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—Si tanto sabes —lo acusó Shevek en un murmullo áspero—, ¿por qué no lo dices en público? ¿Por qué no convocaste a una sesión de crítica en el sindicato, si tienes pruebas? Si tus ideas no pueden soportar el juicio público, no me las cuchichees aquí a medianoche.

Bedap tenía ahora los ojos muy pequeños, como cuentas de acero.

—Hermano —dijo—, eres un justiciero. Siempre lo fuiste. ¡Por una vez, mira afuera de tu maldita conciencia pura! Vengo aquí y cuchicheo porque sé que puedo confiar en ti, ¡maldición! ¿Con qué otro podría hablar? ¿Acaso quiero acabar como Tirin?

Shevek elevó la voz, sorprendido.

—¿Como Tirin? —Señalando con un gesto la pared, Bedap le pidió que se moderara—: ¿Qué pasa con Tirin? ¿Dónde está?

—En el Hospicio de la Isla Segvina.

—¿En el Hospicio?

Bedap se sentó de costado y se abrazó las rodillas, pegadas al mentón. Hablaba en voz muy baja ahora, a regañadientes.

—Tirin escribió una obra de teatro y la presentó el año después que te fuiste. Era rara, disparatada; tú sabes las cosas que a él se le ocurrían. —Bedap se pasó una mano por el pelo áspero, rojizo, y se soltó la cola—. Podía parecer antiodoniano, sí uno era estúpido. Mucha gente era estúpida. Se alborotó. Lo amonestaron. Lo amonestaron públicamente. Era algo que yo nunca había visto antes. Todo el mundo viene a las reuniones de tu sindicato y te lo cuenta en secreto. Así ponían en su sitio a un capataz o a un jefe de escuadrilla prepotente. Ahora emplean el mismo método sólo para decirle a un individuo que deje de pensar por sí mismo. Fue horrible. Tirin no lo pudo soportar. Creo que en realidad perdió un poco la cabeza. Le parecía que todo el mundo estaba contra él. Empezó a hablar más de la cuenta, como resentido. No cosas irracionales, pero siempre críticas, siempre amargas. Y hablaba con cualquiera en ese tono. Bueno, cuando terminó el Instituto, calificado como instructor de matemáticas, pidió un destino. Consiguió uno. En una cuadrilla de reparación de carreteras en Poniente del Sur. Protestó suponiendo que había sido un error, pero las computadoras de la Divtrab dijeron lo mismo. Así que fue.

—En todo el tiempo que lo conocí Tirin nunca trabajó al aire libre —interrumpió Shevek—. Desde que tenía diez años. Siempre se daba maña para conseguir algún trabajo burocrático. Lo que hizo la Divtrab era justo.

Bedap no prestó atención.

—No sé realmente lo que pasó allí. Me escribió varias veces, y cada vez le habían asignado otro puesto de trabajo. Siempre trabajos físicos, en comunidades pequeñas y lejanas. Escribió que dejaba el puesto y que volvía a Poniente del Norte, a verme. No volvió. Dejó de escribir. Lo encontré al fin por intermedio de los Archivos de Trabajo de Abbenay. Me enviaron una copia de la ficha, y la última entrada era clarísima: «Terapia. Isla Segvina». ¡Terapia! ¿Había asesinado a alguien, Tirin? ¿Había violado a alguien? ¿Por qué otras cosas te mandan al Hospicio?

—Nadie te manda al Hospicio. Tú mismo pides que te manden.

—No me hagas tragar esa mierda —dijo Bedap con una furia repentina—. ¡Él nunca pidió que lo mandaran allí! Ellos lo enloquecieron, y ellos mismos lo mandaron allí. Es de Tirin de quien te estoy hablando, Tirin, ¿te acuerdas de él?

—Lo conocí antes que tú. ¿Qué crees que es el Hospicio… una cárcel? Es un albergue. Si hay criminales y desertores crónicos es porque han pedido ir allí, porque allí no hay presiones ni castigos. Pero ¿quién es esa gente de la que siempre hablas… "ellos"? «Ellos» lo enloquecieron, y lo demás. ¿Estás tratando de decir que todo el sistema social es nefasto, que en realidad «ellos», los perseguidores de Tirin, tus enemigos, somos nosotros, el organismo social?

—Si puedes quitarte a Tirin de la conciencia como un desertor crónico, no tengo más que decirte —respondió Bedap, sentándose encorvado en la silla. Había en su voz un dolor tan evidente, tan simple, que la santa indignación de Shevek cesó de pronto.

Ninguno de los dos habló durante un rato.

—Será mejor que me vaya a casa —dijo Bedap desdoblándose con dificultad y poniéndose en pie.

—Tienes una hora de caminata desde aquí. No seas estúpido.

—Bueno, he pensado… ya que…

—No seas estúpido.

—Está bien. ¿Dónde está el cagadero?

—A la izquierda, tercera puerta.

Cuando volvió, Bedap propuso dormir en el suelo, pero como no había alfombra y sólo tenían una manta, la idea era estúpida, como opinó Shevek con voz monótona. Los dos estaban hoscos y malhumorados; doloridos, como si hubiesen peleado a puñetazos sin haber agotado toda la furia que llevaban dentro. Shevek desenrolló el colchón y la ropa de cama y se acostaron. Cuando apagaron la lámpara, una oscuridad plateada penetró en el cuarto, la penumbra de una noche ciudadana cuando hay nieve en la calle y la luz resplandece débilmente. Hacía frío. Cada uno sentía con gratitud el calor del cuerpo del otro.

—Retiro lo que dije de la manta.

—Escucha, Dap. No tenía intención de…

—Oh, por la mañana hablaremos de eso.

—Está bien.

Se acercaron todavía más. Shevek se puso boca abajo y al cabo de dos minutos se quedó dormido. Bedap, mientras trataba de mantenerse despierto, fue hundiéndose en la tibieza, en el abandono profundo del sueño confiado, y se durmió. En mitad de la noche uno de ellos lloró a gritos, en sueños. El otro extendió un brazo, adormecido, musitando palabras de alivio, y el peso ciego y cálido de aquel contacto ahuyentó todos los temores.

Volvieron a encontrarse a la noche siguiente y discutieron si iban o no a vivir juntos un tiempo, como en la adolescencia. Tenían que discutirlo, porque Shevek era definidamente heterosexual y Bedap definitivamente homosexual; el placer sería sobre todo para Bedap. Shevek estaba perfectamente dispuesto, sin embargo, a reafirmar la antigua amistad; y cuando vio que el elemento sexual de la relación significaba mucho para Bedap, que era, para él, una verdadera consumación, tomó la iniciativa y con gran ternura y tenacidad convenció a Bedap de que volviera a pasar la noche con él. Tomaron una habitación particular en un domicilio en el centro de la ciudad, y allí vivieron durante cerca de una década; luego se separaron otra vez, Bedap volvió a su dormitorio y Shevek al cuarto 46. No había en ninguno de los dos un deseo sexual bastante fuerte como para que la relación fuese duradera. No habían hecho más que confirmar una mutua confianza.

Sin embargo, Shevek se preguntaba a veces, mientras seguía viendo a Bedap casi a diario, qué era lo que le gustaba de su amigo y por qué confiaba en él. Las opiniones actuales de Bedap le parecían detestables, y además las repetía una y otra vez hasta el aburrimiento. Discutían con ferocidad cada vez que se encontraban. A menudo, al separarse de Bedap, Shevek se acusaba a sí mismo por haberse aferrado a una lealtad desmedida, y juraba con furia no volver a ver a Bedap.

Pero lo cieno era que le gustaba mucho más Bedap el hombre que Bedap el niño. Inepto, obstinado, dogmático, destructivo: Bedap podía ser todo eso; pero había logrado una libertad de espíritu que Shevek codiciaba, aunque las ideas nacidas de esa libertad le parecieran abominables. Había cambiado la vida de Shevek, y Shevek lo sabía. Sabía que ahora por fin estaba saliendo a flote, y que era Bedap quien le había ayudado. Reñía con Bedap a cada paso, pero seguía viéndolo, para discutir, para herir y ser herido, para encontrar lo que estaba buscando por detrás de la cólera, el rechazo, la negación. No sabía qué buscaba. Pero, sabía dónde buscarlo.

Fue, conscientemente, un año tan desdichado para él como el anterior. Todavía no había avanzado un solo paso en su trabajo; en realidad, había abandonado por completo la física temporal para dedicarse una vez más a humildes trabajos prácticos, preparando diversos experimentos en el laboratorio de radiación, ayudado por un técnico diestro, silencioso, y estudiando las velocidades subatómicas. Era un campo bastante trillado, y el tardío interés de Shevek fue considerado por los demás como el reconocimiento de que por fin había renunciado a ser original. El Sindicato de Miembros del Instituto le confió un curso de física matemática para jóvenes principiantes. No sintió que hubiera triunfado por haber conseguido al fin que le permitieran enseñar, pues sólo había sido eso: se lo habían permitido, concedido. Nada lo consolaba. El hecho de que las paredes de su dura conciencia puritana se estuvieran ensanchando enormemente era cualquier cosa, pero no un consuelo. Se sentía frío y perdido. No tenía dónde abrigarse, dónde buscar refugio, de modo que seguía saliendo y alejándose en el frío, cada vez más distante, más extrañado.