cortina estampada del motel en lo alto del cerro y luego abre la pequeña ventana. Apoya la frente sobre el marco de madera, ladea el cuello y entrega la vista a la distancia. Entran con más fuerza los sonidos del puerto: grúas que depositan cajas de madera gigantes sobre las cubiertas de los barcos, bocinazos, sirenas de ambulancias, las radios del vecindario con los hits de la semana.

– Ven.

Camino hasta su lado. No cambia la postura. Sin mirarme, coge mi brazo y lo pone rodeando sus hombros. Besa mi mano. Es muy extraño, porque está al mismo tiempo lejos, dispersa por el mar hacia el horizonte, y también muy aquí. Es un cuerpo dividido. Bello, tierno, tibio.

– Mira -dice ariscando un poco la nariz y apuntando hacia los cerros de Valparaíso-. Si quieres conocerme mejor, así soy yo.

– ¿Qué quieres decir?

– Los cerros y todo eso.

– Así eres tú.

– Es una manera de decir, tonto. Yo -se golpea suave el corazón, como marcando sus latidos-, yo soy esto. Es decir, si alguien me pintara y yo fuese un paisaje, sería de muchos colores…

– Mira ahora aquí. ¿Qué ves?

– Surtido.

– Techos, tejas, muros amarillos, verdes, violetas, azules, granates, terracota, chimeneas, gaviotas, pelícanos, escaleras, peldaños, cables al alcance de la mano, ascensores que parecen casitas trepando por los rieles, los perros vagabundos, los volantines, y todo se sostiene apilado como si alguien lo hubiera puesto así al lote, dejándolo todo para más tarde.

– Así que así eres tú. Te has dejado para más tarde.

– Es decir, las cosas que me han pasado en la vida tienen algún significado. Están ahí con la emoción que viví, i cachái?

– Una de las cosas que más me gustan de ti es que casi nunca dices «cachái». Es curioso, porque yo te veo…

Me detengo. Beso su hombro desnudo, aspiro profundamente el olor de su cuello. Recorrer su piel ayuda a que encuentre la palabra exacta…

– ¿Cómo me ves?

– Armónica, bronceada. Elegante, Patricia Bettini. Esto de que te ves a ti misma como un carnaval me sorprende.

Se da vuelta hacia mí y con dos dedos recorre suave mis párpados.

– Quizá -dice sonriendo con los ojos, pero no con los labios- es el trauma post virginidad perdida. ¿Sabes qué es lo que me da la armonía?

– Eso lo discutí con tu viejo.

– ¡¿Tú hablas de mí con mi padre?! ¿Qué te dice?

– Que eso es the Italian touch. El toquecito italiano. Es decir, alboroto interno, pero expresión clara.

– Armónica.

– Claro, como si te hubieras pasado en limpio.

– ¿Y Laura Yáñez?

– Laura Yáñez es un borrador. ¿Viste los cuadernos de caligrafía de los niños desordenados?