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Su respuesta la calmó, casi tanto como la sorprendió.

– Solo estaba tratando de ser educada.

– Robaste tres confites de la tarta de novia -le recordó sonriente.

– No se atreva a decírselo a mi familia. Soy… soy la única correcta.

– ¿Lo eres?

Sus fuertes dedos se entremetieron en el pálido cabello que rodeaba su rostro. La delicada seducción de ese simple acto la fascinó. Ella no era mujer que se dejara tentar fácilmente por la sensualidad. Permitiría que este placer novedoso continuara, solo un momento más. Sin embargo, que bien se sentía su tacto, cómo le hacía bajar la guardia.

– Incluso hay fuego en tu cabello -dijo él, su aliento calentando sus labios-. Es como seda dorada. Y en mi interior, siempre me he sentido atraído por el fuego. ¿Eres una mujer peligrosa, Emma Boscastle? -preguntó relajadamente.

– Lord Wolverton -dijo ella con un suspiro. Lobo.

– Quédate conmigo un momento -le dijo, sosteniendo su mirada-. Solo un momento más. Detesto estar inactivo. Detesto estar solo. Es todo lo que pido.

Él se giró y apagó la vela presionando la mecha entre el pulgar y el índice. Emma respiró la agradable esencia; una mezcla de su colonia y olor a humo, que llegaba hasta la cama.

Aterrador. Emocionante. El ordinario acto de apagar una vela, que había realizado cientos de veces en escenarios similares. Pero tan efectivo. Las sombras los rodearon. Ella lo sintió relajarse, sus poderosos músculos destensándose. Sintió sus masculinas manos cerrándose en su cintura. Se le detuvo la respiración. Puro macho. Misterio, fuerza y tentación. Él tenía miedo de estar solo.

La súbita oscuridad disminuía las inhibiciones. ¿Cuántas veces había advertido Emma a otras de los peligros de las sombras, y de los hombres que atraían hacia ellas? Y ahora, era ella la que estaba suspendida en el borde. ¿Y si sus principios eran puestos a prueba?

– Estuviste casada -dijo él en voz baja. Su mano le daba golpecitos en el brazo. Sus dedos posesivos, conocedores.

Sus firmes labios bromeando sobre los suyos, capturando su aliento. -Sí.

Lentamente el puso su otra mano en la sedosa curva inferior de su pecho. Emma se estremeció, pero permaneció inmóvil, preparándose a resistir. El espacio entre sus muslos comenzó a latir. -¿Cuánto tiempo ha pasado? -susurró él con voz suave.

– ¿Me está preguntando…?

– Sí.

Ella arqueó el cuello, temiendo que sus nervios se hiciesen añicos. Nadie se lo había preguntado, nadie se había atrevido a hacerle una pregunta tan íntima. No entendía por qué su curiosidad no le resultaba ofensiva. Parecía natural. Otra vez le echó la culpa a la oscuridad de la noche, a su indisposición.

– Mi esposo murió hace casi cinco años -respondió en el cálido espacio de su cuello.

Su otra mano apretó su cintura, en un masculino gesto posesivo que mandó anhelantes escalofríos a las profundidades de su cuerpo.

– Cinco años -murmuró-. ¿Y nadie te ha tocado desde entonces? ¿Cómo es posible?

– Por favor -susurró ella, tragando secamente. El calor de su vientre aumentó hasta el doler. Cómo la atraía su voz.

– Debe ser porque así lo has querido -musitó-. Otros hombres lo han intentado, ¿verdad? Ese cretino con pretensiones de caballero de hoy.

Ella no pudo responder, apenas podía respirar. Y él lo sabía. Se lo decía su tacto, que volvía su piel temblorosa, un escaso consuelo, y el principio de la conquista de un guerrero. Nadie más podía presumir de haber conseguido tanto ese día. El pánico y el deseo se mezclaban en su interior.

La peor parte de sus palabras había sido que la ausencia de amor y de pasión en su vida habían sido tolerables hasta ahora. Oh, ella había sufrido su carencia, pero una dama nunca lo reconocería.

Ni siquiera a sí misma, por muy fuerte que fuera.

Ciertamente no ante prácticamente un extraño, que sutilmente estaba despertando todas esas partes que en su interior dolían por ser acariciadas. Todas esas partes que una mujer decente debía pretender que no existían.

Dios mío, oh Dios. Ella se tragó un sollozo. Adrian apenas le había rozado los hombros, los pechos y la curva de la cadera, y su cuerpo se estremecía, respondía a su maestría. Con incredulidad se dio cuenta de la maravillosa tensión de sus músculos internos, una sensación abrumadora de rendirse, que había conocido solo alguna vez durante su matrimonio con Stuart. Era como si una ola de sensaciones se hubiese ubicado profundamente en su interior.

Cómo se atrevía ese mercenario… ese hombre, cómo se atrevía a hacerla reconocer sus deseos sexuales, cuando había tenido éxito ignorándolos por tanto tiempo.

Durante años había luchado para dominar sus emociones. Había engañado a aquellos que le eran más queridos, hasta que al final había logrado engañarse a sí misma. Ella había nacido como uno de esos malvados, apasionados Boscastle. Y mientras ella regañaba a sus escandalosos hermanos, a veces había envidiado su habilidad de disfrutar de la vida, de enamorarse profunda e irrevocablemente. Y había empezado a creer que la pasión, que el verdadero amor, no formarían nunca parte de su vida.

Suprimió un gemido. Contuvo el instinto de retorcerse. En vez de eso, se llevó una mano a la boca para reprimir otro sollozo.

¿Cómo se atrevía a cometer ese acto valeroso hoy, y sólo horas más tarde, deshacerlo por completo?

– Emma -le susurró-. ¿Quieres que me detenga?

Ella levantó la vista hacia sus luminosos ojos castaños y no vio la astucia de un libertino, sino el deseo no adulterado de un hombre que no se molesta en esconder sus sentimientos. La devastó.

– Deseo que me beses -le urgió él-. Solo una vez.

– Solo una vez -susurró ella, con voz escéptica y temblorosa-. ¿Alguna vez han sido pronunciadas palabras más peligrosas, ya sea por un hombre o por un diablo?

Él hizo una pausa, mirándola profundamente a los ojos. -¿Yo?

– Oh -Ella empezó a salirse-. Túmbese.

– No quiero.

– Por favor, Adrian. Es un hombre peligroso.

Él frunció el entrecejo. -No soy peligroso para ti.

– Lo es.

– ¿Por qué? ¿Por qué he vendido mi espada?

– Ese es un buen comienzo -le respondió ella.

– Nunca te haría daño.

– No a propósito.

Él la abrazó apretadamente, ignorando las protestas que ella le susurraba. Su cuerpo hormigueaba y ardía con el placer prohibido de ser sostenida contra el calor de su duro cuerpo masculino. Con los párpados entrecerrados, deslizaba sus largos dedos de sus hombros a sus costados, con pequeños toques pecaminosos aquí y allá, y cuando su mano se deslizó debajo del borde de su vestido subiendo a su rodilla, ella temblaba, totalmente preparada para ser seducida. Y sin embargo no estaba lista.

Su boca capturó la suya con un asalto tan sutil que no parecía natural rechazarlo. Sus labios se abrieron expectantes. Un dulce dolor la atravesaba, acelerando el pulso que latía en lo más profundo de su cuerpo.

Ella inclinó la cabeza, respondiendo a su dominación. Mientras antes la luz de la vela había prestado delicadeza a las duras líneas de su hermoso rostro, la oscuridad hacía desaparecer cualquier ilusión de refinamiento. Él era un hombre peligroso. Que había dado la espalda a la Sociedad. Que la cautivaba por razones más allá de su comprensión.

Había vendido sus servicios a otros países. Se preguntó por qué. Seguramente el heredero de un duque no necesitaba hacer fortuna. ¿Era el peligro lo que había buscado, como tantos otros jóvenes caballeros? Tal vez estaba escapando. ¿Habría hecho algo lamentable en el pasado? Supuso que era más importante preguntarse por qué había vuelto.

Sus hermanos confiaban en él. Y ella…

Ella reconocía su magnetismo. La atraía, no solo su aura de peligro, sino que se abriera. Pocos hombres veían en ella su espíritu divertido. No se permitía mostrarlo a menudo. Ella sentía ahora el fuego en su interior incrementándose.